El Gimnasio Remigius estaba a pocas cuadras, en la calle Miguel Dasso, y al doctor Quinteros le gustaba andarlas. Iba despacio, respondía a los saludos del vecindario, observaba los jardines de las casas que a esa hora eran regados y podados, y solía parar un momento en la Librería Castro Soto a elegir algunos best-sellers. Aunque era temprano, ya estaban frente al Davory los infalibles muchachos de camisas abiertas y cabelleras alborotadas. Tomaban helados, en sus motos o en los guardabarros de sus autos sport, se hacían bromas y planeaban la fiesta de la noche. Lo saludaron con respeto, pero apenas los dejó atrás, uno de ellos se atrevió a darle uno de esos consejos que eran su pan cotidiano en el Gimnasio, eternos chistes sobre su edad y su profesión, que él soportaba con paciencia y buen humor: "No se canse mucho, doctor, piense en sus nietos". Apenas lo oyó pues estaba imaginando lo linda que se vería Elianita en su vestido de novia diseñado para ella por la casa Christian Dior de París.
No había mucha gente en el Gimnasio esa mañana. Sólo Coco, el instructor, y dos fanáticos de las pesas, el Negro Humilla y Perico Sarmiento, tres montañas de músculos equivalentes a los de diez hombres normales. Debían de haber llegado no hacía mucho tiempo, estaban todavía calentando:
– Pero si ahí viene la cigüeña -le estrechó la mano Coco.
– ¿Todavía en pie, a pesar de los siglos? -le hizo adiós el Negro Humilla.
Perico se limitó a chasquear la lengua y a levantar dos dedos, en el característico saludo que había importado de Texas. Al doctor Quinteros le agradaba esa informalidad, las confianzas que se tomaban con él sus compañeros de Gimnasio, como si el hecho de verse desnudos y de sudar juntos los nivelara en una fraternidad donde desaparecían las diferencias de edad y posición. Les contestó que si necesitaban sus servicios estaba a sus órdenes, que a los primeros mareos o antojos corrieran a su consultorio donde tenía listo el guante de jebe para auscultarles la intimidad.
– Cámbiate y ven a hacer un poco de warm up -le dijo Coco, que ya estaba saltando en el sitio otra vez.
– Si te viene el infarto, no pasas de morirte, veterano -lo alentó Perico, poniéndose al paso de Coco.
– Adentro está el tablista -oyó decir al Negro Humilla, cuando entraba al vestuario.
Y, en efecto, ahí estaba su sobrino Richard, en buzo azul, calzándose las zapatillas. Lo hacía con desgano, como si las manos se le hubieran vuelto de trapo, y tenía la cara agria y ausente. Se quedó mirándolo con unos ojos azules totalmente idos y una indiferencia tan absoluta que el doctor Quinteros se preguntó si no se había vuelto invisible.
– Sólo los enamorados se abstraen así -se acercó a él y le revolvió los cabellos-. Baja de la luna, sobrino.
– Perdona, tío -despertó Richard, enrojeciendo violentamente, como si lo acabaran de sorprender haciendo algo sucio-. Estaba pensando.
– Me gustaría saber en qué maldades -se rió el doctor Quinteros, mientras abría su maletín, elegía un casillero y comenzaba a desvestirse-. Tu casa debe ser un desbarajuste terrible. ¿Está muy nerviosa Elianita?
Richard lo miró con una especie de odio súbito y el doctor pensó qué le ha picado a este muchacho. Pero su sobrino, haciendo un esfuerzo notorio por mostrarse natural, esbozó un amago de sonrisa:
– Sí, un desbarajuste. Por eso me vine a quemar un poco de grasa, hasta que sea hora.
El doctor pensó que iba a añadir: "de subir al patíbulo". Tenía la voz lastrada por la tristeza, y también sus facciones y la torpeza con que anudaba los cordones y los movimientos bruscos de su cuerpo revelaban incomodidad, malestar íntimo, desasosiego. No podía tener los ojos quietos: los abría, los cerraba, fijaba la vista en un punto, la desviaba, la regresaba, volvía a apartarla, como buscando algo imposible de encontrar. Era el muchacho más apuesto de la tierra, un joven dios bruñido por la intemperie -hacía tabla aun en los meses más húmedos del invierno y descollaba también en el basquet, el tenis, la natación y el fulbito-, al que los deportes habían modelado un cuerpo de esos que el Negro Humilla llamaba "locura de maricones": ni gota de grasa, espaldas anchas que descendían en una tersa línea de músculos hasta la cintura de avispa y unas largas piernas duras y ágiles que habrían hecho palidecer de envidia al mejor boxeador. Alberto de Quinteros había oído con frecuencia a su hija Charo y a sus amigas comparar a Richard con Charlton Heston y sentenciar que todavía era más churro, que lo dejaba botado en pinta. Estaba en primer año de arquitectura, y según Roberto y Margarita, sus padres, había sido siempre un modelo: estudioso, obediente, bueno con ellos y con su hermana, sano, simpático. Elianita y él eran sus sobrinos preferidos y por eso, mientras se ponía el suspensor, el buzo, las zapatillas -Richard lo esperaba junto a las duchas, dando unos golpecitos contra los azulejos- el doctor Alberto de Quinteros se apenó al verlo tan turbado.
– ¿Algún problema, sobrino? -le preguntó, como al descuido, con una sonrisa bondadosa-. ¿Algo en que tu tío pueda echarte una mano?
– Ninguno, qué ocurrencia -se apresuró a contestar Richard, encendiéndose de nuevo como un fósforo-. Estoy regio y con unas ganas bárbaras de calentar.
– ¿Le llevaron mi regalo a tu hermana? -recordó de pronto el doctor-. En la Casa Murguía me prometieron que lo harían ayer.
– Una pulsera bestial -Richard había comenzado a saltar sobre las losetas blancas del vestuario-. A la flaca le encantó.
– De estas cosas se encarga tu tía, pero como sigue paseando por las Europas, tuve que escogerla yo mismo. -El doctor Quinteros hizo un gesto enternecido:- Elianita, vestida de novia, será una aparición.
Porque la hija de su hermano Roberto era en mujer lo que Richard en hombre: una de esas bellezas que dignifican a la especie y hacen que las metáforas sobre las muchachas de dientes de perla, ojos como luceros, cabellos de trigo y cutis de melocotón, luzcan mezquinas. Menuda, de cabellos oscuros y piel muy blanca, graciosa hasta en su manera de respirar, tenía una carita de líneas clásicas, unos rasgos que parecían dibujados por un miniaturista del Oriente. Un año más joven que Richard, acababa de terminar el colegio, su único defecto era la timidez -tan excesiva que, para desesperación de los organizadores, no habían podido convencerla de que participara en el Concurso Miss Perú- y nadie, entre ellos el doctor Quinteros, podía explicarse por qué se casaba tan pronto y, sobre todo, con quien. Ya que el Pelirrojo Antúnez tenía algunas virtudes -bueno como el pan, un título de Business Administration por la Universidad de Chicago, la compañía de fertilizantes que heredaría y varias copas en carreras de ciclismo- pero, entre los innumerables muchachos de Miraflores y San Isidro que habían hecho la corte a Elianita y que hubieran llegado al crimen por casarse con ella, era, sin duda, el menos agraciado y (el doctor Quinteros se avergonzó por permitirse este juicio sobre quien dentro de pocas horas pasaría a ser su sobrino) el más soso y tontito.
– Eres más lento para cambiarte que mi mamá, tío -se quejó Richard, entre saltos.
Cuando entraron a la sala de ejercicios, Coco, en quien la pedagogía era una vocación más que un oficio, instruía al Negro Humilla, señalándole el estómago, sobre este axioma de su filosofía:
– Cuando comas, cuando trabajes, cuando estés en el cine, cuando paletees a tu hembra, cuando chupes, en todo los momentos de tu vida, y, si puedes, hasta en el féretro: ¡hunde la panza!