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Hasta antes de la tragedia que aceleró cruelmente la decadencia de los Bergua, maldición de familia de la que no quedará ni el nombre, la vida de don Sebastián en la capital había sido la de un escrupuloso gentilhombre cristiano. Solía levantarse tarde, no por pereza sino para no desayunar con los pensionistas -no despreciaba a los humildes pero creía en la necesidad de las distancias sociales y, principalmente, raciales-, tomaba una colación frugal e iba a escuchar la misa. Espíritu curioso y permeable a la historia, visitaba siempre iglesias distintas -San Agustín, San Pedro, San Francisco, Santo Domingo- para, al mismo tiempo que cumplir con Dios, regocijar su sensibilidad contemplando las obras maestras de la fe colonial; esas pétreas reminiscencias del pasado, por lo demás, trasladaban su espíritu hacia los tiempos de la Conquista y de la Colonia -cuánto más coloreados que el grisáceo presente- en los que hubiera preferido vivir y ser un temerario capitán o un pío destructor de idolatrías. Imbuido de fantasías pasadistas, regresaba don Sebastián por las calles atareadas del centro -erecto y cauto en su pulcro terno negro, su camisa de cuello y puños postizos donde destellaba el almidón y sus zapatos finiseculares con escarpines de charol- hacia la Pensión Colonial, donde, arrellanado en una mecedora frente al balcón de celosías -tan afín a su espíritu perricholista- pasaba el resto de la mañana leyendo murmuradoramente los periódicos, avisos incluidos, para saber cómo iba el mundo. Leal a su estirpe, luego del almuerzo -que no tenía más remedio que compartir con los pensionistas, a los que trataba empero con urbanidad- cumplía con el españolísimo rito de la siesta. Luego volvía a enfundarse su terno oscuro, su camisa almidonada, su sombrero gris y caminaba pausadamente hasta el Club Tambo-Ayacucho, institución que en unos altos del jirón Cailloma congregaba a muchos conocidos de su bella tierra andina, jugando dominó, casino, rocambor, chismeando de política y, alguna vez -humano que era-, de temas impropios para señoritas, veía caer la tarde y levantarse la noche. Regresaba entonces, sin prisa, a la Pensión Colonial, tomaba su sopa y su puchero a solas en su habitación, escuchaba algún programa de radio y se dormía en paz con su conciencia y con Dios.

Pero eso era antes. Hoy, don Sebastián no pone jamás los pies en la calle, nunca cambia su atuendo -que es, día y noche, un pijama color ladrillo, una bata azul, unas medias de lana y unas zapatillas de alpaca- y, desde la tragedia, no ha vuelto a pronunciar una frase. Ya no va a misa, ya no lee los diarios. Cuando está bien, los ancianos pensionistas (desde que descubrieron que todos los hombres del mundo eran sátiros, los dueños de la Pensión Colonial sólo aceptaron clientes femeninos o decrépitos, varones de apetencia sexual mermada a simple vista por enfermedades o edad) lo ven ambular como un fantasma por los oscuros y añosos aposentos, con la mirada perdida, sin afeitar y con los casposos cabellos revueltos, o lo ven sentado, columpiándose suavemente en la mecedora, mudo y pasmado, horas de horas. Ya no desayuna ni almuerza con los huéspedes, pues, sentido del ridículo que corretea a los aristócratas hasta el hospicio, don Sebastián no puede llevarse el cubierto a la boca y son su esposa e hija quienes le dan de comer. Cuando está mal, los pensionistas ya no lo ven: el noble anciano permanece en cama, su habitación clausurada con llave. Pero lo oyen; oyen sus rugidos, sus ayes, su quejumbre o sus alaridos que estremecen los vidrios. Los recién llegados a la Pensión Colonial se sorprenden, durante estas crisis, que, mientras el descendiente de conquistadores aúlla, doña Margarita y la señorita Rosa continúen barriendo, arreglando, cocinando, sirviendo y conversando como si nada ocurriera. Piensan que son desamoradas, de corazón glacial, indiferentes al sufrimiento del esposo y padre. A los impertinentes que, señalando la puerta cerrada, se atreven a preguntar: "¿don Sebastián se siente mal?", la señora Margarita les responde con mala voluntad: "No tiene nada, se está acordando de un susto, ya le va a pasar". Y, en efecto, a los dos o tres días, termina la crisis y don Sebastián emerge a los pasillos y aposentos de la Pensión Bayer, pálido y flaco entre las telarañas y con una mueca de terror.

¿Qué tragedia fue ésa? ¿Dónde, cuándo, cómo ocurrió?

Todo comenzó con la llegada a la Pensión Colonial, veinte años atrás, de un joven de ojos tristes que vestía el hábito del Señor de los Milagros. Era agente viajero, arequipeño, padecía de estreñimiento crónico, tenía nombre de profeta y apellido de pescado -Ezequiel Delfín- y pese a su juventud fue admitido como pensionista porque su físico espiritual (flacura extrema, palidez intensa, huesos finos) y su religiosidad manifiesta -además de corbata, pañuelito y brazalete morados, escondía una Biblia en su equipaje y un escapulario asomaba entre los pliegues de su ropa- parecían una garantía contra cualquier tentativa de mancillamiento de la púber.

Y, en efecto, al principio, el joven Ezequiel Delfín sólo trajo contento a la familia Bergua. Era inapetente y educado, pagaba sus cuentas con puntualidad, y tenía gestos simpáticos como aparecer de cuando en cuando con unas violetas para doña Margarita, un clavel para el ojal de don Sebastián y regalar unas partituras y un metrónomo a Rosa en su cumpleaños. Su timidez, que no le permitía dirigir la palabra a nadie si no se la dirigían a él antes, y, en estos casos, hablar siempre en voz baja y con los ojos en el suelo, jamás en la cara de su interlocutor, y su corrección de maneras y de vocabulario cayeron muy en gracia a los Bergua, que pronto tomaron afecto al huésped, y, tal vez, en el fondo de sus corazones, familia ganada por la vida a la filosofía del mal menor, comenzaron a acariciar el proyecto de, con el tiempo, promoverlo a yerno.

Don Sebastián, en especial, se encariñó mucho con éclass="underline" ¿engreía tal vez en el delicado viajante a ese hijo que la diligente cojita no le había sabido dar? Una tarde de diciembre lo llevó paseando hasta la Ermita de Santa Rosa de Lima, donde lo vio tirar una dorada moneda al pozo y pedir una secreta gracia, y cierto domingo de ardiente verano le convidó una raspadilla de cítricos en los portales de la Plaza San Martín. El muchacho le parecía elegante, por lo callado y melancólico. ¿Tenía alguna misteriosa enfermedad del alma o del cuerpo que lo devoraba, alguna irrestañable herida de amor? Ezequiel Delfín era una tumba y, cuando, alguna vez, con las debidas precauciones, los Bergua se habían ofrecido como paño de lágrimas y le habían preguntado por qué, siendo tan joven, estaba siempre solo, por qué jamás iba a una fiesta, a un cine, por qué no se reía, por qué suspiraba tanto con la mirada perdida en el vacío, él se limitaba a ruborizarse y, balbuceando una disculpa, corría a encerrarse en el baño donde pasaba a veces horas con el pretexto de la constipación. Iba y venía de sus viajes de trabajo como una verdadera esfinge -la familia nunca pudo enterarse siquiera a qué industria servía, qué vendía- y aquí, en Lima, cuando no trabajaba, permanecía encerrado en su cuarto, ¿rezando su Biblia o dedicado a la meditación? Celestinescos y compadecidos, doña Margarita y don Sebastián lo animaban a que asistiera a los ejercicios de piano de Rosita 'para que se distrajera', y él obedecía: inmóvil y atento en un rincón de la sala, escuchaba, y, al final, aplaudía con urbanidad. Muchas veces acompañó a don Sebastián a sus misas matutinas, y la Semana Santa de ese año hizo el recorrido de las Estaciones con los Bergua. Para entonces ya parecía miembro de la familia.