Fue por eso que el día en que Ezequiel, recién regresado de un viaje al Norte, rompió súbitamente a sollozar en medio del almuerzo, haciendo dar un respingo a los demás pensionistas -un juez de paz ancashino, un párroco de Cajatambo y dos chicas de Huánuco, estudiantes de enfermería- y volcado en la mesa la magra ración de lentejas que le acababan de servir, los Bergua se alarmaron mucho. Entre los tres lo acompañaron a su cuarto, don Sebastián le prestó su pañuelo, doña Margarita le preparó una infusión de yerbaluisa y menta y Rosa le abrigó los pies con una manta. Ezequiel Delfín se serenó al cabo de unos minutos, pidió disculpas por 'su debilidad', explicó que estaba últimamente muy nervioso, que, no sabía por qué pero con mucha frecuencia, a cualquier hora y en cualquier sitio, se le escapaban las lágrimas. Avergonzado, casi sin voz, les reveló que en las noches tenía accesos de terror: permanecía hasta el amanecer encogido y desvelado, sudando frío, pensando en aparecidos, y compadeciéndose a sí mismo de su soledad. Su confesión hizo lagrimear a Rosa y santiguarse a la cojita. Don Sebastián se ofreció él mismo a dormir en el cuarto para inspirar confianza y alivio al asustado. Éste, en agradecimiento, le besó las manos.
Una cama fue arrastrada al cuarto y diligentemente aliñada por doña Margarita y su hija. Don Sebastián estaba en ese tiempo en la flor de la edad, la cincuentena, y acostumbraba, antes de meterse a la cama, hacer medio centenar de abdominales (hacía sus ejercicios al acostarse y no al despertar para distinguirse también en eso del vulgo), pero esa noche, para no turbar a Ezequiel, se abstuvo. El nervioso se había acostado temprano, después de cenar un cariñoso caldito de menudencias, y asegurar que la compañía de don Sebastián lo había serenado de antemano y que estaba seguro de dormir como una marmota.
Nunca más se borrarían de la memoria del gentilhombre ayacuchano los pormenores de esa noche: en la vigilia y en el sueño lo acosarían hasta el final de sus días y, quién sabe, a lo mejor lo seguirían persiguiendo en su próximo estadio vital. Había apagado la luz temprano, había sentido en la cama vecina la respiración pausada del sensible y pensado, satisfecho: "Se ha dormido". Sentía que también lo iba ganando el sueño y había oído las campanas de la Catedral y la lejana carcajada de un borracho. Luego se durmió y plácidamente soñó el más grato y reconfortante de los sueños: en un castillo puntiagudo, arborescente de escudos, pergaminos, flores heráldicas y árboles genealógicos que seguían la pista de sus antepasados hasta Adán, el Señor de Ayacucho (¡era él!) recibía cuantioso tributo y fervorosa pleitesía de muchedumbres de indios piojosos, que engordaban simultáneamente sus arcas y su vanidad.
De pronto, ¿habían pasado quince minutos o tres horas?, algo que podía ser un ruido, un presentimiento, el traspiés de un espíritu, lo despertó. Alcanzó a divisar, en la oscuridad apenas aliviada por una hebra de luz callejera que dividía la cortina, una silueta que desde la cama contigua se alzaba y silenciosamente flotaba hacia la puerta. Semiaturdido por el sueño, supuso que el joven estreñido iba al excusado a pujar, o que había vuelto a sentirse mal, y a media voz preguntó: "¿Ezequiel, está usted bien?". En vez de una respuesta, oyó, clarísimo, el pestillo de la puerta (que estaba aherrumbrada y chirriaba). No comprendió, se incorporó algo en la cama y, ligeramente sobresaltado, volvió a preguntar: "¿Le pasa algo, Ezequiel, puedo ayudarlo?". Sintió entonces que el joven, hombres-gatos tan elásticos que parecen ubicuos, había regresado y estaba ahora allí, de pie junto a su lecho, obstruyendo el rayito de luz de la ventana. "Pero, contésteme, Ezequiel, qué le ocurre", murmuró, buscando a tientas el interruptor de la lamparilla. En ese instante recibió la primera cuchillada, la más profunda y hurgadora, la que se hundió en su plexo como si fuera mantequilla y le trepanó una clavícula. Él estaba seguro de haber gritado, pedido socorro a voces, y, mientras trataba de defenderse, de desenredarse de las sábanas que se le enroscaban en los pies, se sentía sorprendido de que ni su mujer ni su hija ni los otros pensionistas acudieran. Pero, en la realidad, nadie oyó nada. Más tarde, mientras la policía y el juez reconstruían la carnicería, todos se habían asombrado de que no hubiera podido desarmar al criminal, siendo él un robusto y Ezequiel un enclenque. No podían saber que, en las tinieblas ensangrentadas, el propagandista médico parecía poseído de una fuerza sobrenaturaclass="underline" don Sebastián sólo atinaba a dar gritos imaginarios y a tratar de adivinar la travesía de la siguiente cuchillada para atajarla con las manos.
Recibió entre catorce o quince (los médicos pensaban que la boca abierta en la nalga siniestra podían ser, coincidencias portentosas que encanecen a un hombre en una noche y hacen creer en Dios, dos cuchilladas en el mismo sitio), equitativamente distribuidas a lo largo y ancho de su cuerpo, con excepción de su cara, la que -¿milagro del Señor de Limpias como pensaba doña Margarita o de Santa Rosa como decía su tocaya?- no recibió ni un rasguño. El cuchillo, se averiguó después, era de la familia Bergua, filuda hoja de quince centímetros que había desaparecido misteriosamente de la cocina hacía una semana y que dejó el cuerpo del hombre de Ayacucho más cicatrizado y comido que el de un espadachín.
¿A qué se debió que no muriera? A la casualidad, a la misericordia de Dios y (sobre todo) a una cuasi tragedia mayor. Nadie había oído, don Sebastián con catorce -¿quince?- puñaladas en el cuerpo acababa de perder el sentido y se desaguaba en la oscuridad, el impulsivo podía haber ganado la calle y desaparecido para siempre. Pero, como a tantos famosos de la Historia, lo perdió un capricho extravagante. Concluida la resistencia de su víctima, Ezequiel Delfín soltó el cuchillo y en vez de vestirse se desvistió. Desnudo como había venido al mundo, abrió la puerta, cruzó el pasillo, se presentó en el cuarto de doña Margarita Bergua y, sin más explicaciones., se lanzó sobre la cama con la inequívoca intención de fornicarla. ¿Por qué a ella? ¿Por qué pretender estuprar a una dama, de abolengo, sí, pero cincuentona y piernicorta, menuda, amorfa y, en suma, para cualquier estética conocida, fea sin atenuantes ni remedio? ¿Por qué no haber intentado, más bien, coger el fruto prohibido de la pianista adolescente, que, además de ser virgen, tenía el aliento fuerte, las grenchas negrísimas y la piel alabastrina?.¿Por qué no haber intentado transgredir el serrallo secreto de las enfermeras huanuqueñas, que eran veinteañeras y, probablemente, de carnes prietas y gustosas? Fueron estas humillantes consideraciones las que llevaron al Poder Judicial a aceptar la tesis de la defensa según la cual Ezequiel Delfín estaba trastornado y a mandarlo al Larco Herrera en vez de encerrarlo en la cárcel.
Al recibir la inesperada y galante visita del joven, la señora Margarita Bergua comprendió que algo gravísimo ocurría. Era una mujer realista y no se hacía ilusiones sobre sus encantos: "a mí no vienen a violarme ni en sueños, ahí mismo supe que el calato era demente o criminal ", declaró. Se defendió, pues, como una leona embravecida -en su testimonio juró por la Virgen que el fogoso no había conseguido infligirle ni un ósculo- y, además de impedir el ultraje a su honor, salvó la vida a su marido. Al mismo tiempo que, a rasguños, mordiscos, codazos, rodillazos, mantenía a raya al degenerado, daba gritos (ella sí) que despertaron a su hija y a los otros inquilinos. Entre Rosa, el juez ancashino, el párroco de Cajatambo y las enfermeras huanuqueñas redujeron al exhibicionista, lo amarraron y todos juntos corrieron en busca de don Sebastián: ¿vivía?