Выбрать главу

Les tomó cerca de una hora conseguir una ambulancia que lo llevara al Hospital Arzobispo Loayza, y cerca de tres que viniera la policía a salvar a Lucho Abril Marroquín de las uñas de la joven pianista, quien, fuera de sí (¿por las heridas infligidas a su padre?, ¿por la ofensa a su madre?, ¿tal vez, alma humana de turbia pulpa y ponzoñosas esquinas, por el desaire hecho a ella?), pretendía sacarle los ojos y beberse su sangre. El joven propagandista médico, en la policía, recobrando su tradicional suavidad de gestos y de voz, ruborizándose al hablar de puro tímido, negó firmemente la evidencia. La familia Bergua y los pensionistas lo calumniaban: jamás había agredido a nadie, nunca había pretendido violentar a una mujer y muchísimo menos a una lisiada como Margarita Bergua, dama que, por sus bondades y consideraciones, era -después, claro está, de su esposa, esa muchacha de ojos italianos y codos y rodillas musicales que venía del país del canto y del amor- la persona que más respetaba y quería en este mundo. Su serenidad, su urbanidad, su mansedumbre, las magníficas referencias que dieron de él sus jefes y compañeros de los Laboratorios Bayer, la albura de su registro policial, hicieron vacilar a los custodios del orden. ¿Cabía, magia insondable de las apariencias tramposas, que todo fuera una conjuración de la mujer e hija de la víctima y de los pensionistas contra este mozo delicado? El cuarto poder del Estado vio esta tesis con simpatía y la auspició.

Para dificultar las cosas y mantener el suspenso en la ciudad, el objeto del delito, don Sebastián Bergua, no podía aclarar las dudas, pues se debatía entre la vida y la muerte en el popular nosocomio de la avenida Alfonso Ugarte. Recibía caudalosas transfusiones de sangre, que pusieron al borde de la tuberculosis a muchos comprovincianos del Club Tambo-Ayacucho, quienes, apenas enterados de la tragedia, habían corrido a ofrecerse como donantes, y estas transferencias, más los sueros, las costuras, las desinfecciones, los vendajes, las enfermeras que se turnaban a su cabecera, los facultativos que soldaron sus huesos, reconstruyeron sus órganos y apaciguaron sus nervios, devoraron en unas cuantas semanas las ya mermadas (por la inflación y el galopante costo de la vida) rentas de la familia. Ésta debió malbaratar sus bonos, recortar y alquilar a pedazos su propiedad y arrinconarse en ese segundo piso donde ahora vegetaba.

Don Sebastián salvó, sí, pero su recuperación, en un principio, no pareció ser suficiente para zanjar las dudas policiales. Por efecto de las cuchilladas, del susto sufrido, o de la deshonra moral de su mujer, quedó mudo (y hasta se murmuraba que tonto). Era incapaz de pronunciar palabra, miraba todo y a todos con letárgica inexpresividad de tortuga, y tampoco los dedos le obedecían pues ni siquiera pudo (¿quiso?) contestar por escrito las preguntas que se le hicieron en el juicio del desatinado.

El proceso alcanzó proporciones mayúsculas y la Ciudad de los Reyes permaneció en vilo mientras duraron las audiencias. Lima, el Perú, ¿la América mestiza toda?, siguieron con apasionamiento las discusiones forenses, las réplicas y contrarréplicas de los peritos, los alegatos del fiscal y del abogado defensor, un famoso jurisconsulto venido especialmente desde Roma, la ciudad-mármol, a defender a Lucho Abril Marroquín, por ser éste esposo de una italianita que, además de compatriota suya, era su hija.

El país se dividió en dos bandos. Los convencidos de la inocencia del propagandista médico -los diarios todos- sostenían que don Sebastián había estado a punto de ser víctima de su esposa y de su vástaga, coludidas con el juez ancashino, el curita de Cajatambo y las enfermeras huanuqueñas, sin duda con fines de herencia y lucro. El jurisconsulto romano defendió imperialmente esta tesis asegurando que, advertidos de la demencia apacible de Lucho Abril Marroquín, familia y pensionistas se habían conjurado para endosarle el crimen (¿o inducirlo tal vez a cometerlo?). Y fue acumulando argumentos que los órganos de prensa magnificaban, aplaudían y consagraban como demostrados: ¿alguien en su sano juicio podía creer que un hombre recibe catorce y tal vez quince cuchilladas en respetuoso silencio? ¿Y si, como era lógico, don Sebastián Bergua había aullado de dolor, alguien en su sano juicio podía creer que ni la esposa, ni la hija, ni el juez, ni el cura, ni las enfermeras escucharan esos gritos, siendo las paredes de la Pensión Colonial tabiques de caña y barro que dejaban pasar el zumbido de las moscas y las pisadas de un alacrán? ¿Y cómo era posible que siendo, las pensionistas de Huánuco, estudiantes de enfermería de notas altas, no hubieran atinado a prestar al herido los primeros auxilios, esperando impávidas, mientras el gentilhombre se desangraba, que llegara la ambulancia? ¿Y cómo era posible que en ninguna de las seis personas adultas, viendo que la ambulancia tardaba, hubiera germinado la idea, elemental incluso para un oligofrénico, de buscar un taxi, habiendo un paradero de taxis en la misma esquina de la Pensión Colonial? ¿No era todo eso extraño, tortuoso, indicador?

A los tres meses de permanecer retenido en Lima, al curita de Cajatambo, que había venido a la capital sólo por cuatro días a gestionar un nuevo Cristo para la iglesia de su pueblo porque al anterior los palomillas lo habían decapitado a hondazos, convulso ante la perspectiva de ser condenado por intento de homicidio y pasar el resto de sus días en la cárcel, le estalló el corazón y murió. Su muerte electrizó a la opinión y tuvo un efecto devastador para la defensa; los diarios, ahora, volvieron la espalda al jurisconsulto importado, lo acusaron de casuístico, operático, colonialista y peregrino, y de haber causado por sus insinuaciones sibilinas y anti-cristianas la muerte de un buen pastor, y los jueces, docilidad de cañaverales que bailan con los vientos periodísticos, lo desaforaron por extranjero, lo privaron del derecho de alegar ante los Tribunales, y, en un fallo que los diarios celebraron con trinos nacionalistas, lo devolvieron indeseablemente a Italia.

La muerte del curita cajatambino salvó a la madre y a la hija y a los inquilinos de una probable condena por semi-homicidio y encubrimiento criminal. Al compás de la prensa y la opinión, el fiscal tornó a simpatizar con las Bergua y aceptó, como al principio, su versión de los acontecimientos. El nuevo abogado de Lucho Abril Marroquín, un jurista nativo, cambió radicalmente de estrategia: reconoció que su defendido había cometido los delitos, pero alegó su irresponsabilidad total, por causa de paropsia y raquitismo anímicos, combinados con esquizofrenia y otras veleidades en el dominio de la patología mental que destacados psiquiatras corroboraron en amenas deposiciones. Allí se argumentó, como prueba definitiva de desquicio, que el inculpado, entre las cuatro mujeres de la Pensión Colonial, hubiera elegido a la más anciana y la única coja. Durante el último alegato del fiscal, clímax dramático que diviniza a los actores y escalofría al público, don Sebastián, que hasta entonces había permanecido silente y legañoso en una silla, como si el juicio no le concerniera, levantó despacio una mano y con los ojos enrojecidos por el esfuerzo, la cólera o la humillación, señaló fijamente, durante un minuto verificado por cronómetro (un periodista dixit) a Lucho Abril Marroquín. El gesto fue reputado tan extraordinario como si la estatua ecuestre de Simón Bolívar se hubiera puesto efectivamente a cabalgar… La Corte aceptó todas las tesis del fiscal y Lucho Abril Marroquín fue encerrado en el manicomio.

La familia Bergua no levantó cabeza más. Comenzó su desmoronamiento material y moral. Arruinados por clínicas y leguleyos, debieron renunciar a las clases de piano (y por lo tanto a la ambición de convertir a Rosa en artista mundial) y reducir su nivel de vida a extremos que lindaban con las malas costumbres del ayuno y la suciedad. La vieja casona envejeció aún más y el polvo fue impregnándola y las telarañas invadiéndola y las polillas comiéndola; su clientela disminuyó y fue bajando de categoría hasta llegar a la sirvienta y el cargador. Tocó fondo el día en que un mendigo vino a golpear la puerta y preguntó, terriblemente: "¿Es aquí el Dormidero Colonial?".