– ¿Y qué van a hacer para salvarme? -pregunté, todavía sin demasiado susto.
– Escribirle a tus papás -me contestó la flaca Nancy-. Ya lo hicieron. Los tíos mayores: el tío Jorge y el tío Lucho.
Mis padres vivían en Estados Unidos y mi padre era un hombre severo al que yo le tenía mucho miedo. Me había criado lejos de él, con mi madre y mi familia materna, y cuando mis padres se reconciliaron y fui a vivir con él nos llevamos siempre mal. Era conservador y autoritario, de cóleras frías, y, si era verdad que le habían escrito, la noticia le iba a hacer el efecto de una bomba y su reacción sería violenta. La tía Julia me cogió la mano por debajo de la mesa:
– Te has puesto pálido, Varguitas. Ahora sí que tienes tema para un buen cuento.
– Lo mejor es conservar la cabeza en su sitio y el pulso firme -me dio ánimos Javier-. No te asustes y planeemos una buena estrategia para hacer frente al bolondrón.
– Contigo también están furiosos -le advirtió Nancy-. También te creen esa palabrita fea.
– ¿Alcahuete? -sonrió la tía Julia. Y, volviéndose a mí, se puso triste:- Lo que me importa es que van a separarnos y no te podré ver nunca más.
– Eso es huachafo y no se puede decir de ese modo -le expliqué.
– Qué bien han disimulado -dijo la tía Julia-. Ni mi hermana, ni mi cuñado, ninguno de tus parientes me hicieron sospechar que sabían y que me detestaban. Siempre tan cariñosos conmigo esos hipócritas.
– Por lo pronto, tienen que dejar de verse -dijo Javier-. Que Julita salga con galanes, tú invita a otras chicas. Que la familia crea que se han peleado.
Alicaídos, la tía Julia y yo convinimos en que era la única solución. Pero, cuando la flaca Nancy se fue -le juramos que nunca la traicionaríamos- y Javier partió tras ella, y la tía Julia me acompañó hasta Panamericana, ambos, sin necesidad de decirlo, mientras bajábamos cabizbajos y de la mano por la calle Belén, húmeda de garúa, sabíamos que esa estrategia podía convertir la mentira en verdad. Si no nos veíamos, si cada uno salía por su lado, lo nuestro, tarde o temprano, se terminaría. Quedamos en hablar por teléfono todos los días, a horas precisas, y nos despedimos besándonos largamente en la boca.
En el tembleque ascensor, mientras subía a mi altillo, sentí, como otras veces, unos inexplicables deseos de contarle mis miserias a Pedro Camacho. Fue como una premonición, pues en la oficina me estaban esperando, enfrascados en una animada conversación con el Gran Pablito, mientras Pascual insuflaba catástrofes al boletín (nunca respetó mi prohibición de incluir muertos, por supuesto), los principales colaboradores del escriba boliviano: Luciano Pando, Josefina Sánchez y Batán. Esperaron dócilmente que echara una mano a Pascual con las últimas noticias y cuando éste y el Gran Pablito nos dieron las buenas noches, y quedamos los cuatro solos en el altillo, se miraron, incómodos, antes de hablar.
El asunto, no cabía duda, era el artista.
– Es usted su mejor amigo y por eso hemos venido -murmuró Luciano Pando. Era un hombrecito torcido; sesentón, con los ojos disparados en direcciones opuestas, que llevaba invierno y verano, día y noche, una bufanda grasienta. Sólo le conocía ese terno marrón a rayitas azules que era ya una ruina de tantas lavadas y planchadas. Su zapato derecho tenía una cicatriz en el empeine por donde asomaba la media-. Se trata de algo delicadísimo. Ya se puede imaginar…
– La verdad, no, don Luciano -le dije-. ¿Se refiere a Pedro Camacho? Bueno, somos amigos, sí, aunque usted ya sabe, es una persona a quien uno nunca acaba de conocer. ¿Le pasa algo?
Asintió, pero permaneció mudo, mirándose los zapatos, como si lo abrumara lo que iba a decir. Interrogué con los ojos a su compañera, a Batán, que estaban serios e inmóviles.
– Hacemos esto por cariño y agradecimiento -trinó, con su bellísima voz de terciopelo, Josefina Sánchez-. Porque nadie puede saber, joven, lo que debemos a Pedro Camacho quienes trabajamos en este oficio tan mal pagado.
– Siempre fuimos la quinta rueda del coche, nadie daba medio por nosotros, vivíamos tan acomplejados que nos creíamos una basura -dijo Batán, tan conmovido que me imaginé de pronto un accidente-. Gracias a él descubrimos nuestro oficio, aprendimos que era artístico.
– Pero están hablando como si se hubiera muerto -les dije.
– Porque ¿qué haría la gente sin nosotros? -citó Josefina Sánchez, sin oírme, a su ídolo-. ¿Quiénes les dan las ilusiones y las emociones que los ayudan a vivir?
Era una mujer a la que le habían dado esa hermosa voz para indemnizarla de algún modo por la aglomeración de equivocaciones que era su cuerpo. Resultaba imposible adivinar su edad, aunque tenía que haber dejado atrás el medio siglo. Morena, se oxigenaba los pelos, que sobresalían, amarillos paja, de un turbante granate y se le chorreaban sobre las orejas, sin llegar desgraciadamente a ocultarlas, pues eran enormes, muy abiertas y como ávidamente proyectadas sobre los ruidos del mundo. Pero lo más llamativo de ella era su papada, una bolsa de pellejos que caía sobre sus blusas multicolores. Tenía un bozo espeso que hubiera podido llamarse bigote y cultivaba la atroz costumbre de sobárselo al hablar. Se fajaba las piernas con unas medias elásticas de futbolista, porque sufría de várices. En cualquier otro momento, su visita me habría llenado de curiosidad. Pero esa noche estaba demasiado preocupado por mis propios problemas.
– Claro que sé lo que le deben todos a Pedro Camacho -dije, con impaciencia-. Por algo son sus radioteatros los más populares del país.
Los vi cambiar una mirada, darse ánimos.
– Precisamente -dijo por fin Luciano Pando, ansioso y apenado-. Al principio, no le dimos importancia. Pensamos que eran descuidos, voladuras que le ocurren a cualquiera. Tanto más a alguien que trabaja de sol a sol.
– ¿Pero qué es lo que le pasa a Pedro Camacho? -lo interrumpí-. No entiendo nada, don Luciano.
– Los radioteatros, joven -murmuró Josefina Sánchez, como si cometiera un sacrilegio-. Se están volviendo cada vez más raros.
– Los actores y los técnicos nos turnamos para contestar el teléfono de Radio Central y hacer de parachoques a las protestas de los oyentes -encadenó Batán; tenía los pelos de puercoespín lucientes, como si se hubiera echado brillantina; llevaba, igual que siempre, un overol de cargador y los zapatos sin cordones y parecía a punto de llorar-. Para que los Genaros no lo boten, señor.
– Usted sabe de sobra que él no tiene medio y vive también a tres dobles y un repique -añadió Luciano Pando-. ¿Qué sería de él si lo botan? ¡Se moriría de hambre!
– ¿Y de nosotros? -dijo soberbiamente Josefina Sánchez-. ¿Qué sería de nosotros, sin él?
Empezaron a disputarse la palabra, a contármelo todo con lujo de detalles. Las incongruencias (las "metidas de pata" decía Luciano Pando) habían comenzado hacía cerca de dos meses, pero al principio eran tan insignificantes que probablemente sólo los actores las advirtieron. No le habían dicho una palabra a Pedro Camacho porque, conociendo su carácter, nadie se atrevía, y, además, durante un buen tiempo se preguntaron si no eran astucias deliberadas. Pero en las tres últimas semanas las cosas se habían agravado muchísimo.
– Lo cierto es que se han vuelto una mescolanza, joven -dijo Josefina Sánchez, desolada-. Se enredan unos con otros y nosotros mismos ya no somos capaces de desenredarlos.