Выбрать главу

– Hipólito Lituma siempre fue un sargento, terror del crimen en el Callao, en el radioteatro de las diez -dijo, con la voz demudada, Luciano Pando-. Pero hace tres días resulta ser el nombre del juez del de las cuatro. Y el juez se llamaba Pedro Barreda. Por ejemplo.

– Y ahora don Pedro Barreda habla de cazar ratas, porque se comieron a su hijita -se le llenaron los ojos de lágrimas a Josefina Sánchez-. Y a quien se comieron fue a la de don Federico Téllez Unzátegui.

– Imagínese los ratos que pasamos en las grabaciones -balbuceó Batán- son disparates.

– Y no hay manera de arreglar las confusiones -susurró Josefina Sánchez-. Porque ya ha visto cómo controla el señor Camacho los programas. No permite que se cambie ni una coma. Si no, le dan unos colerones terribles.

– Está cansado, ésa es la explicación -dijo Luciano Pando, moviendo la cabeza con pesadumbre-. No se puede trabajar veinte horas diarias sin que a uno se le mezclen las ideas. Necesita unas vacaciones, para volver a ser el que era.

– Usted se lleva bien con los Genaros -dijo Josefina Sánchez-. ¿No podría hablarles? Decirles solamente que está cansado, que le den unas semanitas para reponerse.

– Lo más difícil será convencerlo a él que las tome -dijo Luciano Pando-. Pero las cosas no pueden seguir como van. Terminarían por despedirlo.

– La gente llama todo el tiempo a la Radio -dijo Batán-. Hay que hacer milagros para despistarlos. Y el otro día ya salió algo en "La Crónica".

No les dije que Genaro-papá ya sabía y que me había encomendado una gestión con Pedro Camacho. Acordamos que yo sondearía a Genaro-hijo, y que, según como fuera su reacción, decidiríamos si era aconsejable que ellos mismos vinieran, en nombre de todos sus compañeros, a tomar la defensa del escriba. Les agradecí la confianza y traté de darles un poco de optimismo: Genaro-hijo era más moderno y comprensivo que Genaro-papá y seguramente se dejaría convencer y le daría esas vacaciones. Seguimos hablando, mientras apagaba las luces y cerraba el altillo. En la calle Belén nos dimos la mano. Los vi perderse en la calle vacía, feos y generosos, bajo la garúa.

Esa noche la pasé enteramente desvelado. Como de costumbre, encontré la comida servida y tapada en casa de los abuelos, pero no probé bocado (y para que la abuelita no se inquietara eché el apanado con arroz a la basura). Los viejitos estaban acostados pero despiertos y cuando entré a besarlos los escruté policialmente, tratando de descubrir en sus caras la inquietud por mis amores escandalosos. Nada, ningún signo: estaban cariñosos y solícitos y el abuelo me preguntó algo para el crucigrama. Pero me dieron la buena noticia: mi mamá había escrito que ella y mi papá vendrían a Lima de vacaciones muy pronto, ya avisarían la fecha de llegada. No pudieron enseñarme la carta, se la había llevado alguna tía. Era el resultado de las cartas delatoras, no había duda. Mi padre habría dicho: "Nos vamos al Perú a poner en orden las cosas”. Y mi madre: "¡Cómo ha podido hacer Julia una cosa así!" (La tía Julia y ella habían sido amigas, cuando mi familia vivía en Bolivia y yo no tenía aún uso de razón.)

Dormía en un cuartito pequeño, abarrotado de libros, maletas y baúles donde los abuelos guardaban sus recuerdos, muchas fotos de su extinta bonanza, cuando tenían una hacienda de algodón en Camaná, cuando el abuelo hacía de agricultor pionero en Santa Cruz de la Sierra, cuando era cónsul en Cochabamba o prefecto en Piura. Tumbado boca arriba en mi cama, en la oscuridad, pensé mucho en la tía Julia y en que, no había duda, de un modo u otro, tarde o temprano, nos iban efectivamente a separar. Me daba mucha cólera y me parecía todo estúpido y mezquino y de repente se me venía a la cabeza la imagen de Pedro Camacho. Pensaba en las llamadas telefónicas de tíos y tías y primos y primas, sobre la tía Julia y sobre mí, y empezaba a escuchar las llamadas de los oyentes desorientados con esos personajes que cambiaban de nombre y saltaban del radioteatro de las tres al de las cinco y con esos episodios que se entreveraban como una selva, y hacía esfuerzos por adivinar lo que ocurría en la intrincada cabeza del escriba, pero no me daba risa, y, al contrario, me conmovía pensar en los actores de Radio Central, conspirando con los técnicos de sonido, las secretarias, los porteros, para atajar las llamadas y salvar de la despedida al artista. Me emocionaba que Luciano Pando, Josefina Sánchez y Batán hubieran pensado que yo, la quinta rueda del coche, podía influir en los Genaros. Qué poca cosa debían sentirse, qué miserias debían ganar, para que yo les pareciera importante. A ratos tenía unos deseos incontenibles de ver, tocar, besar en ese mismo instante a la tía Julia. Así vi asomar la luz y oí ladrar a los perros de la madrugada.

Estuve en mi altillo de Panamericana más temprano que de costumbre y cuando llegaron Pascual y el Gran Pablito, a las ocho, ya tenía preparados los boletines y leídos, anotados y cuadriculados (para el plagio) todos los periódicos. Mientras hacía esas cosas, miraba el reloj. La tía Julia me llamó exactamente a la hora convenida.

– No he pegado los ojos toda la noche -me susurró con una voz que se perdía-. Te quiero mucho, Varguitas.

– Yo también, con toda mi alma -susurré, sintiendo indignación al ver que Pascual y el Gran Pablito se acercaban para oír mejor-. Tampoco he pegado los ojos, pensando en ti.

– No puedes saber cómo han estado de cariñosos mi hermana y mi cuñado -dijo la tía Julia-. Nos quedamos jugando cartas. Me cuesta saber que saben, que están conspirando.

– Pero están -le conté-. Mis padres han anunciado que vienen a Lima. La única razón es ésa. Ellos nunca viajan en esta época.

Se calló y adiviné, al otro lado de la línea, su expresión, entristecida, furiosa, decepcionada. Le volví a decir que la quería.

– Te llamo a las cuatro, como quedamos -me dijo al fin-. Estoy en el chino de la esquina y hay una cola esperando. Chaíto.

Bajé donde Genaro-hijo, pero no estaba. Le dejé dicho que tenía urgencia de hablar con él, y, por hacer algo, para llenar de algún modo el vacío que sentía, fui a la Universidad. Me tocó una clase de Derecho Penal, cuyo catedrático me había parecido siempre un personaje de cuento. Perfecta combinación de satiriasis y coprolalia, miraba a las alumnas como desnudándolas y todo le servía de pretexto para decir frases de doble sentido y obscenidades. A una chica, que le respondió bien una pregunta y que tenía el pecho plano, la felicitó, regodeando la palabra: “Es usted muy sintética, señorita”, y al comentar un artículo lanzó una perorata sobre enfermedades venéreas. En la Radio, Genaro-hijo me esperaba en su oficina:

– Supongo que no vas a pedirme aumento -me advirtió desde la puerta-. Estamos casi en quiebra.

– Quiero hablarte de Pedro Camacho -lo tranquilicé.

– ¿Sabes que ha empezado a hacer toda clase de barbaridades? -me dijo, como festejando una travesura-. Cruza tipos de un radioteatro a otro, les cambia nombres, enreda los argumentos y está convirtiendo todas las historias en una. ¿No es genial?

– Bueno, algo he oído -le dije, desconcertado por su entusiasmo-. Precisamente, anoche hablé con los actores. Están preocupados. Trabaja demasiado, piensan que le puede dar un surmenage. Perderías a la gallina de los huevos de oro. Por qué no le das unas vacaciones, para que se entone un poco.

– ¿Vacaciones a Camacho? -se espantó el empresario progresista-. ¿Él te ha pedido semejante cosa?

Le dije que no, que era una sugerencia de sus colaboradores.

Están hartos de que los haga trabajar como se pide y quieren librarse de él unos días -me explicó-. Sería demente darle vacaciones ahora. -Cogió unos papeles y los blandió con aire triunfante:- Hemos vuelto a batir el récord de sintonía este mes. O sea que la ocurrencia de cabecear las historias funciona. Mi padre estaba inquieto con esos existencialismos, pero dan resultado, ahí están los surveys. -Se volvió a reír-. Total, mientras al público le guste hay que aguantarle las excentricidades.