No insistí, para no meter la pata. Y, después de todo, ¿por qué no iba a tener razón Genaro-hijo? ¿Por qué no podían ser esas incongruencias algo perfectamente programado por el escriba boliviano? No tenía ganas de ir a la casa y decidí hacer un derroche. Convencí al cajero de la Radio que me diera un adelanto y, luego de El Panamericano, fui al cubículo de Pedro Camacho a invitarlo a almorzar. Tecleaba como un desaforado, por supuesto. Aceptó sin entusiasmo, advirtiéndome que no tenía mucho tiempo.
Fuimos a un restaurante criollo, a la espalda del Colegio de la Inmaculada, en el jirón Chancay, donde servían unos platos arequipeños, que, le dije, tal vez le recordarían los famosos picantes bolivianos. Pero el artista, fiel a su norma frugal, se contentó con un caldillo de huevos y unos frejoles colados a los que apenas probó la temperatura. No pidió dulce y protestó, con palabrejas que maravillaron a los mozos, porque no supieron prepararle su compuesto de yerbaluisa y menta.
– Estoy pasando una mala racha -le dije, apenas hubimos ordenado-. Mi familia ha descubierto mis amores con su paisana, y, como es mayor que yo y divorciada, están furiosos. Van a hacer algo para separarnos y eso me tiene amargado.
– ¿Mi paisana? -se sorprendió el escriba-. ¿Está usted en amores con una argentina, perdón, boliviana?
Le recordé que conocía a la tía Julia, que habíamos estado en su cuarto de La Tapada compartiendo su comida, y que ya antes le había contado mis problemas amorosos y que él me recetó curármelos con ciruelas en ayunas y cartas anónimas. Lo hice a propósito, insistiendo en los detalles, observándolo. Me escuchaba muy serio, sin pestañear.
– No está mal tener esas contrariedades -dijo, sorbiendo su primera cucharada de caldo-. El sufrimiento educa.
Y cambió de tema. Peroró sobre el arte de la cocina y la necesidad de ser sobrio para mantenerse espiritualmente sano. Me aseguró que el abuso de grasas, féculas y azúcares entumecía los principios morales y hacía proclives al delito y al vicio a las personas.
– Haga una estadística entre sus conocidos -me aconsejó-. Verá que los perversos se reclutan sobre todo entre los gordos. En cambio, no hay flaco de malas inclinaciones.
– A pesar de que hacía esfuerzos para disimularlo, se sentía incómodo. No hablaba con la naturalidad y convicción de otras veces, sino, era, evidente, de la boca para afuera, distraído por preocupaciones que quería ocultar. En sus ojitos saltones, había una sombra azarosa, un temor, una vergüenza y de rato en rato, se mordía los labios. Su larga cabellera hervía de caspa y, en el cuello que le bailaba dentro de la camisa, le descubrí una medallita que a veces acariciaba con dos dedos. Me explicó, mostrándomela: “Un caballero muy milagroso: el Señor de Limpias”. Su saquito negro se le resbalaba de los hombros y se lo veía pálido. Había decidido no mencionar los radioteatros, pero allí, de pronto, al ver que se había olvidado de la existencia de la tía Julia y de nuestras conversaciones sobre ella, sentí una curiosidad malsana. Habíamos terminado el caldillo de huevos, esperábamos el plato fuerte tomando chicha morada.
Esta mañana estuve hablando con Genaro-hijo de usted -le conté, en el tono más desenvuelto que pude-. Una buena noticia: según los surveys de las agencias de publicidad, sus radioteatros han vuelto a aumentar de sintonía. Los oyen hasta las piedras.
Advertí que se ponía rígido, que desviaba la vista, que comenzaba a enrollar y desenrollar la servilleta, muy deprisa, pestañeando seguido. Dudé sobre si continuar o cambiar de tema, pero la curiosidad fue más fuerte:
– Genaro-hijo cree que el aumento de sintonía se debe a esa idea de mezclar los personajes de un radioteatro a otro, de enlazar las historias -le dije, viendo que soltaba la servilleta, que me buscaba los ojos, que se ponía blanco-. Le parece genial.
Como no decía nada, sólo me miraba, seguí hablando, sintiendo que se me torcía la lengua. Hablé de la vanguardia, de la experimentación, cité o inventé autores que, le aseguré, eran la sensación de Europa porque hacían innovaciones parecidas a las suyas: cambiar la identidad de los personajes en el curso de la historia, simular incongruencias para mantener suspenso al lector. Habían traído los frejoles colados y empecé a comer, feliz de poder callarme y bajar los ojos para no seguir viendo el malestar del escriba boliviano. Estuvimos en silencio un buen rato, yo comiendo, él revolviendo con su tenedor el puré de frejoles, los granos de arroz.
– Me está pasando algo engorroso -le oí decir, por fin, en voz bajita, como a sí mismo-. No llevo bien la cuenta de los libretos, tengo dudas y se deslizan confusiones. -Me miró con zozobra-. Sé que es usted un joven leal, un amigo en quien se puede confiar. ¡Ni una palabra a los mercaderes!
Simulé sorpresa, lo abrumé con protestas de afecto. Era otro: atormentado, inseguro, frágil, y con un brillo de sudor en la frente verdosa. Se tocó las sienes:
– Esto es un volcán de ideas, por supuesto -afirmó-. Lo traicionero es la memoria. Eso de los nombres, quiero decir. Confidencialmente, mi amigo. Yo no los mezclo, se mezclan. Cuando me doy cuenta, es tarde. Hay que hacer malabares para volverlos a donde corresponde, para explicar sus mudanzas. Una brújula que confunde el Norte con el Sur puede ser grave, grave.
Le dije que estaba cansado, nadie podía trabajar a ese ritmo sin destruirse, que debía tomar unas vacaciones.
– ¿Vacaciones? Sólo en la tumba -me repuso, amenazante, como si lo hubiera ofendido.
Pero, un momento después, con humildad, me contó que al darse cuenta de 'los olvidos' había intentado hacer un fichero. Sólo que era imposible, no tenía tiempo, ni siquiera para consultar los programas radiados: todas sus horas estaban tomadas en la producción de nuevos libretos. “Si paro, el mundo se vendría abajo”, murmuró. ¿Y por qué no lo podían ayudar sus colaboradores? ¿Por qué no acudía a ellos cuando se presentaban esas dudas?
– Eso jamás -me contestó-. Me perderían el respeto. Ellos son una materia prima, mis soldados, y si meto la pata su obligación es meterla conmigo.
Cortó abruptamente el diálogo para sermonear a los mozos por la infusión, que encontró insípida, y luego debimos volver al trote a la Radio, porque lo esperaba el radioteatro de las tres. Al despedirnos, le dije que haría cualquier cosa por ayudarlo.
– Lo único que le pido es silencio -me dijo. Y, con su sonrisita helada, añadió:- No se preocupe: a grandes males, grandes remedios.
En mi altillo, revisé los periódicos de la tarde, señalé las noticias, concerté una entrevista para las seis con un neurocirujano historicista que había cometido una trepanación de cráneo con instrumentos incaicos que le prestó el Museo de Antropología. A las tres y media, comencé a mirar el reloj y el teléfono, alternativamente. La tía Julia telefoneó a las cuatro en punto. Pascual y el Gran Pablito no habían llegado.
– Mi hermana me habló a la hora del almuerzo -me dijo, con voz lúgubre-. Que el escándalo es demasiado grande, que tus papás vienen a sacarme los ojos. Me ha pedido que regrese a Bolivia. ¿Qué puedo hacer? Tengo que irme, Varguitas.
– ¿Quieres casarte conmigo? -le pregunté.
Se rió con poca alegría.
– Te estoy hablando en serio -insistí.
– ¿Me estás pidiendo que me case contigo de veras? -volvió a reírse la tía Julia, ahora sí más divertida.
– ¿Es sí o es no? -le dije-. Apúrate, ahorita llegan Pascual y el Gran Pablito.
– ¿Me pides eso para demostrarle a tu familia que ya eres grande? -me dijo la tía Julia, con cariño.
– También por eso -reconocí.
XIV
La historia de Reverendo Padre don Seferino Huanca Leyva, ese párroco del muladar que colinda con el futbolístico barrio de la Victoria y que se llama Mendocita, comenzó medio siglo atrás, una noche de Carnavales, cuando un joven de buena familia, que gustaba darse baños de pueblo, estupró en un callejón del Chirimoyo a una jacarandosa lavandera: la Negra Teresita.