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Cuando ésta descubrió que estaba encinta y como ya tenía ocho hijos, carecía de marido y era improbable que con tantas crías algún hombre la llevara al altar, recurrió rápidamente a los servicios de doña Angélica, vieja sabia de la Plaza de la Inquisición que oficiaba de comadrona, pero era sobre todo surtidora de huéspedes al limbo (en palabras sencillas: abortera). Sin embargo, pese a los ponzoñosos cocimientos (de orines propios con ratones macerados) que doña Angélica hizo beber a la Negra Teresita, el feto del estupro, con terquedad que hacía presagiar lo que sería su carácter, se negó a desprenderse de la placenta materna, y allí siguió, enroscado como un tornillo, creciendo y formándose, hasta que, cumplidos nueve meses de los fornicatorios Carnavales, la lavandera no tuvo más remedio que parirlo.

Le pusieron Seferino para halagar a su padrino de bautizo, un portero del Congreso que llevaba ese nombre, y los dos apellidos de la madre. En su niñez, nada permitió adivinar que sería cura, porque lo que le gustaba no eran las prácticas piadosas sino bailar trompos y volar cometas. Pero siempre, aun antes de saber hablar, demostró ser persona de carácter. La lavandera Teresita practicaba una filosofía de la crianza intuitivamente inspirada en Esparta o Darwin y consistía en hacer saber a sus hijos que, si tenían interés en continuar en esta jungla, tenían que aprender a recibir y dar mordiscos, y que eso de tomar leche y comer era asunto que les concernía plenamente desde los tres años de edad, porque, lavando ropa diez horas al día y repartiéndola por todo Lima otras ocho horas, sólo lograban subsistir ella y las crías que no habían cumplido la edad mínima para bailar con su propio pañuelo.

El hijo del estupro mostró para sobrevivir la misma terquedad que para vivir había demostrado cuando estaba en la barriga: fue capaz de alimentarse tragando todas las porquerías que recogía en los tachos de basura y que disputaba a los mendigos y perros. En tanto que sus medio hermanos morían como moscas, tuberculosos o intoxicados, o, niños que llegan a adultos aquejados de raquitismo y taras psíquicas, pasaban la prueba sólo a medias, Seferino Huanca Leyva creció sano, fuerte y mentalmente pasable. Cuando la lavandera (¿aquejada de hidrofobia?) ya no pudo trabajar, fue él quien la mantuvo, y, más tarde, le costeó un entierro de primera en la Casa Guimet que el Chirimoyo celebró como el mejor de la historia del barrio (era ya entonces párroco de Mendocita).

El muchacho hizo de todo y fue precoz. Al mismo tiempo que a hablar, aprendió a pedir limosna a los transeúntes de la avenida Abancay, poniendo una cara de angelito del fango que volvía caritativas a las señoras de alcurnia. Luego, fue lustrabotas, cuidante de automóviles, vendedor de periódicos, de emoliente, de turrones, acomodador en el Estadio y ropavejero. ¿Quién hubiera dicho que esa criatura de uñas negras, pies inmundos, cabeza hirviendo de liendres, reparchado y embutido en una chompa con agujeros sería, al cabo de los años, el más controvertido curita del Perú?

Fue un misterio que aprendiera a leer, porque nunca pisó la escuela. En el Chirimoyo se decía que su padrino, el portero del Congreso, le había enseñado a deletrear el alfabeto y a formar sílabas, y que lo demás le vino, muchachos del arroyo que a base de tesón llegan al Nóbel, por esfuerzo de la voluntad. Seferino Huanca Leyva tenía doce años y recorría la ciudad pidiendo en los palacios ropa inservible y zapatos viejos (que luego vendía en las barriadas) cuando conoció a la persona que le daría los medios de ser santo: una latifundista vasca, Mayte Unzátegui, en la que era imposible discernir si era más grande la fortuna o la fe, el tamaño de sus haciendas o su devoción al Señor de Limpias. Salía de su morisca residencia de la avenida San Felipe, en Orrantia, y el chofer le abría ya la puerta del Cadillac cuando la dama percibió, plantado en medio de la calle, junto a su carreta de ropas viejas recogidas esa mañana, al producto del estupro. Su miseria supina, sus ojos inteligentes, sus rasgos de lobezno voluntarioso, le hicieron gracia. Le dijo que iría a visitarlo, a la caída del sol.

En el Chirimoyo hubo risas cuando Seferino Huanca Leyva anunció que esa tarde vendría a verlo una señora en un carrazo que manejaba un chofer uniformado de azul. Pero cuando, a las seis, el Cadillac frenó ante el callejón, y doña Mayte Unzátegui, elegante como una duquesa, ingresó en él y preguntó por Teresita, todos quedaron convencidos (y estupefactos). Doña Mayte, mujeres de negocios que tienen contado hasta el tiempo de la menstruación, directamente hizo una propuesta a la lavandera que le arrancó un alarido de felicidad. Ella costearía la educación de Seferino Huanca Leyva y daría una gratificación de diez mil soles a su madre a condición de que el muchacho fuera cura.

Fue así como el hijo del estupro resultó pupilo del Seminario Santo Toribio de Mogrovejo, en Magdalena del Mar. A diferencia de otros casos, en los que la vocación precede la acción, Seferino Huanca Leyva descubrió que había nacido para cura después de ser seminarista. Se volvió un estudiante piadoso y aprovechado, al que mimaban sus maestros y que enorgullecía a la Negra Teresita y a su protectora. Pero, al mismo tiempo que sus notas en Latín, Teología y Patrística ascendían a enhiestas cimas, y que su religiosidad se manifestaba de manera irreprochable en misas oídas, oraciones dichas y flagelaciones auto-propinadas, desde adolescente comenzaron a advertirse en él síntomas de lo que, en el futuro, cuando los grandes debates que sus audacias provocaron, sus defensores llamarían impaciencias de celo religioso, y sus detractores el mandato delictuoso y matón del Chirimoyo. Así, por ejemplo, antes de ordenarse, comenzó a propagar entre los seminaristas la tesis de que era necesario resucitar las Cruzadas, volver a luchar contra Satán no sólo con las armas femeninas de la oración y el sacrificio, sino con las viriles (y, aseguraba, más eficaces) del puño, el cabezazo y, si las circunstancias lo exigían, la chaveta y la bala.

Sus superiores, alarmados, se apresuraron a combatir estas extravagancias, pero ellas, en cambio, fueron calurosamente apoyadas por doña Mayte Unzátegui, y como la filantrópica latifundista subvenía al mantenimiento de un tercio de los seminaristas, aquéllos, razones de presupuesto que hacen de tripas corazón, debieron disimular y cerrar ojos y oídos ante las teorías de Seferino Huanca Leyva. No eran sólo teorías: las corroboraba la práctica. No había día de salida en que, al anochecer, no volviera el muchacho del Chirimoyo con algún ejemplo de lo que llamaba la prédica armada. Era, un día, que viendo en las agitadas calles de su barrio cómo un marido borracho aporreaba a su mujer, había intervenido rompiéndole las canillas a puntapiés al abusivo y dándole una conferencia sobre el comportamiento del buen esposo cristiano. Era, otro día, que habiendo sorprendido en el ómnibus de Cinco Esquinas a un carterista bisoño que pretendía desplumar a una anciana, lo había desbaratado a cabezazos (llevándolo él mismo, luego, a la Asistencia Pública, a que le suturaran la cara). Era, por fin, un día, que habiendo sorprendido, entre las crecidas yerbas del bosque de Matamula, a una pareja que se refocilaba animalmente, los había azotado a ambos hasta la sangre y hecho jurar, de rodillas, so amenaza de nuevas palizas, que irían a casarse en el término de la distancia. Pero, el broche de oro (para calificarlo de algún modo) de Seferino Huanca Leyva, en lo que se refiere a su axioma de 'la pureza, como el abecedario, con sangre entra', fue el puñetazo que descerrajó, nada menos que en la capilla del Seminario, a su tutor y maestro de Filosofía Tomista, el manso Padre Alberto de Quinteros, quien, en gesto de fraternidad o arrebato solidario, había intentado besarlo en la boca. Hombre sencillo y nada rencoroso (había ingresado al sacerdocio tarde, luego de conquistar fortuna y gloria como psicólogo con un caso célebre, la curación de un joven médico que atropelló y mató a su propia hija en las afueras de Pisco), el Reverendo Padre Quinteros, al regresar del hospital donde le soldaron la herida de la boca y le repusieron los tres dientes perdidos, se opuso a que Seferino Huanca Leyva fuera expulsado y él mismo, generosidad de los espíritus grandes que de tanto poner la otra mejilla suben póstumamente a los altares, apadrinó la Misa en la que el hijo del estupro se consagró sacerdote.