Antes de que la policía y el ejército invadieran Mendocita, con un cinematográfico despliegue de carabinas, máscaras antigases y bazookas e hicieran esa redada que tuvo encerrados muchos días a los hombres y mujeres del barrio en los cuarteles, no por lo que en realidad eran o habían sido (ladrones, chaveteros, meretrices) sino por subversivos y disolventes, y el Padre Seferino fuera llevado ante un Tribunal Militar acusado de establecer, al amparo de la sotana, una cabecera de puente para el comunismo (fue absuelto gracias a gestiones de su protectora, la millonaria Mayte Unzátegui), el experimento de las arcaicas comunas cristianas estaba ya condenado.
Condenado por la Curia, desde luego (advertencia seria doscientas treinta y tres), que lo encontró sospechoso como teoría e insensato como práctica (los hechos, ay, le dieron la razón), pero, sobre todo, por la naturaleza de los hombres y mujeres de Mendocita claramente alérgica al colectivismo, El problema número uno fueron los tráficos sexuales. Al estímulo de la oscuridad, en los dormitorios colectivos, de colchón a colchón, se producían los más ardientes tocamientos, roces seminales, frotaciones, o, directamente, estupros, sodomías, embarazos y, en consecuencia, se multiplicaron los crímenes por celos. El problema número dos fueron los robos: la convivencia, en vez de abolir el apetito de propiedad lo exacerbó hasta la locura. Los vecinos se robaban unos a otros hasta el vaho pútrido que respiraban. La cohabitación, en lugar de hermanar a las gentes de Mendocita las enemistó a muerte. Fue en este período de behetría y desquiciamiento, que la trabajadora social (¿Mayte Unzátegui?) declaró estar encinta y el ex-sargento Lituma admitió ser el padre de la criatura. Con lágrimas en los ojos, el Padre Seferino cristianizó esa unión forjada a causa de sus invenciones sociocatólicas. (Dicen que desde entonces acostumbra sollozar en las noches cantando elegías a la luna.)
Pero casi inmediatamente después debió hacer frente a una catástrofe peor que la de haber perdido a esa vasca que nunca llegó a poseer: la llegada a Mendocita de un competidor de marca, el pastor evangelista don Sebastián Bergua. Era éste un hombre todavía joven, de aspecto deportivo y fuertes bíceps, que nada más llegar hizo saber que se proponía, en un plazo de seis meses, ganar para la verdadera religión -la reformada- a todo Mendocita, incluido el párroco católico y sus tres acólitos. Don Sebastián (que había sido, antes de pastor, ¿un ginecólogo atiborrado de millones?) tenía medios para impresionar a los vecinos: se construyó para él una casita de ladrillos, dando trabajo regiamente pagado a la gente del barrio, e inició los llamados 'desayunos religiosos' a los que gratuitamente convidaba a quienes asistieran a sus pláticas sobre la Biblia y memorizaran ciertos cantos. Los mendocitas, seducidos por su elocuencia y voz de barítono o por el café con leche y el pan con chicharrón que la acompañaba, comenzaron a desertar los adobes católicos por los ladrillos evangelistas.
El Padre Seferino recurrió, naturalmente, a la prédica armada. Retó a don Sebastián Bergua a probar a puñetazos quién era el verdadero ministro de Dios. Debilitado por la sobrepráctica del Ejercicio de Onán que le había permitido resistir las provocaciones del demonio, el hombre del Chirimoyo cayó noqueado al segundo puñetazo de don Sebastián Bergua, que, durante veinte años, había hecho, una hora diaria, calistenia y boxeo (¿en el Gimnasio Remigius de San Isidro?). No fue perder dos incisivos y quedar con la nariz achatada lo que desesperó al Padre Seferino, sino la humillación de ser derrotado con sus propias armas y notar que, cada día, perdía más feligreses ante su adversario.
Pero, temerarios que crecen ante el peligro y practican lo de a gran mal peor remedio, un día misteriosamente el hombre del Chirimoyo trajo a su casucha de adobes unas latas llenas de un líquido que ocultó a las miradas de los curiosos (pero que cualquier olfato sensible hubiera reconocido como kerosene). Esa noche, cuando todos dormían, acompañado por su fiel Lituma, tapió desde afuera, con gruesas tablas y clavos obesos, las puertas y ventanas de la casa de ladrillos. Don Sebastián Bergua dormía el sueño de los justos, fantaseando en torno de un sobrino incestuoso que, arrepentido de haber afrentado a su hermana, terminaba de cura papista en una barriada de Lima: ¿Mendocita? No podía oír los martillazos de Lituma que convertían el templo evangelista en ratonera, porque la ex-comadrona doña Angélica, por órdenes del Padre Seferino, le había dado una pócima espesa y anestésica. Cuando la Misión estuvo tapiada, el hombre del Chirimoyo en persona la roció con kerosene. Luego, persignándose, encendió un fósforo y se dispuso a arrojarlo. Pero, algo lo hizo vacilar. El ex-sargento Lituma, la trabajadora social, la ex-abortera, los perros de Mendocita, lo vieron, largo y flaco bajo las estrellas, los ojos atormentados, con un fósforo entre los dedos, dudando sobre si achicharraría a su enemigo.
¿Lo haría? ¿Lanzaría el fósforo? ¿Convertiría el Padre Seferino Huanca Leyva la noche de Mendocita en crepitante infierno? ¿Arruinaría así una vida entera consagrada a la religión y el bien común? ¿O, pisoteando la llamita que le quemaba las uñas, abriría la puerta de la casa de ladrillos para, de rodillas, implorar perdón al pastor evangelista? ¿Cómo terminaría esta parábola de la barriada?
XV
La primera persona a la que hablé de mi propuesta de matrimonio a la tía Julia no fue Javier sino mi prima Nancy. La llamé, luego de la conversación telefónica con la tía Julia, y le propuse que fuéramos al cine. En realidad fuimos a El Patio, un café-bar de la calle San Martín, en Miraflores, donde solían reunirse los luchadores que Max Aguirre, el promotor del Luna Park, traía a Lima. El local -una casita de un piso, concebida como vivienda de clase media, a la que las funciones de bar notoriamente irritaban- estaba vacío, y pudimos conversar tranquilos, mientras yo tomaba la décima taza de café del día y la flaca Nancy una Coca-Cola.
Apenas nos sentamos, comencé a maquinar en qué forma podía dorarle la noticia. Pero fue ella la que se adelantó a darme novedades. La víspera había habido una reunión en casa de la tía Hortensia, a la que habían concurrido una docena de parientes, para tratar “el asunto". Allí se había decidido que el tío Lucho y la tía Olga le pidieran a la tía Julia regresar a Bolivia.
– Lo han hecho por ti -me explicó la flaca Nancy-. Parece que tu papá está hecho una fiera y ha escrito una carta terrible.
Los tíos Jorge y Lucho, que me querían tanto, estaban ahora inquietos por el castigo que podía infligirme.
Pensaban que si la tía Julia había ya partido cuando él llegara a Lima, se aplacaría y no sería tan severo.
– La verdad es que ahora esas cosas no tienen importancia -le dije, con suficiencia-. Porque le he pedido a la tía Julia que se case conmigo.
Su reacción fue llamativa y caricatural, le ocurrió algo de película. Estaba tomando un trago de Coca-Cola y se atoró. Le vino un acceso de tos francamente ofensivo y se le llenaron los ojos de lágrimas.
– Déjate de payasadas, pedazo de tonta -la reñí, muy enojado-. Necesito que me ayudes.
– No me atoré por eso sino porque el líquido se me fue por otro lado -balbuceó mi prima, secándose los ojos y todavía carraspeando. Y, unos segundos después, bajando la voz, añadió:- Pero si eres un bebe. ¿Acaso tienes plata para casarte? ¿Y tu papá? ¡Te va a matar!
Pero, instantáneamente, ganada por su terrible curiosidad, me acribilló a preguntas sobre detalles en los que yo no había tenido tiempo de pensar: ¿La Julita había aceptado? ¿Íbamos a escaparnos? ¿Quiénes iban a ser los testigos? ¿No podíamos casarnos por la Iglesia porque ella era divorciada, no es cierto? ¿Dónde íbamos a vivir?