Salí de la Municipalidad haciendo cálculos; sólo conseguir la legalización de los papeles de la tía Julia, suponiendo que los tuviera en Lima, tomaría semanas. Si no los tenía y debía pedirlos a Bolivia, a la Municipalidad y juzgado respectivos, meses. ¿Y en cuanto a mi partida de nacimiento? Yo había nacido en Arequipa y escribirle a algún pariente de allá que me la mandara tomaría también tiempo (además de ser riesgoso). Las dificultades se levantaban una tras otra, como desafíos, pero, en vez de disuadirme, reforzaban mi decisión (desde chico había sido muy porfiado). Cuando estaba a medio camino de la Radio, a la altura de "La Prensa', de pronto, en un rapto de inspiración, cambié de rumbo, y, casi a la carrera, me dirigí al Parque Universitario, donde llegué sudando. En la Secretaría de la Facultad de Derecho, la señora Riofrío, encargada de hacernos saber las notas, me recibió con su expresión maternal de siempre y escuchó llena de benevolencia la complicada historia que le conté, de trámites judiciales urgentes, de una oportunidad única de conseguir un trabajo que me ayudaría a costear mis estudios.
– Está prohibido por el reglamento -se quejó, levantando su apacible humanidad del apolillado escritorio y avanzando, conmigo al lado, hacia el archivo-. Como tengo buen corazón, ustedes abusan. Un día voy a perder mi puesto por hacer estos favores y nadie levantará un dedo por mí.
Le dije, mientras ella escarbaba los expedientes de alumnos, levantando nubecillas de polvo que nos hacían estornudar, que si algún día ocurriera eso, la Facultad se declararía en huelga. Encontró por fin mi expediente, donde, en efecto, figuraba mi partida de nacimiento y me advirtió que me la prestaba sólo media hora. Apenas necesité quince minutos para sacar dos fotocopias en una librería de la calle Azángaro y devolverle una de ellas a la señora Riofrío. Llegué a la Radio exultante, sintiéndome capaz de pulverizar a todos los dragones que me salieran al encuentro.
Estaba sentado en mi escritorio, después de redactar otros dos boletines y haber entrevistado para El Panamericano al Gaucho Guerrero (un fondista argentino, naturalizado peruano, que se pasaba la vida batiendo su propio récord; corría alrededor de una plaza, días y noches, y era capaz de comer, afeitarse, escribir y dormir mientras corría), descifrando, tras la prosa burocrática de la partida, algunos detalles de mi nacimiento -había nacido en el Bulevard Parra, mi abuelo y, mi tío Alejandro habían ido a la Alcaldía a participar mi llegada al mundo- cuando Pascual y el Gran Pablito, que entraban al altillo, me distrajeron. Venían hablando de un incendio, muertos de risa con los ayes de las víctimas al ser achicharradas. Traté de seguir leyendo la abstrusa partida, pero los comentarios de mis redactores sobre los guardias civiles de esa Comisaría del Callao rociada de gasolina por un pirómano demente, que habían perecido todos carbonizados, desde el comisario hasta el último soplón e incluso el perro mascota, me distrajeron de nuevo.
– He visto todos los periódicos y se me ha pasado, ¿dónde la han leído? -les pregunté. Y a Pascuaclass="underline" - Cuidadito con dedicar todos los boletines de hoy al incendio. -Y a los dos:- Qué tal par de sádicos.
– No es una noticia, sino el radioteatro de las once -me explicó el Gran Pablito-. La historia del sargento Lituma, el terror del hampa chalaca.
– Él también se volvió chicharrón -encadenó Pascual-. Hubiera podido salvarse, estaba saliendo a hacer su ronda, pero regresó para salvar a su capitán. Su buen corazón lo fregó.
– Al capitán no, a la perra Choclito -lo rectificó el Gran Pablito.
– Eso nunca quedó claro -dijo Pascual-. Le cayó una de las rejas del calabozo encima. Si lo hubiera visto a don Pedro Camacho mientras se quemaba. ¡Qué actorazo!
– Y qué decir de Batán -se entusiasmó el Gran Pablito, generosamente-. Si me hubieran jurado que con dos dedos se podía hacer cantar un incendio, no me lo hubiera creído. ¡Pero lo han visto estos ojos, don Mario!
Interrumpió esta charla la llegada de Javier. Fuimos a tomar el consabido café al Bransa y allí le resumí mis averiguaciones y le mostré triunfalmente mi partida de nacimiento.
– He estado pensando y tengo que decirte que es una estupidez que te cases -me soltó de entrada, un poco incómodo-. No sólo porque eres un mocoso, sino, sobre todo, por el asunto plata. Vas a tener que romperte el alma trabajando en cojudeces para poder comer.
– O sea que tú también vas a repetirme las cosas que me van a decir mi mamá y mi papá -me burlé de él-. ¿Que por casarme voy a interrumpir mis estudios de Derecho? ¿Que nunca llegaré a ser un gran jurisconsulto?
– Que por casarte no vas a tener tiempo ni de leer -me contestó Javier-. Que por casarte no llegarás nunca a ser un escritor.
– Nos vamos a pelear si sigues por ese camino -le advertí.
– Bueno, entonces me meto la lengua al bolsillo -se rió-. Ya cumplí con mi conciencia, adivinándote el porvenir. Lo cierto es que si la flaca Nancy quisiera, yo también me casaría hoy mismo. ¿Por dónde empezamos?
– Como no hay forma de que mis padres me autoricen el matrimonio o me emancipen, y como es posible que tampoco Julia tenga todos los papeles que hacen falta, la única solución es encontrar un alcalde buena gente.
– Querrás decir un alcalde corrompible -me corrigió. Me examinó como a un escarabajo:- ¿Pero a quién puedes corromper tú, muerto de hambre?
– Algún alcalde un poco despistado -insistí-. Uno al que se le pueda contar el cuento del tío.
– Bueno, pongámonos a buscar ese cacaseno descomunal capaz de casarte contra todas las leyes existentes. -Se echó a reír de nuevo-. Lástima que Julita sea divorciada, te hubieras casado por la iglesia. Eso era fácil, entre los curas abundan los cacasenos.
Javier me ponía siempre de buen ánimo y terminamos bromeando sobre mi luna de miel, sobre los honorarios que me cobraría (ayudarlo a raptar a la flaca Nancy, por supuesto), y lamentando no estar en Piura, donde, como la fuga matrimonial era costumbre tan extendida, no hubiera sido problema encontrar al cacaseno. Cuando nos despedimos, se había comprometido a buscar al alcalde desde esa misma tarde y a empeñar todos sus bienes prescindibles para contribuir a la boda.
La tía Julia debía pasar a las tres y como a las tres y media no había llegado comencé a inquietarme. A las cuatro se me atracaban los dedos en la máquina de escribir y fumaba sin parar. A las cuatro y media el Gran Pablito me preguntó si me sentía mal, porque se me veía pálido. A las cinco hice que Pascual llamara a casa del tío Lucho y preguntara por ella. No había llegado. Y tampoco había llegado media hora después, ni a las seis de la tarde ni a las siete de la noche. Luego del último boletín, en vez de bajar en la calle de los abuelos, seguí en el colectivo hasta la avenida Armendáriz y estuve merodeando por los alrededores de la casa de mis tíos, sin atreverme a tocar. Por las ventanas divisé a la tía Olga, cambiando el agua de un florero, y, poco después, al tío Lucho, que apagaba las luces del comedor. Di varias vueltas a la manzana, poseído de sentimientos encontrados: desasosiego, cólera, tristeza, ganas de abofetear a la tía Julia y de besarla. -terminaba una de esas vueltas agitadas cuando la vi bajar de un auto lujoso, con placa diplomática. Me acerqué a trancos, sintiendo que los celos y la ira me hacían temblar las piernas y decidido a darle de trompadas a mi rival, fuera quien fuera. Se trataba de un caballero canoso y había además una señora en el interior del automóvil. La tía Julia me presentó como un sobrino de su cuñado y a ellos como los embajadores de Bolivia. Sentí una sensación de ridículo y, al mismo tiempo, que me quitaban un gran peso de encima. Cuando el auto partió, cogí a la tía Julia del brazo y casi a rastras la hice cruzar la avenida y caminar hacia el Malecón.