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– Vaya, qué geniecito -la oí decir, mientras nos acercábamos al mar-. Le pusiste al pobre doctor Gumucio cara de estrangulador.

– A quien voy a estrangular es a ti -le dije-. Te estoy esperando desde las tres y son las once de la noche. ¿Te olvidaste que teníamos una cita?

– No me olvidé -me repuso, con determinación-. Te dejé plantado a propósito.

Habíamos llegado al parquecito situado frente al Seminario de los jesuitas. Estaba desierto, y, aunque no llovía, la humedad hacía brillar el pasto, los laureles, las matas de geranios. La neblina formaba unas sombrillas fantasmales en torno a los conos amarillos de los postes de luz.

– Bueno, vamos a postergar esa pelea para otro día -le dije, haciéndola sentar en el bordillo del Malecón, sobre el acantilado, de donde subía, sincrónico, profundo, el sonido del mar-. Ahora hay poco tiempo y muchos problemas. ¿Tienes aquí tu partida de nacimiento y la sentencia de tu divorcio?

– Lo que tengo aquí es mi pasaje para La Paz -me dijo, tocando su cartera-. Me voy el domingo, a las diez de la mañana. Y estoy feliz. El Perú y los peruanos ya me llegaron a la coronilla.

– Lo siento por ti, pues por ahora no hay posibilidades de que cambiemos de país -le dije, sentándome a su lado y pasándole el brazo sobre los hombros-. Pero te prometo que, algún día, nos iremos a vivir a una buhardilla de París.

Hasta ese momento, pese a las cosas agresivas que decía, había estado tranquila, ligeramente burlona, muy segura de sí misma. Pero de pronto se le dibujó en la cara un rictus amargo y habló con voz dura, sin mirarme:

– No me lo hagas más difícil, Varguitas. Me regreso a Bolivia por culpa de tus parientes, pero, también, porque lo nuestro es una estupidez. Sabes muy bien que no podemos casarnos.

– Sí podemos -le dije, besándola en la mejilla, en el cuello, apretándola con fuerza, tocándole ávidamente los pechos, buscándole la boca con mi boca-. Necesitamos un alcalde cacaseno. Javier me está ayudando. Y la flaca Nancy ya nos encontró un departamentito, en Miraflores. No hay motivo para ponerse pesimistas.

Se dejaba besar y acariciar, pero permanecía distante, muy seria. Le conté la conversación con mi prima, con Javier, mis averiguaciones en la Municipalidad, la forma como había conseguido mi partida, le dije que la quería con toda mi alma, que íbamos a casarnos aunque tuviera que matar un montón de gente. Cuando porfié con mi lengua, para que separara los dientes, se resistió, pero luego abrió la boca y pude entrar en ella y gustar su paladar, sus encías, su saliva. Sentí que el brazo libre de la tía Julia me rodeaba el cuello, que se acurrucaba contra mí, que se ponía a llorar con sollozos que estremecían su pecho. Yo la consolaba, con voz que era un susurro incoherente, sin dejar de besarla.

– Todavía eres un mocosito -la oí murmurar, entre risas y pucheros, mientras yo, sin aliento, le decía que la necesitaba, que la quería, que nunca la dejaría regresar a Bolivia, que me mataría si se iba. Por fin, volvió a hablar, en tono muy bajito, tratando de hacer una broma:- Quien con mocosos se acuesta siempre amanece mojado. ¿Has oído ese refrán?

– Es huachafo y no se puede decir -le contesté, secándole los ojos con mis labios, con las yemas de los dedos-. ¿Tienes aquí esos papeles? ¿Tu amigo el embajador los podría legalizar?

Ya estaba más repuesta. Había dejado de llorar y me miraba con ternura.

– ¿Cuánto duraría, Varguitas? -me preguntó con voz tristona-. ¿Al cuánto tiempo te cansarías? ¿Al año, a los dos, a los tres? ¿Crees que es justo que dentro de dos o tres años me largues y tenga que empezar de nuevo?

– ¿El embajador los podrá legalizar? -insistí-. Si él los legaliza por el lado boliviano, será fácil conseguir la legalización peruana. Encontraré en el Ministerio algún amigo que nos ayude.

Me quedó observando, entre compadecida y conmovida. En su cara fue apareciendo una sonrisa.

– Si me juras que me aguantarás cinco años, sin enamorarte de otra, queriéndome sólo a mí, okey -me dijo-. Por cinco años de felicidad cometo esa locura.

– ¿Tienes los papeles? -le dije, arreglándole los cabellos, besándoselos-. ¿Los legalizará el embajador?

Los tenía y conseguimos, en efecto, que la Embajada boliviana los legalizara con una buena cantidad de sellos y firmas multicolores. La operación duró apenas media hora, pues el embajador se tragó diplomáticamente el cuento de la tía Julia: necesitaba los papeles esa misma mañana, para formalizar una gestión que le permitiría sacar de Bolivia los bienes que había recibido al divorciarse. Tampoco fue difícil que el ministro de Relaciones Exteriores del Perú, a su vez, legalizara los documentos bolivianos. Me echó una mano un profesor de la Universidad, asesor de la Cancillería, a quien tuve que inventar otro embrollado radioteatro: una señora cancerosa, en estado agónico, a la que había que casar cuanto antes, con el hombre que cohabitaba hacía años, a fin de que muriera en paz con Dios.

Allí, en una habitación de añosas maderas coloniales y de jóvenes acicalados del Palacio de Torre Tagle, mientras esperaba que el funcionario, avivado por el telefonazo de mi profesor, pusiera a la partida de nacimiento y a la sentencia de divorcio de la tía Julia más sellos y recolectara las firmas correspondientes, oí hablar de una nueva catástrofe. Se trataba de un naufragio, algo casi inconcebible. Un barco italiano, atracado en un muelle del Callao, repleto de pasajeros y de visitas que los despedían, de pronto, contraviniendo todas las leyes de la física y de la razón, giraba sobre sí mismo, se volcaba sobre babor, y se hundía rápidamente en el Pacífico, muriendo, por efecto de contusiones, ahogo, o, asombrosamente, mordiscos de tiburones, toda la gente que se hallaba a bordo. Eran dos señoras, conversaban a mi lado, en espera de algún trámite. No bromeaban, se tomaban el naufragio muy en serio.

– ¿Ocurrió en un radioteatro de Pedro Camacho, no es cierto? -me entrometí.

– En el de las cuatro -asintió la mayor, una mujer huesuda y enérgica, con fuerte acento eslavo-. El de Alberto de Quinteros, el cardiólogo.

– Ese que era ginecólogo el mes pasado -metió su cuchara, sonriendo, una jovencita que escribía a máquina. Y se tocó la sien, indicando que alguien se había vuelto loco.

– ¿No oyó el programa de ayer? -se apiadó cariñosamente la acompañante de la extranjera, una señora con anteojos y entonación ultralimeña-. El doctor Quinteros se estaba yendo de vacaciones a Chile, con su esposa y su hijita Charo. ¡Y se ahogaron los tres!

– Se ahogaron todos -precisó la señora extranjera-. El sobrino Richard, y Elianita y su marido, el Pelirrojo Antúnez, el tontito, y hasta el hijito del incesto, Rubencito. Habían ido a despedirlos.

Pero lo costeante es que se ahogara el teniente Jaime Concha, que es de otro radioteatro, y que ya se había muerto en el incendio del Callao, hace tres días -volvió a intervenir, muerta de risa, la muchacha; había dejado la máquina-. Esos radioteatros se han vuelto un puro chiste, ¿no les parece?

Un jovencito acicalado, con aire de intelectual (especialidad Límites Patrios), le sonrió con benevolencia y a nosotros nos lanzó una mirada que Pedro Camacho hubiera tenido todo el derecho de llamar argentina:

– ¿No te he dicho que eso de pasar personajes de una historia a otra lo inventó Balzac? -dijo, hinchando el pecho con sabiduría. Pero sacó una conclusión que lo perdió:- Si se entera que lo está plagiando, lo manda a la cárcel.

– El chiste no es que los pase de una a otra, sino que los resucite -se defendió la muchacha-. El teniente Concha se había quemado, mientras leía un Pato Donald, ¿cómo puede ahora resultar ahogándose?

– Es un tipo sin suerte -sugirió el jovencito acicalado que traía mis papeles.