Partí feliz, con los documentos oleados y sacramentados, dejando a las dos señoras, la secretaria y los diplomáticos empeñados en una animada charla sobre el escriba boliviano. La tía Julia me estaba esperando en un café y se rió del cuento; no había vuelto a oír los programas de su compatriota.
Salvo la legalización de esos papeles, que resultó tan simple, todas las otras gestiones, en esa semana de diligencias y averiguaciones infinitas que hice, solo o acompañado por Javier, en las alcaldías de Lima, resultaron frustradoras y agobiantes. No ponía los pies en la Radio sino para El Panamericano, y dejaba todos los boletines en manos de Pascual, quien pudo ofrecer así a los radioescuchas un verdadero festín de accidentes, crímenes, asaltos, secuestros, que hizo correr por Radio Panamericana tanta sangre como la que, contiguamente, producía mi amigo Camacho en su sistemático genocidio de personajes.
Comenzaba el recorrido muy temprano. Fui al principio a las Municipalidades más raídas y alejadas del centro, la del Rímac, la del Porvenir, la de Vitarte, la de Chorrillos. Una y cincuenta veces (al principio ruborizándome, luego con desparpajo) expliqué el problema a alcaldes, teniente-alcaldes, síndicos, secretarios, porteros, portapliegos, y cada vez recibí negativas categóricas. La piedra de toque era siempre la misma: mientras no obtuviera autorización notarial de mis padres, o fuera emancipado ante el juez, no podía casarme. Luego intenté suerte en las Alcaldías de los barrios céntricos, con exclusión de Miraflores y San Isidro (donde podía haber conocidos de la familia) con idéntico resultado. Los munícipes, luego de revisar los documentos, solían hacerme bromas que eran patadas en el estómago: "¿pero cómo, quieres casarte con tu mamá?", "no seas tonto, muchacho, para qué te vas a casar, arrejúntate nomás". El único sitio donde brilló una luz de esperanza fue en la Municipalidad de Surco, donde un secretario rollizo y cejijunto nos dijo que el asunto se podía arreglar por diez mil soles, "pues había que taparle la boca a mucha gente". Intenté regatear y llegué a ofrecerle una cantidad que difícilmente hubiera podido reunir (cinco mil soles), pero el gordito, como asustado de su audacia, dio marcha atrás y terminó sacándonos de la Alcaldía.
Hablaba por teléfono con la tía Julia dos veces al día y la engañaba, todo estaba en regla, que tuviera un maletín de mano listo con las cosas indispensables, en cualquier momento le diría "ya". Pero me sentía cada vez más desmoralizado. El viernes en la noche, al regresar a casa de los abuelos, encontré un telegrama de mis padres: "Llegamos lunes, Panagra, vuelo 516".
Esa noche, después de pensar largo rato, dando vueltas en la cama, prendí la lamparita del velador y escribí en un cuaderno, donde anotaba temas para cuentos, en orden de prioridad, las cosas que haría. La primera era casarme con la tía Julia y poner a la familia ante un hecho legal consumado al que tendrían que resignarse, quisiéranlo o no. Como faltaban pocos días y la resistencia de los munícipes limeños era tan tenaz, esa primera opción se volvía cada instante más utópica. La segunda era huir con la tía Julia al extranjero. No a Bolivia; la idea de vivir en un mundo donde ella había vivido sin mí, donde tenía tantos conocidos, su mismo ex-marido, me molestaba. El país indicado era Chile. Ella podía partir a La Paz, para engañar a la familia, y yo me escaparía en ómnibus o colectivo hasta Tacna. Alguna manera habría de cruzar clandestinamente la frontera, hasta Arica, y luego seguiría por tierra hasta Santiago, donde la tía Julia vendría a reunirse conmigo o me estaría esperando. La posibilidad de viajar y vivir sin pasaporte (para sacarlo se necesitaba también autorización paterna) no me parecía imposible, y me gustaba, por su carácter novelesco. Si la familia, como era seguro, me hacía buscar, me localizaba y repatriaba, me escaparía de nuevo, todas las veces que hiciera falta, y así iría viviendo hasta alcanzar los codiciados, liberadores veintiún años. La tercera opción era matarme, dejando una carta bien escrita, para sumir a mis parientes en el remordimiento.
Al día siguiente, muy temprano, corrí a la pensión de Javier. Pasábamos revista, cada mañana, mientras él se afeitaba y duchaba, a los acontecimientos de la víspera y preparábamos el plan de acción de la jornada. Sentado sobre el excusado, viéndolo jabonarse, le leí el cuaderno donde había resumido, con comentarios marginales, las opciones de mi destino. Mientras se enjuagaba, me rogó encarecidamente que trastocara las prioridades y pusiera el suicidio a la cabeza:
– Si te matas, las porquerías que has escrito se volverán interesantes, la gente morbosa querrá leerlas y será fácil publicarlas en un libro -me convencía, a la vez que se secaba con furia-. Te volverás, aunque sea póstumamente, un escritor.
– Me vas a hacer perder el primer boletín -lo apuraba yo-. Déjate de jugar a Cantinflas que tu humor me hace maldita gracia.
– Si te matas, ya no tendría que faltar tanto a mi trabajo ni a la Universidad -continuaba Javier, mientras se vestía-. Lo ideal es que procedas hoy, esta mañana, ahorita. Así me librarías de empeñar mis cosas, que, por supuesto, terminarán rematando, porque ¿acaso me vas a pagar algún día?
Y ya en la calle, mientras trotábamos hacia el colectivo, sintiéndose un humorista eximio:
– Y, por último, si te matas, te volverás famoso, y a tu mejor amigo, tu confidente, el testigo de la tragedia, le harán reportajes y saldrá retratado en los periódicos. ¿Y tú crees que tu prima Nancy no se ablandaría con esa publicidad?
En la llamada (horriblemente) Caja de Pignoración de la Plaza de Armas, empeñamos mi máquina de escribir y su radio, mi reloj y sus lapiceros, y al final lo convencí de que también empeñara su reloj. Pese a que regateamos como lobos, sólo obtuvimos dos mil soles. Los días anteriores, sin que lo advirtieran los abuelos, yo había ido vendiendo, en los ropavejeros de la calle La Paz, ternos, zapatos, camisas, corbatas, chompas, hasta quedarme prácticamente con lo que llevaba puesto. Pero la inmolación de mi vestuario significó apenas cuatrocientos soles. En cambio, había tenido más suerte con el empresario progresista, al que, después de media hora dramática, convencí que me adelantara cuatro sueldos y me los fuera descontando a lo largo de un año. La conversación tuvo un final inesperado. Yo le juraba que ese dinero era para una operación de hernia de mi abuelita, urgentísima, y no lo conmovía. Pero, de pronto, dijo: "Bueno”. Con una sonrisa de amigo, añadió: "Confiesa que es para hacer abortar a una hembrita". Bajé los ojos y le rogué que me guardara el secreto.
Al ver mi depresión por el poco dinero conseguido con el empeño, Javier me acompañó hasta la Radio. Quedamos en pedir permiso en nuestros trabajos para ir en la tarde a Huacho. Tal vez en provincias los munícipes fueran más sentimentales. Llegué al altillo cuando sonaba el teléfono. La tía Julia estaba hecha una furia. La víspera habían llegado a casa del tío Lucho, de visita, la tía Hortensia y el tío Alejandro y no le habían contestado el saludo.
– Me miraron con un desprecio olímpico, sólo les faltó decirme pe -me contó, indignada-. Tuve que morderme para no mandarlos ya sabes adonde. Lo hice por mi hermana, pero también por nosotros, para no, complicar más las cosas. ¿Cómo va todo, Varguitas?
– El lunes, a primera hora -le aseguré-. Tienes que decir que atrasas un día el vuelo a La Paz. Tengo todo casi listo.
– No te preocupes por el alcalde cacaseno -me dijo la tía Julia-. Ya me entró la rabieta y no me importa. Aunque no lo encuentres, nos escapamos lo mismo.
– ¿Por qué no se casan en Chincha, don Mario? -le oí decir a Pascual, apenas colgué el teléfono. Al ver mi estupor, se confundió:- No es que yo sea chismoso y quiera entrometerme. Pero, claro, oyéndolos, nos enteramos de las cosas. Lo hago para ayudarlo. El alcalde de Chincha es mi primo y lo casa en un dos por tres, con o sin papeles, sea o no sea mayor de edad.