Ese mismo día quedó todo milagrosamente resuelto. Javier y Pascual partieron esa tarde a Chincha, en un colectivo, con los papeles y la consigna de dejar todo preparado para el lunes. Mientras, yo, fui con mi prima Nancy a alquilar el cuartito de la quinta miraflorina, pedí tres días de permiso en la Radio (los obtuve después de una discusión homérica con Genaro-papá, a quien temerariamente amenacé con renunciar si me los negaba) y planeé la fuga de Lima. El sábado en la noche, Javier volvió con buenas noticias. El alcalde era un tipo joven y simpático y, cuando él y Pascual le contaron la historia, se había reído y festejado el proyecto de rapto.
"Qué romántico", les había dicho. Se quedó con los papeles y les aseguró que, entre amigos, también se podía obviar el asunto de las proclamas.
El domingo previne a tía Julia, por teléfono, que había encontrado al cacaseno, que nos fugaríamos al día siguiente, a las ocho de la mañana, y que al mediodía seríamos marido y mujer.
XVI
Joaquín Hinostroza Bellmont, quien habría de estremecer los estadios, no metiendo goles ni atajando penales sino arbitrando partidos de fútbol, y cuya sed de alcohol dejaría huella y deudas en los bares de Lima, nació en una de esas residencias que los mandarines se construyeron hace treinta años, en la Perla, cuando pretendieron convertir a ese baldío en una Copacabana limeña (pretensión malograda por la humedad, que, castigo de camello que se obstina en pasar por el ojo de la aguja, devastó gargantas y bronquios de la aristocracia peruana).
Fue Joaquín hijo único de una familia que, además de adinerada, entroncaba, frondosa selva de árboles que son títulos y escudos, con marquesados de España y Francia. Pero el padre del futuro réferi y borrachín había puesto de lado los pergaminos y consagrado su vida al ideal moderno de multiplicar su fortuna en negocios que comprendían desde la fabricación de casimires hasta la introducción del ardiente cultivo de la pimienta en la Amazonía. La madre, madona linfática, esposa abnegada, había pasado su vida gastando el dinero que producía su marido en médicos y curanderos (pues padecía diversas enfermedades de alta clase social). Ambos habían tenido a Joaquín algo crecidos, después de mucho rogar a Dios que les concediera un heredero. El advenimiento constituyó una felicidad indescriptible para sus padres, quienes, desde la cuna, soñaron para él un porvenir de príncipe de la industria, rey de la agricultura, mago de la diplomacia o lucifer de la política.
¿Fue por rebelde, en insubordinación contra este destino de gloria crematística y brillo social que el niño resultó árbitro de fútbol, o más bien por insuficiencia de psicología? No, fue por genuina vocación. Tuvo, naturalmente, desde la mamadera hasta el bozo, una variopinta sucesión de institutrices, importadas de países exóticos: Francia, Inglaterra. Y en los mejores colegios de Lima fueron reclutados profesores para enseñarle los números y las letras. Todos, uno tras otro, terminaron renunciando al pingüe salario, desmoralizados e histéricos, por la indiferencia ontológica del niño ante cualquier especie de saber. A los ocho años no había aprendido a sumar y del alfabeto a duras penas memorizaba las vocales. Sólo decía monosílabos, era tranquilo, se paseaba por las habitaciones de la Perla, entre muchedumbres de juguetes adquiridos en distintos puntos del orbe para distraerlo -mecanos alemanes, trenes japoneses, rompecabezas chinos, soldaditos austriacos, triciclos norteamericanos-, con expresión de aburrimiento mortal. Lo único que parecía sacarlo, a ratos, de su sopor brahamánico, eran las figuritas de fútbol de los chocolatines Mar del Sur, que pegaba en cuadernos satinados y contemplaba, horas de horas, con curiosidad.
Aterrados ante la idea de haber procreado un fin de raza, hemofílico y tarado, que sería más tarde hazmerreír del público, los padres acudieron a la ciencia. Ilustres galenos comparecieron en la Perla. Fue el pediatra estrella de la ciudad, el doctor Alberto de Quinteros, quien desasnó luminosamente a los atormentados:
– Tiene lo que llamo mal de invernadero -les explicó-. Las flores que no viven en el jardín, entre flores e insectos, crecen mustias y su perfume es hediondo. La cárcel dorada lo está atontando. Amas y dómines deben ser despedidos y el niño matriculado en un colegio para que alterne con gente de su edad. ¡Será normal el día que un compañero le rompa la nariz!
Dispuesta a cualquier sacrificio con tal de desimbecilizarlo, la orgullosa pareja consintió en dejar que Joaquincito se zambullera en el plebeyo mundo exterior. Se escogió para él, claro está, el colegio más caro de Lima, los Padres de Santa María, y, a fin de no destruir todas las jerarquías, se le mandó hacer un uniforme de color reglamentario, pero en terciopelo.
La receta del famoso dio resultados apreciables. Es verdad que Joaquín sacaba notas extraordinariamente bajas y que, para aprobar sus exámenes, áurea codicia que produjo cismas, sus padres debían hacer donaciones (vitrales para la capilla del colegio, faldas de paño para los acólitos, pupitres robustos para la escuelita de los pobres, etcétera), pero el hecho es que el niño se volvió sociable y que a partir de entonces se le vio algunas veces contento. En esta época se manifestó el primer indicio de su genialidad (su incomprensivo padre le decía tara): un interés por el balompié. Cuando fueron informados que el niño Joaquín, apenas se calzaba los zapatos de fútbol, de anestésico y monosilábico se transformaba en un ser dinámico y gárrulo, sus padres se alegraron mucho. Y, de inmediato, adquirieron un terreno contiguo a su casa de la Perla, para construir una cancha de fútbol, de proporciones apreciables, donde Joaquincito pudiera divertirse a sus anchas.
Se vio a partir de entonces, en la neblinosa avenida de las Palmeras, de la Perla, desembarcar del ómnibus del Santa María, a la salida de clases, a veintidós alumnos -cambiaban las caras pero permanecía el número- que venían a jugar en la cancha de los Hinostroza Bellmont. La familia regalaba a los jugadores, después del partido, con un té acompañado de chocolates, gelatinas, merengues y helados. Los ricos gozaban viendo cada tarde a su hijito Joaquín jadeando feliz.
Sólo después de algunas semanas, se percató el pionero del cultivo de la pimienta en el Perú que ocurría algo extraño. Dos, tres, diez veces había encontrado a Joaquincito arbitrando el partido. Con un silbato en la boca y una gorrita para el sol, corría tras los jugadores, señalaba faltas, imponía penales. Aunque el niño no parecía acomplejado por cumplir este papel en vez de ser jugador, el millonario se enojó. ¿Los invitaba a su casa, los engordaba con dulces, les permitía codearse con su hijo de igual a igual y tenían la desfachatez de relegar a Joaquín a la mediocre función de árbitro? Estuvo a punto de abrir las jaulas de los Doberman y dar un buen susto a esos frescos. Pero se limitó a recriminarlos. Ante su sorpresa, los muchachos se declararon inocentes, juraron que Joaquín era árbitro porque le gustaba serlo y el damnificado corroboró por Dios y por su madre que era así. Unos meses después, consultando su libreta y los informes de sus mayordomos, el padre se enfrentó a este balance: en ciento treinta y dos partidos disputados en su cancha, Joaquín Hinostroza Bellmont no había sido jugador en ninguno y había arbitrado ciento treinta y dos. Cambiando una mirada, los padres subliminalmente se dijeron que algo andaba maclass="underline" ¿cómo podía ser esto la normalidad? Nuevamente, fue requerida la ciencia.
Fue el más connotado astrólogo de la ciudad, un hombre que leía las almas en las estrellas y que restañaba los espíritus de sus clientes (él hubiera preferido: 'amigos') mediante los signos del zodiaco, el profesor Lucio Acémila, quien, después de muchos horóscopos, interrogatorios a los cuerpos celestes y meditación lunar, dio el veredicto que, si no el más certero, resultó el más halagüeño para los padres.
– El niño se sabe celularmente un aristócrata, y, fiel a su origen, no tolera la idea de ser igual a los demás -les explicó, quitándose las gafas ¿para que fuera más notoria la lucecita inteligente que aparecía en sus pupilas al emitir un pronóstico?-. Prefiere ser réferi a jugador porque el que arbitra un partido es el que manda. ¿Creían ustedes que en ese rectángulo verde Joaquincito hace deporte? Error, error. Ejercita un ancestral apetito de dominación, de singularidad y jerarquía, que, sin duda, le corre por las venas.