Sollozando de felicidad, el padre sofocó a besos a su hijo, se declaró hombre bienaventurado, y agregó un cero a los honorarios, ya de por sí regios, que le había pasado el profesor Acémila. Convencido de que esa manía de arbitrar los partidos de fútbol de sus compañeros resultaba de avasalladores ímpetus de subyugación y prepotencia, que, más tarde, convertirían a su hijo en dueño del mundo (o, en el peor de los casos, del Perú), el industrial abandonó muchas tardes su múltiple oficina para, debilidades de león que lagrimea viendo a su cachorro despedazar a la primera oveja, venir a su estadio privado de la Perla a gozar paternalmente viendo a Joaquín, enfundado en el lindo uniforme que le había regalado, dando pitazos detrás de esa bastarda confusión (¿los jugadores?).
Diez años después, los confundidos padres no tuvieron más remedio que empezar a decirse que, tal vez, las profecías astrales habían pecado de optimistas. Joaquín Hinostroza Bellmont tenía ya dieciocho años y había llegado al último grado de la Secundaria varios años después que sus compañeros del comienzo y sólo gracias a la filantropía familiar. Los genes de conquistador del mundo, que, según Lucio Acémila, se camuflaban bajo el inofensivo capricho de arbitrar fútbol, no aparecían por ninguna parte, y, en cambio, terriblemente se hacía inocultable que el hijo de aristócratas era una calamidad sin remedio para todo lo que no fuera cobrar tiros libres. Su inteligencia, a juzgar por las cosas que decía, lo colocaba, darwinianamente hablando, entre el oligofrénico y el mono, y su falta de gracia, de ambiciones, de interés por todo lo que no era esa agitada actividad de réferi, hacían de él un ser profundamente soso.
Ahora, es verdad que en lo que concernía a su vicio primero (el segundo fue el alcohol) el muchacho denotaba algo que merecía llamarse talento. Su imparcialidad teratológica (¿en el espacio sagrado de la cancha y el tiempo hechicero de la competencia?) le ganó prestigio como árbitro entre alumnos y profesores del Santa María, y, también, gavilán que desde la nube divisa bajo el algarrobo la rata que será su almuerzo, su visión que le permitía infaliblemente detectar, a cualquier distancia y desde cualquier ángulo, el artero puntapié del defensa a la canilla del delantero centro, o el vil codazo del alero al guardameta que saltaba con él. También eran insólitas su omnisciencia de las reglas y la intuición feliz que le hacía suplir con decisiones relámpago los vacíos reglamentarios. Su fama saltó los muros del Santa María y el aristócrata de la Perla comenzó a arbitrar competencias inter-escolares, campeonatos de barrio, y un día se supo que, ¿en la cancha del Potao?, había reemplazado a un réferi en un partido de segunda división.
Terminado el colegio, se planteó un problema a los abrumados progenitores: el futuro de Joaquín. La idea de que fuera a la Universidad fue apenadamente descartada, para evitar al muchacho humillaciones inútiles, complejos de inferioridad, y, a la fortuna familiar, nuevos forados en forma de donaciones. Un intento de hacerlo aprender idiomas desembocó en estrepitoso fracaso. Un año en Estados Unidos y otro en Francia no le enseñaron una sola palabra de inglés ni de francés, y, en cambio, tuberculizaron su de por sí raquítico español. Cuando volvió a Lima, el fabricante de casimires optó por resignarse a que su hijo no ostentara ningún título, y, lleno de desilusión, lo puso a trabajar en la maleza de empresas caseras. Los resultados fueron previsiblemente catastróficos. En dos años, sus actos u omisiones habían quebrado dos hilanderías, reducido al déficit la más floreciente firma del conglomerado -una constructora de caminos- y las plantaciones de pimienta de la selva habían sido carcomidas por plagas, aplastadas por avalanchas y ahogadas por inundaciones (lo que confirmó que Joaquincito era también un fúlmine). Aturdido por la inconmensurable incompetencia de su hijo, herido en su amor propio, el padre perdió energías, se volvió nihilista y descuidó sus negocios que en poco tiempo fueron desangrados por ávidos lugartenientes, y contrajo un tic risible que consistía en sacar la lengua para tratar (¿insensatamente?) de lamerse la oreja. Su nerviosismo y desvelos lo arrojaron, siguiendo los pasos de su esposa, en manos de psiquiatras y psicoanalistas (¿Alberto de Quinteros? ¿Lucio Acémila?) que dieron rápida cuenta de sus residuos de cordura y de plata.
El colapso económico y la ruina mental de sus engendradores no pusieron al borde del suicidio a Joaquín Hinostroza Bellmont. Vivía siempre en la Perla, en una residencia fantomáquica, que se había ido despintando, aherrumbrando, despoblando, perdiendo jardines y cancha de fútbol (para pagar deudas) y que habían invadido la suciedad y las arañas. El joven se pasaba el día arbitrando los partidos callejeros que organizaban los vagabundos del barrio, en los descampados que separan Bellavista y la Perla. Fue en uno de esos matchs disputados por caóticos palomillas, en plena vía pública, donde un par de piedras hacían de arco y una ventana y un poste de límites, y que Joaquín -principismo de elegante que se viste de baile para cenar en plena selva virgen- arbitraba como si fueran final de campeonato, que el hijo de aristócratas conoció a la persona que haría de él un cirroso y una estrella: ¿Sarita Huanca Salaverría?
La había visto jugar varias veces en esos partidos del montón e incluso le había cobrado muchas faltas por la agresividad con que arremetía contra el adversario. Le decían Marimacho, pero ni por ésas se le hubiera ocurrido a Joaquín que ese adolescente cetrino, calzado con viejas zapatillas, cubierto por un blue jeans y una chompa rotosa, hubiera sido mujer. Lo descubrió eróticamente. Un día, por haberla castigado con un penal indiscutible (Marimacho había metido un gol con bola y arquero), recibió como respuesta una mentada de madre.
– ¿Qué has dicho? -se indignó el hijo de aristócratas ¿pensando que en esos mismos momentos su madre estaría ingiriendo una píldora, paladeando una pócima, soportando un agujazo?:- Repite si eres hombre.
– No soy, pero repito -repuso Marimacho. Y, honor de espartana capaz de ir a la hoguera por no dar su brazo a torcer, repitió, enriquecida con adjetivos del arroyo, la mentada de madre.
Joaquín intentó lanzarle un puñete, que sólo dio en el aire, y al instante se vio arrojado al suelo por un cabezazo de Marimacho, quien cayó sobre él, golpeándolo con manos, pies, rodillas, codos. Allí, forcejeos gimnásticos sobre la lona que acaban pareciendo los apretones del amor, descubrió, estupefacto, erogenizado, eyaculante, que su adversario era mujer. La emoción que le produjeron los roces pugilísticos con esas turgencias inesperadas fue tan grande que cambió su vida. Ahí mismo, al amistarse después de la pelea y saber que se llamaba Sarita Huanca Salaverría, la invitó al cine a ver Tarzán, y una semana más tarde le propuso el altar. La negativa de Sarita a ser su esposa e incluso a dejarse besar empujaron clásicamente a Joaquín a las cantinas. En poco tiempo, pasó de romántico que ahoga penas en whisky a alcohólico irredento que puede apagar su africana sed con kerosene.
¿Qué despertó en Joaquín esa pasión por Sarita Huanca Salaverría? Era joven y tenía un físico esbelto de gallita, una piel curtida por la intemperie, un cerquillo bailarín, y como jugadora de fútbol no estaba mal. Por su manera de vestirse, las cosas que hacía y las personas que frecuentaba, parecía contrariada con su condición de mujer. ¿Era esto, tal vez -vicio de originalidad, frenesí de extravagancia- lo que la hacía tan atractiva para el aristócrata? El primer día que llevó a Marimacho a la ruinosa casa de la Perla, sus padres, después que la pareja hubo partido, se miraron asqueados. El ex-rico encarceló en una frase la amargura de su espíritu: "No sólo hemos creado a un estúpido, sino, también, a un pervertido sexual".