Sin embargo, Sarita Huanca Salaverría, a la vez que alcoholizó a Joaquín, fue el trampolín que lo ascendió de los partidos callejeros con pelota de trapo a los campeonatos del Estadio Nacional.
Marimacho no se contentaba con rechazar la pasión del aristócrata; se complacía en hacerlo sufrir. Se dejaba invitar al cine, al fútbol, a los toros, a restaurantes, consentía en recibir costosos regalos (¿en los que el enamorado dilapidaba los escombros del patrimonio familiar?), pero no permitía que Joaquín le hablara de amor. Apenas intentaba éste, timidez de doncel que enrojece al piropear a una flor, atorándose, decirle cuánto la amaba, Sarita Huanca Salaverría se ponía de pie, iracunda, lo hería con insultos de una soecidad bajopontina, y se mandaba mudar. Era entonces cuando Joaquín comenzaba a beber, pasando de una cantina a otra y mezclando licores para obtener efectos prontos y explosivos. Fue un espectáculo corriente, para sus padres, verlo recogerse a la hora de las lechuzas, y cruzar las habitaciones de la Perla, dando traspiés, perseguido por una estela de vómitos. Cuando ya parecía a punto de desintegrarse en alcohol, una llamada de Sarita lo resucitaba. Concebía nuevas esperanzas y se reanudaba el ciclo infernal. Demolidos por la amargura, el hombre del tic y la hipocondríaca murieron casi al mismo tiempo y fueron sepultados en un mausoleo del Cementerio Presbítero Maestro. La encogida residencia de la Perla, al igual que los bienes que sobrevivían, fueron rematados por acreedores o incautados por el Estado. Joaquín Hinostroza Bellmont tuvo que ganarse la vida.
Tratándose de quien se trataba (su pasado rugía que moriría de consunción o terminaría mendigo) lo hizo más que bien. ¿Qué profesión eligió? ¡Arbitro de fútbol! Acicateado por el hambre y el deseo de seguir festejando a la esquiva Sarita, comenzó pidiendo unos soles a los mataperros cuyos partidos le pedían arbitrar, y al ver que ellos, prorrateándose, se los daban, dos más dos son cuatro y cuatro y dos son seis, fue aumentando las tarifas y administrándose mejor. Como era conocida su habilidad en la cancha, consiguió contratos en competencias juveniles, y un día, audazmente, se presentó en la Asociación de Árbitros y Entrenadores de Fútbol y solicitó su inscripción. Pasó los exámenes con una brillantez que dejó mareados a los que a partir de entonces pudo (¿vanidosamente?) llamar colegas.
La aparición de Joaquín Hinostroza Bellmont -uniforme negro pespuntado de blanco, viserita verde en la frente, silbato plateado en la boca- en el Estadio Nacional de José Díaz, estableció una efemérides en el fútbol nacional. Un experimentado cronista deportivo lo diría: “Con él ingresaron a las canchas la justicia inflexible y la inspiración artística". Su corrección, su imparcialidad, su rapidez para descubrir la falta y su tino para sancionarla, su autoridad (los jugadores se dirigían siempre a él bajando los ojos y tratándolo de don), y ese estado físico que le permitía correr los noventa minutos del partido y no estar nunca a más de diez metros de la pelota, lo hicieron rápidamente popular. Fue, como se dijo en un discurso, el único réferi nunca desobedecido por los jugadores ni agredido por los espectadores, y el único al que, después de cada partido, ovacionaban las tribunas.
¿Nacían esos talentos y esfuerzos sólo de una sobresaliente conciencia profesional? También. Pero, la razón profunda era que Joaquín Hinostroza Bellmont pretendía, con su magia arbitral, secreto de muchacho que triunfa en Europa y vive amargo porque lo que quería era el aplauso de su pueblecito andino, impresionar a Marimacho. Seguían viéndose, casi a diario, y la escabrosa maledicencia popular los creía amantes. En realidad, pese a su tesón sentimental, incólume a lo largo de los años, el réferi no había conseguido vencer la resistencia de Sarita.
Ésta, un día, luego de rescatarlo del suelo de una cantina del Callao, de llevarlo a la pensión del centro donde vivía, de limpiarle las manchas de escupitajo y de aserrín y de acostarlo, le contó el secreto de su vida. Joaquín Hinostroza Bellmont supo así, lividez de hombre que ha recibido el beso del vampiro, que en la primera juventud de esa muchacha había un amor maldito y un terremoto conyugal. En efecto, entre Sarita y su hermano (¿Richard?) había brotado un enamoramiento trágico, que -cataratas de fuego, lluvia de veneno sobre la humanidad- había cristalizado en embarazo. Habiendo contraído astutamente matrimonio con un galán al que antes desairaba (¿el Pelirrojo Antúnez? ¿Luis Marroquín?) para que el hijo del incesto tuviera un apellido impoluto, el joven y dichoso marido, sin embargo -cola del diablo que se mete en la olla y arruina el pastel-, había descubierto a tiempo la superchería y repudiado a la tramposa que quería contrabandearle un entenado como hijo. Obligada a abortar, Sarita huyó de su familia encopetada, de su barrio residencial, de su apellido resonante, y, convertida en vagabunda, en los descampados de Bellavista y la Perla había adquirido la personalidad y el apodo de Marimacho. Desde entonces había jurado no entregarse nunca más a un hombre y vivir siempre, para todos los efectos prácticos (¿salvo, ay, el de los espermatozoides?), como varón.
Conocer la tragedia, aderezada de sacrilegio, trasgresión de tabúes, pisoteo de la moral civil y de mandamientos religiosos, de Sarita Huanca Salaverría, no canceló la pasión amorosa de Joaquín Hinostroza Bellmont; la robusteció. El hombre de la Perla concibió, incluso, la idea de curar a Marimacho de sus traumas y reconciliarla con la sociedad y los hombres; quiso hacer de ella, otra vez, una limeña femenina y coqueta, pícara y salerosa ¿como la Perricholi?
Al mismo tiempo que su fama crecía y era solicitado para arbitrar partidos internacionales en Lima y en el extranjero, y recibía ofertas para trabajar en México, Brasil, Colombia, Venezuela, que él, patriotismo de sabio que renuncia a las computadoras de Nueva York para seguir experimentando con las cobayas tuberculosas de San Fernando, siempre rechazó, su asedio al corazón de la incestuosa se hizo más tenaz.
Y le pareció entrever algunas señales -humo apache en las colinas, tam-tams en la floresta africana- de que Sarita Huanca Salaverría podía ceder. Una tarde, luego de un café con medialunas en el Haití de la Plaza de Armas, Joaquín pudo retener entre las suyas la diestra de la muchacha por más de un minuto (exacto: su cabeza de árbitro lo cronometró). Poco después, hubo un partido en que la Selección Nacional se enfrentó a una pandilla de homicidas, de un país de escaso renombre -¿Argentina o algo así?-, que se presentaron a jugar con los zapatos acorazados de clavos y rodilleras y coderas que, en verdad, eran instrumentos para malherir al adversario. Sin atender a sus argumentos (por lo demás ciertos) de que en su país era costumbre jugar al fútbol así -¿cabeceándolo con la tortura y el crimen?-, Joaquín Hinostroza Bellmont los fue expulsando de la cancha, hasta que el equipo peruano ganó técnicamente por falta de competidores. El árbitro, por supuesto, salió en hombros de la multitud y Sarita Huanca Salaverría, cuando estuvieron solos, -¿arranque de peruanidad? ¿sensiblería deportiva?- le echó los brazos al cuello y lo besó. Una vez que estuvo enfermo (la cirrosis, discreta, fatídica, iba mineralizando el hígado del hombre de los Estadios y comenzaba a provocarle crisis periódicas) lo atendió sin moverse de su lado, la semana que permaneció en el Hospital Carrión y Joaquín la vio, una noche, derramar algunas lágrimas ¿por él? Todo esto lo envalentonaba y cada día le proponía, con argumentos renovados, matrimonio. Era inútil. Sarita Huanca Salaverría asistía a todos los partidos que él interpretaba (los cronistas comparaban sus arbitrajes al manejo de una sinfonía), lo acompañaba al extranjero y hasta se había mudado a la Pensión Colonial donde Joaquín vivía con su hermana pianista y sus ancianos padres. Pero se negaba a que esa fraternidad dejara de ser casta y se convirtiera en refocilo. La incertidumbre, margarita cuyos pétalos no se termina jamás de deshojar, fue agravando el alcoholismo de Joaquín Hinostroza Bellmont, a quien acabó por verse más borracho que sobrio.