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El alcohol fue el talón de Aquiles de su vida profesional, el lastre que, decían los entendidos, le impidió arbitrar en Europa. ¿Cómo se explica, de otra parte, que un hombre que bebía tanto hubiera podido ejercer una profesión de tantos rigores físicos? El hecho es que, enigmas que empiedran la historia, desenvolvió ambas vocaciones al mismo tiempo, y, a partir de la treintena, ambas fueron simultáneas: Joaquín Hinostroza Bellmont comenzó a arbitrar partidos borracho como una cuba y a seguirlos arbitrando imaginativamente en las cantinas.

El alcohol no amortiguaba su talento: ni empañaba su vista, ni debilitaba su autoridad, ni demoraba su carrera. Es verdad que, alguna vez, en medio de un partido se le vio atacado de hipos, y que, calumnias que enturbian el aire y acuchillan la virtud, se aseguraba que una vez, aquejado de sahariana sed, arrebató a un enfermero que corría a auxiliar a un jugador una botella de linimento y se la bebió como agua fresca. Pero estos episodios -anecdotario pintoresco, mitología del genio- no interrumpieron su carrera de éxitos.

Así, entre los atronadores aplausos del Estadio y las penitentes borracheras con que trataba de calmar los remordimientos -pinzas de inquisidor que hurgan las carnes, potro que descoyunta los huesos-, en su alma de misionero de la verdadera fe (¿testigos de Jehová?), por haber violado inopinadamente, en una noche loca de la juventud, a una menor de la Victoria (¿Sarita Huanca Salaverría?), llegó Joaquín Hinostroza Bellmont a la flor de la edad: la cincuentena. Era un hombre de frente ancha, nariz aguileña, mirada penetrante, rectitud y bondad en el espíritu, que había trepado a la cumbre de su profesión.

En esas circunstancias le tocó a Lima ser escenario del más importante encuentro futbolístico del medio siglo, la final del Campeonato Sudamericano entre dos equipos que, en las eliminatorias, habían, cada uno por su lado, infligido deshonrosas goleadas a sus adversarios: Bolivia y Perú. Aunque la costumbre aconsejaba que arbitrara ese partido un réferi de país neutral, los dos equipos, y con especial insistencia -hidalguía del Altiplano, nobleza colla, pundonor aymara- los extranjeros, exigieron que fuera el famoso Joaquín Hinostroza Marroquín quien arbitrara el partido. Y como jugadores, suplentes y entrenadores amenazaron con una huelga si no se les satisfacía, la Federación accedió y el Testigo de Jehová recibió la misión de gobernar ese match que todos profetizaban memorable.

Las acérrimas nubes grises de Lima se despejaron ese domingo para que el sol calentara el encuentro. Muchas personas habían pasado la noche a la intemperie, con la ilusión de conseguir entradas (era sabido que estaban agotadas hacía un mes). Desde el amanecer, todo el entorno del Estadio Nacional se volvió un hervor de gentes en pos de revendedores y dispuestas a cualquier delito por entrar. Dos horas antes del partido, en el Estadio no cabía un alfiler. Varios centenares de ciudadanos del gran país del Sur (¿Bolivia?), llegados hasta Lima desde sus limpias alturas en avión, auto y a pie, se habían concentrado en la Tribuna de Oriente. Los vítores y maquinitas de visitantes y aborígenes caldeaban el ambiente, en espera de los equipos.

Ante la magnitud de la concentración popular, las autoridades habían tomado precauciones. La más célebre brigada de la Guardia Civil, aquella que, en pocos meses -heroísmo y abnegación, audacia y urbanidad- había limpiado de delincuentes y malvados el Callao, fue traída a Lima a fin de garantizar la seguridad y la convivencia ciudadanas en la tribuna y en las canchas. Su jefe, el célebre capitán Lituma, terror del crimen, se paseaba afiebradamente por el Estadio y recorría las puertas y calles adyacentes, verificando si las patrullas permanecían en sus sitios y dictando inspiradas instrucciones a su aguerrido adjunto, el sargento Jaime Concha.

En la Tribuna Occidental, magullados entre la masa rugiente y casi sin respiración, se encontraban al darse el pitazo inicial, además de Sarita Huanca Salaverría -quien, masoquismo de víctima que vive prendada de su violador, no se perdía jamás los partidos que arbitraba-, el venerable don Sebastián Bergua, recientemente incorporado del lecho de dolor donde yacía por las cuchilladas que recibió del propagandista médico Luis Marroquín Bellmont (¿quien estaba en el Estadio, en la Tribuna Norte, por un permiso especialísimo de la Dirección de Prisiones?), su esposa Margarita y su hija Rosa, ya del todo restablecida de los mordiscos que recibiera -oh infausto amanecer selvático- de una camada de ratas.

Nada hacía presagiar la tragedia, cuando Joaquín Hinostroza (¿Tello? ¿Delfín?) -quien, como de costumbre, había sido obligado a dar la vuelta olímpica agradeciendo aplausos-, apuesto, ágil, arrancó el partido. Al contrario, todo transcurría en una atmósfera de entusiasmo y caballerosidad: las acciones de los jugadores, los aplausos de las barras que premiaban los avances de los delanteros y las atajadas de los guardametas. Desde el primer momento fue notorio que se cumplirían los oráculos: el juego estaba equilibrado y aunque pundonoroso era recio. Más creativo que nunca, Joaquín Hinostroza (¿Abril?) se deslizaba sobre el césped como en patines, sin estorbar a los jugadores y colocándose siempre en el ángulo más afortunado, y sus decisiones, severas pero justas, impedían que, ardores de la contienda que la vuelven gresca, el partido degenerara en violencia. Pero, fronteras de la condición humana, ni un santo Testigo de Jehová podía impedir que se cumpliera lo que, indiferencia de fakir, flema de inglés, había urdido el destino.

El mecanismo infernal irremisiblemente comenzó a marchar, en el segundo tiempo, cuando los equipos iban uno a uno y los espectadores se hallaban afónicos y con las manos ardiendo. El capitán Lituma y el sargento Concha se decían, cándidamente, que todo iba bien: ni un solo incidente -robo, pelea, extravío de niño- había venido a malograr la tarde.

Pero he aquí que a las cuatro y trece minutos, a los cincuenta mil espectadores les fue dado conocer lo insólito. Del fondo más promiscuo de la Tribuna Sur, de pronto -negro, flaco, altísimo, dientón-, emergió un hombre que escaló livianamente el enrejado e irrumpió en la cancha dando gritos incomprensibles. No sorprendió tanto a la gente verlo casi desnudo -llevaba apenas un taparrabos colgado de la cintura- como que, de pies a cabeza, tuviera el cuerpo lleno de incisiones. Un ronquido de pánico estremeció las Tribunas; todos comprendieron que el tatuado se proponía victimar al árbitro. No había duda: el gigante aullador corría directamente hacia el ídolo de la afición (¿Gumercindo Hinostroza Delfín?), quien, absorto en su arte, no lo había visto y seguía modelando el partido.

¿Quién era el inminente agresor? ¿Tal vez el polizonte aquel, llegado misteriosamente al Callao, y sorprendido por la ronda nocturna? ¿Era el mismo infeliz al que las autoridades habían eutanásicamente decidido ejecutar y al que el sargento (¿Concha?) perdonó la vida en una noche oscura? Ni el capitán Lituma ni el sargento Concha tuvieron tiempo de averiguarlo. Comprendiendo que, si no procedían en el acto, una gloria nacional podía sufrir un atentado, el capitán -superior y subordinado tenían un método para entenderse con movimientos de pestañas- ordenó al sargento que actuara. Jaime Concha, entonces, sin ponerse de pie, sacó su pistola y disparó sus doce tiros, que fueron todos a incrustarse (cincuenta metros más allá) en distintas partes del calato. De este modo, el sargento venía a cumplir, más vale tarde que nunca dice el refrán, la orden recibida, porque, en efecto, ¡se trataba del polizonte del Callao!