– Ni de a vainas, compañeros, búsquense otro manso para que les fría ese churrasco -nos dijo, con un vozarrón musical-. Por una broma parecida, casi me gano mi balazo.
Nos contó que, hacía unas semanas, por hacerle un favor al alcalde de Chincha, había casado a una parejita pasando por alto las proclamas. A los cuatro días se le había presentado, loco de rabia, el marido de la novia -"una muchacha nacida en el pueblo de Cachiche, donde todas las mujeres tienen escoba y vuelan de noche", decía-, que ya estaba casada hacía dos años, amenazando matar a ese alcahuete que se atrevía a1egalizar la unión de los adúlteros.
– Mi colega de Chincha se las sabe todas, se va a ir al cielo volando de puro vivo que es -se burlaba, dándose palmadas en la gran barriga brillante de gotitas de agua-. Cada vez que se le presenta algo podrido se lo manda de regalo al pescador Martín, y que el negro cargue con el muerto. ¡Pero qué vivo que es!
No hubo manera de ablandarlo. Ni siquiera quiso echar una ojeada a los papeles, y a los argumentos míos, de Javier, de Pascual -la tía Julia permanecía muda, sonriendo a veces a la fuerza ante el buen humor pícaro del negro-, contestaba con bromas, se reía del alcalde de Chincha, o nos contaba de nuevo, a carcajadas, la historia del marido que había querido matarlo por casar con otro a la brujita de Cachiche sin estar él muerto ni divorciado. Al llegar a su rancho, encontramos una aliada inesperada en su mujer. Él mismo le contó lo que queríamos, mientras se secaba la cara, los brazos, el ancho torso, y olfateaba con apetito la olla que hervía en el brasero.
– Cásalos, negro sin sentimientos -le dijo la mujer señalando compasiva a la tía Julia-. Mira a la pobre, se la han robado y no se puede casar, estará sufriendo con todo esto. A ti qué más te da, ¿o se te han subido los humos porque eres alcalde?
Martín iba y venía, con sus pies cuadrados, por el piso de tierra del rancho, recolectando vasos, tazas, mientras nosotros volvíamos a la carga y le ofrecíamos de todo: desde nuestro agradecimiento eterno hasta una recompensa que equivaldría a muchos días de pesca. Pero él se mantuvo inflexible y terminó diciéndole de mal modo a su mujer que no metiera la jeta en lo que no entendía. Pero recobró inmediatamente el humor y nos puso un vasito o una taza en la mano a cada uno y nos sirvió un traguito de pisco:
– Para que no hayan hecho el viaje de balde, compañeros -nos consoló, sin pizca de ironía, levantando su copa. Su brindis fue, dadas las circunstancias, fataclass="underline" Salud, por la felicidad de los novios.
Al despedirnos nos dijo que habíamos cometido un error yendo a Tambo de Mora, por el precedente de la muchacha de Cachiche. Pero que fuéramos a Chincha Baja, a El Carmen, a Sunampe, a San Pedro, a cualquiera de los otros pueblitos de la provincia, y que nos casarían en el acto.
– Esos alcaldes son unos vagos, no tienen nada que hacer y cuando se les presenta una boda se emborrachan de contentos -nos gritó.
Regresamos adonde nos esperaba el taxi, sin hablar. El chofer nos advirtió que, como la espera había sido tan larga, teníamos que discutir de nuevo la tarifa. Durante el regreso a Chincha acordamos que, al día siguiente, desde muy temprano, recorreríamos los distritos y caseríos, uno por uno, ofreciendo recompensas generosas, hasta encontrar al maldito alcalde.
– Ya son cerca de las nueve -dijo la tía Julia, de pronto-. ¿Ya le habrán avisado a mi hermana?
Yo le había hecho memorizar y repetir diez veces al Gran Pablito lo que tenía que decir a mi tío Lucho o a mi tía Olga, y, para mayor seguridad, terminé escribiéndoselo en un papeclass="underline" "Mario y Julia se han casado. No se preocupen por ellos. Están muy bien y volverán a Lima dentro de unos días". Debía llamar a las nueve de la noche, desde un teléfono público y cortar inmediatamente después de trasmitir el mensaje. Miré el reloj, a la luz de un fósforo: sí, la familia ya estaba enterada.
– Se la deben estar comiendo a preguntas a Nancy -dijo la tía Julia, esforzándose por hablar con naturalidad, como si el asunto concerniera a otras gentes-. Saben que es cómplice. Le van a hacer pasar un mal rato a la flaquita.
En la trocha llena de baches, el viejo taxi rebotaba, a cada instante parecía atascarse, y todas sus latas y tornillos chirriaban. La luna encendía tenuemente los médanos, y a ratos divisábamos manchas de palmas, higueras y huarangos. Había muchas estrellas.
– O sea que ya le dieron la noticia a tu papá -dijo Javier-. Nada más bajar del avión. ¡Qué tal recibimiento!
– Juro por Dios que encontraremos un alcalde -dijo Pascual-. No soy chinchano si mañana no los casamos en esta tierra. Mi palabra de hombre.
– ¿Necesitan un alcalde que los case? -se interesó el chofer-. ¿Se ha robado usted a la señorita? Por qué no me lo dijeron antes, qué falta de confianza. Los hubiera llevado a Grocio Prado, el alcalde es mi compadre y los casaba ahí mismo.
Yo propuse seguir hasta Grocio Prado, pero él me quitó los bríos. El alcalde no estaría en el pueblo a estas horas, sino en su chacrita, como a una hora de camino en burro. Era mejor dejarlo para mañana. Quedamos en que pasaría a recogernos a las ocho y le ofrecí una buena gratificación si nos echaba una mano con su compadre:
– Por supuesto -nos animó-. Qué más se puede pedir, se casarán en el pueblo de la Beata Melchorita.
En el Hotel Sudamericano estaban ya por cerrar el comedor, pero Javier convenció al mozo que nos preparara algo. Nos trajo unas Coca-Colas y unos huevos fritos con arroz recalentado, que apenas probamos. De pronto, a media comida, nos dimos cuenta que estábamos hablando en voz baja, como conspiradores, y nos dio un ataque de risa. Cuando salíamos hacia nuestros respectivos dormitorios -Pascual y Javier iban a regresar a Lima ese día, después de la boda, pero, como habían cambiado las cosas, se quedaron y para ahorrar plata compartieron un cuarto- vimos entrar en el comedor a media docena de tipos, algunos con botas y pantalón de montar, pidiendo cerveza a gritos. Ellos, con sus voces alcohólicas, sus carcajadas, sus choques de vasos, sus chistes estúpidos y sus brindis groseros, y, más tarde, con sus eructos y arcadas, fueron la música de fondo de nuestra noche de bodas. Pese a la frustración municipal del día, fue una intensa y bella noche de bodas, en la que, en esa vieja cama que chirriaba como un gato con nuestros besos y que seguramente tenía muchas pulgas, hicimos varias veces el amor, con fuego que renacía cada vez, diciéndonos, mientras nuestras manos y labios aprendían a conocerse y a hacerse gozar, que nos queríamos y que nunca nos mentiríamos ni nos engañaríamos ni nos separaríamos. Cuando vinieron a tocarnos la puerta -habíamos pedido que nos despertaran a las siete-, los borrachos acababan de callarse y nosotros estábamos todavía con los ojos abiertos, desnudos y enredados sobre la colcha de rombos verdes, sumidos en una embriagadora modorra, mirándonos con gratitud.
El aseo, en el baño común del Hotel Sudamericano, fue una hazaña. La ducha parecía no haber sido usada nunca, de la mohosa regadera salían chorros en todas direcciones salvo la del bañista, y había que recibir un largo enjuague de líquido negro antes de que el agua viniera limpia. No había toallas, sólo un trapo sucio para las manos, de manera que tuvimos que secarnos con las sábanas. Pero estábamos felices y exaltados y los inconvenientes nos divertían. En el comedor encontramos a Javier y Pascual ya vestidos, amarillentos de sueño, mirando con repugnancia el estado catastrófico en que habían dejado el local los borrachos de la víspera: vasos rotos, puchos, vómitos y escupitajos sobre los que un empleado echaba baldazos de aserrín, y una gran pestilencia. Fuimos a tomar un café con leche a la calle, a una bodeguita desde la que se podían ver los tupidos y altos árboles de la plaza. Era una sensación rara, viniendo de la neblina cenicienta de Lima, ese comenzar el día con sol potente y cielo despejado. Cuando regresamos, en el hotel estaba ya esperándonos el chofer.
En el trayecto a Grocio Prado, por una trocha polvorienta que contorneaba viñedos y algodonales y desde la que se divisaba, al fondo, tras el desierto, el horizonte pardo de la Cordillera, el chofer, presa de una locuacidad que contrastaba con nuestro mutismo, habló hasta por los codos de la Beata Melchorita: daba todo lo que tenía a los pobres, cuidaba a los enfermos y a los viejitos, consolaba a los que sufrían, ya en vida había sido tan célebre que de todos los pueblos del departamento venían devotos a rezar junto a ella. Nos contó algunos de sus milagros. Había salvado agonizantes incurables, hablado con santos que se le aparecían, visto a Dios y hecho florecer una rosa en una piedra que se conservaba.