Lo cierto es que Crisanto Maravillas sobrevivió y, pese a sus piernecitas ridículas, llegó a andar. Sin ninguna elegancia, desde luego, más bien como un títere, que articula cada paso en tres movimientos -alzar la pierna, doblar la rodilla, bajar el pie- y con tanta lentitud que, quienes iban a su lado tenían la sensación de estar siguiendo la procesión cuando se embotella en las calles angostas. Pero, al menos, decían sus progenitores (ya reconciliados), Crisanto se desplazaba por el mundo sin muletas y por su propia voluntad. Don Valentín, arrodillado en la Iglesia de Santa Ana, se lo agradecía al Señor de Limpias con ojos húmedos, pero María Portal decía que el autor del milagro era, exclusivamente, el más famoso galeno de la ciudad, un especialista en tullidos, que había convertido en velocistas a sinnúmero de paralíticos: el doctor Alberto de Quinteros. María había preparado banquetes criollos memorables en su casa y el sabio le había enseñado masajes, ejercicios y cuidados para que, pese a ser tan menudas y raquíticas, las extremidades de Crisanto pudieran sostenerlo y moverlo por los caminos del mundo.
Nadie podrá decir que Crisanto Maravillas tuvo una infancia semejante a la de otros niños del tradicional barrio donde le tocó nacer. Para desgracia o fortuna suya, su esmirriado organismo no le permitió compartir ninguna de esas actividades que iban cuajando el cuerpo y el espíritu de los muchachos de la vecindad: no jugó al fútbol con pelota de trapo, nunca pudo boxear en un ring ni trompearse en una esquina, jamás participó en esos combates a honda, pedrada o puntapié, que, en las calles de la vieja Lima, enfrentaban a los muchachos de la Plaza de Santa Ana con las pandillas del Chirimoyo, de Cocharcas, de Cinco Esquinas, del Cercado. No pudo ir con sus compañeros de la Escuelita Fiscal de la Plazuela de Santa Clara (donde aprendió a leer) a robar fruta a las huertas de Cantogrande y Ñaña, ni bañarse desnudo en el Rímac ni montar burros a pelo en los potreros del Santoyo. Pequeñito hasta las lindes del enanismo, flaco como una escoba, con la piel achocolatada de su padre y los pelos lacios de su madre, Crisanto miraba, desde lejos, con ojos inteligentes, a sus compañeros, y los veía divertirse, sudar, crecer y fortalecerse en esas aventuras que le estaban prohibidas, y en su cara se dibujaba una expresión ¿de resignada melancolía, de apacible tristeza?
Pareció, en una época, que iba a resultar tan religioso como su padre (quien, además del culto al Señor de Limpias, se había pasado la vida cargando andas de distintos Cristos y Vírgenes, y cambiando de hábitos) porque, durante años, fue un empeñoso monaguillo en las iglesias de las vecindades de la Plaza de Santa Ana. Como era puntual, se sabía las réplicas al dedillo y tenía aire inocente, los párrocos del barrio le perdonaban la calma y torpeza de sus movimientos y lo llamaban con frecuencia para que ayudara misas, repicara la campanilla en los viacrucis de Semana Santa o echara incienso en las procesiones. Viéndolo embutido en la capa de monaguillo, que siempre le quedaba grande, y oyéndolo recitar con devoción, en buen latín, en los altares de las Trinitarias, de San Andrés, del Carmen, de la Buena Muerte y aun de la Iglesita de Cocharcas (pues hasta de ese alejado barrio lo llamaban), María Portal, que hubiera deseado para su hijo un tempestuoso destino de militar, de aventurero, de irresistible galán, reprimía un suspiro. Pero el rey de los cofrades de Lima, Valentín Maravillas, sentía que le crecía el corazón ante la perspectiva de que el resabio de su sangre fuera cura.
Todos se equivocaban, el niño no tenía vocación religiosa. Estaba dotado de intensa vida interior y su sensibilidad no hallaba cómo, dónde, de qué alimentarse. El ambiente de cirios chisporroteantes, de zahumerios y rezos, de imágenes consteladas de ex-votos, de responsos y ritos y cruces y genuflexiones, aplacó su precoz avidez de poesía, su hambre de espiritualidad. María Portal ayudaba a las Madres Descalzas en sus labores de repostería y artes domésticas y era, por ello, una de las contadas personas que franqueaban la rígida clausura del convento. La egregia cocinera llevaba con ella a Crisanto, y cuando éste fue creciendo (en edad, no en estatura) las Descalzas se habían acostumbrado tanto a verlo (simple cosa; guiñapo, medio ser, dije humano) que lo dejaron seguir vagabundeando por los claustros mientras María Portal preparaba con las monjitas las celestiales pastas, las temblorosas mazamorras, los blancos suspiros, los huevos chimbos y los mazapanes que luego se venderían a fin de reunir fondos para las misiones del África. Así fue como Crisanto Maravillas, a los diez años de edad, conoció el amor…
La niña que instantáneamente lo sedujo se llamaba Fátima, tenía su misma edad y cumplía en el femenino universo de Las Descalzas las humildes funciones de sirvienta. Cuando Crisanto Maravillas la vio por primera vez, la pequeña acababa de baldear los corredores de lajas serranas del claustro y se disponía a regar los rosales y las azucenas de la huerta. Era una niña que, pese a estar sumergida en un costal con agujeros y tener los cabellos bajo un trapo de tocuyo, a la manera de una toca, no podía ocultar su origen: tez marfileña, ojeras azules, mentón arrogante, tobillos esbeltos. Se trataba, tragedias de sangre azul que envidia el vulgo, de una recogida. Había sido abandonada, una noche de invierno, envuelta en una manta celeste, en el torno de la calle Junín, con un mensaje llorosamente caligrafiado: "Soy hija de un amor funesto, que desespera a una familia honorable, y no podría vivir en la sociedad sin ser una acusación contra el pecado de los autores de mis días, quienes, por tener el mismo padre y la misma madre, están impedidos de amarse, de tenerme y de reconocerme. Ustedes, Descalzas bienaventuradas, son las únicas personas que pueden criarme sin avergonzarse de mí ni avergonzarme. Mis atormentados progenitores retribuirán a la Congregación con abundancia esta obra de caridad que abrirá a ustedes las puertas del cielo".
Las monjitas encontraron, junto a la hija del incesto, una talega repleta de dinero, que, caníbales de la paganidad a los que hay que evangelizar y vestir y alimentar, acabó de convencerlas: la tendrían como doméstica, y, más tarde, si mostraba vocación, harían de ella otra esclava del Señor, de hábito blanco. La bautizaron con el nombre de Fátima, pues había sido recogida el día de la aparición de la Virgen a los pastorcitos de Portugal. La niña creció así, lejos del mundo, entre las virginales murallas de Las Descalzas, en una atmósfera impoluta, sin ver otro hombre (antes de Crisanto) que el anciano y gotoso don- Sebastián (¿Bergua?), el capellán que venía una vez por semana a absolver de sus pecadillos (siempre veniales) a las monjitas. Era dulce, suave, dócil y las religiosas más entendidas decían que, pureza de mente que abuena la mirada y beatifica el aliento, se advertían en su manera de ser signos inequívocos de santidad.
Crisanto Maravillas, haciendo un esfuerzo sobrehumano para vencer la timidez que le agarrotaba la lengua, se acercó a la niña y le preguntó si podía ayudarla a regar la huerta. Ella consintió y, desde entonces, vez que María Portal iba al convento, mientras ella cocinaba con las monjitas, Fátima y Crisanto barrían juntos las celdas o juntos fregaban los patios o cambiaban juntos las flores del altar o juntos lavaban los vidrios de las ventanas o juntos enceraban las baldosas o desempolvaban juntos los devocionarios. Entre el muchacho feo y la niña bonita fue naciendo, primer amor que se recuerda siempre como el mejor, un vínculo que ¿rompería la muerte?