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– Bueno, te confieso que yo no soy un gran entusiasta de las fiestas -dijo con bonhomía el doctor Quinteros-. Pero que no lo seas tú, a tu edad, me llama la atención, sobrino.

– Las odio con toda mi alma -susurró Richard, mirando como si quisiera desaparecer a todo el mundo-. No sé por qué maldita sea estoy aquí.

– Imagínate lo que habría sido para tu hermana que no vinieras a su boda. -El doctor Quinteros reflexionaba sobre las cosas necias que hace decir el alcohoclass="underline" ¿acaso no había visto él a Richard divirtiéndose en las fiestas como el que más? ¿No era un eximio bailarín? ¿Cuántas veces había capitaneado su sobrino a la pandilla de chicas y chicos que venían a improvisar un baile en los cuartos de Charito? Pero no le recordó nada de eso. Vio cómo Richard apuraba su whisky y pedía a un mozo que le sirviera otro.

– De todos modos, anda preparándote -le dijo-. Porque cuando te cases, tus padres te harán una fiesta más grande que ésta.

Richard se llevó el flamante vaso de whisky a los labios y, despacio, entrecerrando los ojos, bebió un trago. Luego, sin alzar la cabeza, con voz sorda y que llegó al doctor como algo muy lento y casi inaudible, musitó:

– Yo no me casaré nunca, tío, te lo juro por Dios.

Antes que pudiera responderle, una estilizada muchacha de cabellos claros, silueta azul y gesto decidido se plantó ante ellos, cogió a Richard de la mano y, sin darle tiempo a reaccionar, lo obligó a levantarse:

– ¿No te da vergüenza estar sentado con los viejos? Ven a bailar, zonzo.

El doctor Quinteros los vio desaparecer en el zaguán de la casa y se sintió bruscamente inapetente. Seguía repicando en el pabellón de sus oídos, como un eco perverso, esa palabrita, 'viejos', que con tanta naturalidad y voz tan deliciosa había dicho la hijita menor del arquitecto Aramburú. Después de tomar el café, se levantó y fue a echar un vistazo al salón.

La fiesta estaba en su esplendor y el baile se había ido propagando, desde esa matriz que era la chimenea donde habían instalado a la orquesta, a los cuartos vecinos, en los que también había parejas que bailaban, cantando a voz en cuello los chachachás y los merengues, las cumbias y los valses. La onda de alegría, alimentada por la música, el sol y los alcoholes había ido subiendo de los jóvenes a los adultos y de los adultos a los viejos, y el doctor Quinteros vio, con sorpresa, que incluso don Marcelino Huapaya, un octogenario emparentado a la familia, meneaba esforzadamente su crujiente humanidad, siguiendo los compases de "Nube gris", con su cuñada Margarita en brazos. La atmósfera de humo, ruido, movimiento, luz y felicidad produjo un ligero vértigo al doctor Quinteros; se apoyó en la baranda y cerró un instante los ojos. Luego, risueño, feliz él también, estuvo observando a Elianita, que, todavía vestida de novia pero ya sin velo, presidía la fiesta. No descansaba un segundo; al término de cada pieza, veinte varones la rodeaban, solicitando su favor, y ella, con las mejillas arreboladas y los ojos lucientes, elegía a uno diferente cada vez y retornaba al torbellino. Su hermano Roberto se materializó a su lado. En vez del chaqué, tenía un liviano terno marrón y estaba sudoroso pues acababa de bailar.

– Me parece mentira que se esté casando, Alberto -dijo, señalando a Elianita.

– Está lindísima -le sonrió el doctor Quinteros-. Has echado la casa por la ventana, Roberto.

– Para mi hija lo mejor del mundo -exclamó su hermano, con un retintín de tristeza en la voz.

– ¿Dónde van a pasar la luna de miel? -preguntó el doctor.

– En Brasil y Europa. Es el regalo de los papás del Pelirrojo. -Señaló, divertido, hacia el bar-. Debían partir mañana temprano, pero, a este paso, mi yerno no estará en condiciones.

Un grupo de muchachos tenían cercado al Pelirrojo Antúnez y se turnaban para brindar con él. El novio, más colorado que nunca, riendo algo alarmado, trataba de engañarlos mojando los labios en su copa, pero sus amigos protestaban y le exigían vaciarla. El doctor Quinteros buscó a Richard con la mirada, pero no lo vio en el bar, ni bailando, ni en el sector del jardín que descubrían las ventanas.

Ocurrió en ese momento. Terminaba el vals “Ídolo", las parejas se disponían a aplaudir, los músicos apartaban los dedos de las guitarras, el Pelirrojo hacía frente al vigésimo brindis, cuando la novia se llevó la mano derecha a los ojos como para espantar a un mosquito, trastabilleó y, antes de que su pareja alcanzara a sostenerla, se desplomó. Su padre y el doctor Quinteros permanecieron inmóviles, creyendo tal vez que había resbalado, que se levantaría al instante muerta de risa, pero el revuelo que se armó en el salón -las exclamaciones, los empujones, los gritos de la mamá: “¡Hijita, Eliana, Elianita!"- los hizo correr también a ayudarla. Ya el Pelirrojo Antúnez había dado un salto, la levantaba en brazos, y, escoltado por un grupo, la subía por la escalera, tras la señora Margarita, que iba diciendo "Por aquí, a su cuarto, despacio, con cuidadito", y pedía "Un médico, llamen a un médico". Algunos familiares -el tío Fernando, la prima Chabuca, don Marcelino- tranquilizaban a los amigos, ordenaban a la orquesta reanudar la música. El doctor Quinteros vio que su hermano Roberto le hacía señas desde lo alto de la escalera. Pero qué estúpido, ¿acaso no era médico?, ¿qué esperaba? Trepó los peldaños a trancos, entre gente que se abría a su paso.

Habían llevado a Elianita a su dormitorio, una habitación decorada de rosa que daba sobre el jardín. Alrededor de la cama, donde la muchacha, todavía muy pálida, comenzaba a recobrar el conocimiento y a pestañear, permanecían Roberto, el Pelirrojo, el ama Venancia, en tanto que su madre, sentada a su lado, le frotaba la frente con un pañuelo empapado en alcohol. El Pelirrojo le había cogido una mano y la miraba con embelesamiento y angustia.

– Por lo pronto, todos ustedes se me van de aquí y me dejan solo con la novia -ordenó el doctor Quinteros, tomando posesión de su papel. Y, mientras los llevaba hacia la puerta:- No se preocupen, no puede ser nada. Salgan, déjenme examinarla.

La única que se resistió fue la vieja Venancia; Margarita tuvo que sacarla casi a rastras. El doctor Quinteros volvió a la cama y se sentó junto a Elianita, quien lo miró, entre sus largas pestañas negras, aturdida y miedosa. Él la besó en la frente y, mientras le tomaba la temperatura, le sonreía: no pasaba nada, no había de qué asustarse. Tenía el pulso algo agitado y respiraba ahogándose. El doctor advirtió que llevaba el pecho demasiado oprimido y la ayudó a desabotonarse:

– Como de todas maneras tienes que cambiarte, así ganas tiempo, sobrina.

Cuando notó la faja tan ceñida, comprendió inmediatamente de qué se trataba, pero no hizo el menor gesto ni pregunta que pudieran revelar a su sobrina que él sabía. Mientras se quitaba el vestido, Elianita había ido enrojeciendo terriblemente y ahora estaba tan turbada que no alzaba la vista ni movía los labios. El doctor Quinteros le dijo que no era necesario que se quitara la ropa interior, sólo la faja, que le impedía respirar. Sonriendo, mientras con aire en apariencia distraído iba asegurándole que era la cosa más natural del mundo que el día de su boda, con la emoción del acontecimiento, las fatigas y trajines precedentes, y, sobre todo, si se era tan loca de bailar horas de horas sin descanso, una novia tuviera un desmayo, le palpó los pechos y el vientre (que, al ser liberado del abrazo poderoso de la faja, había literalmente saltado) y dedujo, con la seguridad de un especialista por cuyas manos han pasado millares de embarazadas, que debía estar ya en el cuarto mes. Le examinó la pupila, le hizo algunas preguntas tontas para despistarla, y le aconsejó que descansara unos minutos antes de volver a la sala. Pero, eso sí, que no siguiera bailando tanto.

– Ya ves, sólo era un poco de cansancio, sobrina. De todas maneras, te voy a dar algo, para contrarrestar las impresiones del día.