Выбрать главу

Fue cuando el joven semibaldado estaba merodeando los doce años que Valentín Maravillas y María Portal advirtieron los primeros brotes de esa inclinación que haría de Crisanto, en poco tiempo, poeta inspiradísimo e ínclito compositor.

Ocurría durante las celebraciones que, al menos una vez por semana, reunían a los vecinos de la Plaza de Santa Ana. En la cochera del sastre Chumpitaz, en el patiecito de la ferretería de los Lama, en el callejón de Valentín, con motivo de un nacimiento o de un velorio (¿para festejar una alegría o cicatrizar una pena?), nunca faltaban pretextos, se organizaban jaranas hasta el amanecer que transcurrían bajo el punteo de las guitarras, los sones del cajón, el cascabeleo de las palmas y la voz de los tenores. Mientras las parejas, entonadas -¡enardecido aguardiente y aromáticas viandas de María Portal!-, sacaban chispas a las baldosas, Crisanto Maravillas miraba a los guitarristas, cantantes y cajoneadores, como si sus palabras y sonidos fueran algo sobrenatural. Y cuando los músicos hacían un alto para fumar un cigarrillo o libar una copita, el niño, en actitud reverencial, se acercaba a las guitarras, las acariciaba con cuidado para no asustarlas, pulsaba las seis cuerdas y se oían unos arpegios…

Muy pronto fue evidente que se trataba de una aptitud, de un sobresaliente don. El baldado tenía oído notable, captaba y retenía en el acto cualquier ritmo, y aunque sus manitas eran débiles sabía acompañar expertamente cualquier música criolla en él cajón. En esos entreactos de la orquesta para comer o brindar, aprendió solo los secretos y se hizo amigo íntimo de las guitarras. Los vecinos se acostumbraron a verlo tocar en las fiestas como un músico más.

Sus piernas no habían crecido y, aunque tenía ya catorce años, parecía de ocho. Era muy flaquito, pues -señal fehaciente de naturaleza artística, esbeltez que hermana a los inspirados- vivía crónicamente inapetente, y, si María Portal no hubiese estado allí, con su dinamismo militar, para embutirle el alimento, el joven bardo se hubiera volatilizado. Esa frágil hechura, sin embargo, no conocía la fatiga en lo que se refiere a la música. Los guitarristas del barrio rodaban por el suelo, exhaustos, después de tocar y cantar muchas horas, se les acalambraban los dedos y merecían la mudez por afonía, pero el baldado seguía allí, en una sillita de paja (piecesitos de japonés que nunca llegan a tocar el suelo, pequeños dedos incansables), arrancando arrobadoras armonías a las hebras y canturreando como si la fiesta acabara de empezar. No tenía voz potente; hubiera sido incapaz de emular las proezas del célebre Ezequiel Delfín que, al cantar ciertos valses, en llave de Sol, rajaba los vidrios de las ventanas que tenía al frente. Pero, la falta de fuerza, la compensaban su indesmayable entonación, el maniático afinamiento, esa riqueza de matices que nunca desdeñaba ni malhería una nota.

Sin embargo, no lo harían famoso sus condiciones de intérprete sino las de compositor. que el muchacho tullido de los Barrios Altos, además de tocar y cantar la música criolla, sabía inventarla, se hizo público un sábado, en medio de una sarmentosa fiesta que, bajo papeles de colores, quitasueños y serpentinas, alegraba el callejón de Santa Ana, en homenaje al santo de la cocinera. A media noche, los músicos sorprendieron a la concurrencia con una polkita inédita cuya letra dialogaba picarescamente:

¿Cómo?

Con amor, con amor, con amor

¿Qué haces?

Llevo una flor, una flor, una flor

¿Dónde?

En el ojal, en el ojal, en el ojal

¿A quién?

A María Portal, María Portal, María Portal…

El ritmo contagió a los asistentes un compulsivo deseo de bailar, de saltar, de brincar, y la letra los divirtió y conmovió. La curiosidad fue unánime: ¿quién era el autor? Los músicos volvieron las cabezas y señalaron a Crisanto Maravillas, quien, modestia de los verdaderamente grandes, bajó los ojos. María Portal lo devoró a besos, el cofrade Valentín enjugó una lágrima y todo el barrio premió con una ovación al novel forjador de versos. En la ciudad de las tapadas, había nacido un artista.

La carrera de Crisanto Maravillas (si puede este término pedestremente atlético calificar un quehacer signado ¿por el soplo de Dios?) fue meteórica. A los pocos meses, sus canciones eran conocidas en Lima y en unos años estaban en la memoria y corazón del Perú. No había cumplido los veinte cuando abeles y caínes reconocían que era el compositor más querido del país. Sus valses alegraban las fiestas de los ricos, se bailaban en los ágapes de la clase media y eran el manjar de los pobres. Los conjuntos de la capital rivalizaban interpretando su música y no había hombre o mujer que al iniciarse en la difícil profesión del canto no eligiera las maravillas de Maravillas para su repertorio. Le editaron discos, cancioneros y en las radios y en las revistas su presencia fue una obligación. Para los chismes y la fantasía de la gente el compositor baldado de los Barrios Altos se volvió leyenda.

La gloria y la popularidad no marearon al sencillo muchacho que recibía estos homenajes con indiferencia de cisne. Dejó el colegio en el segundo de Media para dedicarse al arte. Con los regalos que le hacían por tocar en las fiestas, dar serenatas o componer acrósticos, pudo comprarse una guitarra. El día que la tuvo fue feliz: había encontrado un confidente para sus penas, un compañero para la soledad y una voz para su inspiración.

No sabía escribir ni leer música y nunca aprendió a hacerlo. Trabajaba al oído, a base de intuición. Una vez que tenía aprendida la melodía, se la cantaba al cholo Blas Sanjinés, un profesor del barrio, y él se la ponía en notas y pentagramas. Jamás quiso administrar su talento: nunca patentó sus composiciones, ni cobró por ellas derechos, y cuando los amigos venían a contarle que las mediocridades de los bajos fondos artísticos plagiaban sus músicas y letras, se limitaba a bostezar. Pese a este desinterés, llegó a ganar algún dinero, que le enviaban las casas de discos, las radios, o que le exigían recibir los dueños cuando tocaba en una fiesta. Crisanto ofrecía esa plata a sus progenitores, y, cuando éstos murieron (tenía ya treinta años), la gastaba con sus amigos. Jamás quiso dejar los Barrios Altos, ni el cuarto letra H del callejón donde había nacido. ¿Era por fidelidad y cariño a su origen humilde, por amor al arroyo? También, sin duda. Pero era, sobre todo, porque en ese angosto zaguán estaba a tiro de piedra de la niña de sangres aledañas, llamada Fátima, que conoció cuando era sirvienta y que ahora había tomado los hábitos y hecho los votos de obediencia, pobreza y (ay) castidad como esposa del Señor.

Era, fue, el secreto de su vida, la razón de ser de esa tristeza que todo el mundo, ceguera de la multitud por las llagas del alma, atribuyó siempre a sus piernas maceradas, y a su figurilla asimétrica. Por lo demás, gracias a esa deformidad que le retrocedía los años, Crisanto había seguido acompañando a su madre a la ciudadela religiosa de Las Descalzas, y, una vez por semana cuando menos, había podido ver a la muchacha de sus sueños. ¿Amaba Sor Fátima al inválido como él a ella? Imposible saberlo. Flor de invernadero, ignorante de los misterios rijosos del polen de los campos, Fátima había adquirido conciencia, sentimientos, pasado de niña a adolescente y a mujer en un mundo aséptico y conventual, rodeada de ancianas. Todo lo que había llegado a sus oídos, a sus ojos, a su fantasía, estuvo rigurosamente filtrado por el cernidor moral de la Congregación (estricta entre las estrictas). ¿Cómo hubiera adivinado esta virtud corporizada que eso que ella creía propiedad de Dios (¿el amor?) podía ser también tráfico humano?

Pero, agua que desciende la montaña para encontrar el río, ternerillo que antes de abrir los ojos busca la teta para mamar la leche blanca, tal vez lo amaba. En todo caso fue su amigo, la sola persona de su edad que conoció, el único compañero de juegos que tuvo, si es propio llamar juegos a esos trabajos que compartían mientras María Portal, la eximia costurera, enseñaba a las monjitas el secreto de sus bordados: barrer pisos, fregar vidrios, regar plantas y encender cirios.