Pero es verdad que los niños, después jóvenes, conversaron mucho a lo largo de esos años. Diálogos ingenuos -ella era inocente, él era tímido-, en los que, delicadeza de azucenas y espiritualidad de palomas, se hablaba de amor sin mencionarlo, por temas interpósitos, como los lindos colores de la colección de estampitas de Sor Fátima y las explicaciones que Crisanto le hacía de qué eran los tranvías, los autos, los cinemas. Todo eso está contado, entienda quien quiera entender, en las canciones de Maravillas dedicadas a esa misteriosa mujer nunca nombrada, salvo en el famosísimo vals, de título que tanto ha intrigado a sus admiradores: “Fátima es la Virgen de Fátima".
Aunque sabía que nunca podría sacarla del convento y hacerla suya, Crisanto Maravillas se sentía feliz viendo a su musa unas horas por semana. De esos breves encuentros salía robustecida su inspiración y así surgían las mozamalas, los yaravíes, los festejos y las resbalosas. La segunda tragedia de su vida (después de su invalidez) ocurrió el día en que, por casualidad, la superiora de Las Descalzas lo descubrió vaciando la vejiga. La Madre Lituma cambió varias veces de color y tuvo un ataque de hipo. Corrió a preguntar a María Portal la edad de su hijo y la costurera confesó que, aunque su altura y formas eran de diez, había cumplido dieciocho años. La Madre Lituma, santiguándose, le prohibió la entrada al convento para siempre.
Fue un golpe casi homicida para el bardo de la Plaza de Santa Ana, quien cayó enfermo de romántico, inubicable mal. Estuvo muchos días en cama -altísimas fiebres, delirios melodiosos-, mientras médicos y curanderos probaban ungüentos y conjuros para regresarlo del coma. Cuando se levantó, era un espectro que apenas se tenía en pie. Pero, ¿podía ser de otra manera?, quedar desgajado de su amada fue provechoso para su arte: sentimentalizó su música hasta la lágrima y dramatizó virilmente sus letras. Las grandes canciones de amor de Crisanto Maravillas son de estos años. Sus amistades, cada vez que escuchaban, acompañando las dulces melodías, esos versos desgarrados que hablaban de una muchacha encarcelada, jilguerito en su jaula, palomita cazada, flor recogida y secuestrada en el templo del Señor, y de un hombre doliente que amaba a la distancia y sin esperanzas, se preguntaban: "¿Quién es ella?".Y, curiosidad que perdió a Eva, trataban de identificar a la heroína entre las mujeres que asediaban al aeda.
Porque, pese a su encogimiento y fealdad, Crisanto Maravillas tenía un hechicero atractivo para las limeñas. Blancas con cuentas de banco, cholitas de medio pelo, zambas de conventillo, muchachitas que aprendían a vivir o viejas que se resbalaban, aparecían en el modesto interior H, pretextando pedir un autógrafo. Le hacían ojitos, regalitos, zalamerías, se insinuaban, le proponían citas o, directamente, pecados. ¿Era que, estas mujeres, como las de cierto país que hasta en el nombre de su capital hace gala de pedantería (¿buenos vientos, buenos tiempos, aires saludables?), tenían la costumbre de preferir a los hombres deformes, por ese estúpido prejuicio según el cual son mejores, matrimonialmente hablando, que los normales? No, en este caso ocurría que la riqueza de su arte nimbaba al hombrecito de la Plaza de Santa Ana de una apostura espiritual, que desaparecía su miseria física y hasta lo hacía apetecible.
Crisanto Maravillas, suavidad de convaleciente de tuberculosis, desalentaba educadamente estos avances y hacía saber a las solicitantes que perdían su tiempo. Pronunciaba entonces una esotérica frase que producía un indescriptible desasosiego de chismes a su alrededor: “Yo creo en la fidelidad y soy un pastorcito de Portugal".
Su vida era, para entonces, la bohemia de los gitanos del espíritu. Se levantaba a eso del mediodía y solía almorzar con el párroco de la Iglesia de Santa Aina, un ex-juez de instrucción en cuyo despacho se había mutilado un cuáquero (¿don Pedro Barreda y Zaldívar?) para demostrar su inocencia de un crimen que se le atribuía (¿haber matado a un negro polizonte venido en la panza de un trasatlántico desde el Brasil?). El doctor don Gumercindo Tello, profundamente impresionado, cambió entonces la toga por la sotana. El suceso de la mutilación fue inmortalizado por Crisanto Maravillas en un festejo de quijada, guitarra y cajón: "La sangre me absuelve".
El bardo y el Padre Gumercindo acostumbraban ir juntos por esas calles limeñas donde Crisanto -¿artista que se nutría de la vida misma?- recogía personajes y temas para sus canciones. Su música -tradición, historia, folklore, chismografía- eternizaba en melodías los tipos y las costumbres de la ciudad. En los corrales vecinos a la Plaza del Cercado y en los del Santo Cristo, Maravillas y el Padre Gumercindo asistían al entrenamiento que los galleros daban a sus campeones para las peleas en el Coliseo de Sandia, y así nació la marinera: "Cuídate del ají seco, mamá". O se asoleaban en la placita del Carmen Alto, en cuyo atrio, viendo al titiritero Monleón divertir al vecindario con sus muñecos de trapo, encontró Crisanto el tema del vals "La doncellita del Carmen Alto" (que comienza así: "Tienes deditos de alambre y corazón de paja, ay, mi amor"). Fue también, sin duda, durante esos paseos criollistas por la vieja Lima que Crisanto cruzó a las viejecitas de mantas negras que aparecen en el vals "Beatita, tú también fuiste mujer", y donde asistió a esas peleas de adolescentes de las que habla la polkita: "Los mataperros".
A eso de las seis, los amigos se separaban; el curita volvía a la parroquia a rezar por el alma del caníbal asesinado en el Callao y el bardo iba al garaje del sastre Chumpitaz. Allí, con el grupo de íntimos -el cajoneador Sifuentes, el rascador Tiburcio, ¿la cantante Lucía Acémila?, los guitarristas Felipe y Juan Portocarrero-, ensayaban nuevas canciones, hacían arreglos, y cuando caía la oscuridad alguien sacaba la fraterna botellita de pisco. Así, entre músicas y conversación, ensayo y traguitos, se les pasaban las horas. Cuando era noche, el grupo se iba a comer a cualquier restaurant de la ciudad, donde el artista era siempre invitado de honor. Otros días los esperaban fiestas -cumpleaños, cambio de aros, matrimonios- o contratos en algún club. Regresaban al amanecer y los amigos solían despedir al bardo tullido en la puerta de su hogar. Pero cuando habían partido y se hallaban durmiendo en sus tugurios, la sombra de una figurilla contrahecha y torpe de andar emergía del callejón. Cruzaba la noche húmeda, arrastrando una guitarra, fantasmal entre la garúa y la neblina del alba, e iba a sentarse en la desierta placita de Santa Ana, en la banca de piedra que mira a Las Descalzas. Los gatos del amanecer escuchaban entonces los más sentidos arpegios jamás brotados de guitarra terrena, las más ardientes canciones de amor salidas de estro humano. Unas beatas madrugadoras que, alguna vez, lo sorprendieron así, cantando bajito y llorando frente al convento, propalaron la especie atroz de que, ebrio de vanidad, se había enamorado de la Virgen, a quien daba serenatas al despuntar el día.
Pasaron semanas, meses, años. La fama de Crisanto Maravillas fue, destino de globo que crece y sube en pos del sol, extendiéndose como su música. Nadie, sin embargo, ni su íntimo amigo, el párroco Gumercindo Lituma, ex-guardia civil apaleado brutalmente por su esposa e hijos (¿por criar ratones?) y que, mientras convalecía, escuchó el llamado del Señor, sospechaba la historia de su inconmensurable pasión por la recluida Sor Fátima, quien, en todos estos años, había seguido trotando hacia la santidad. La casta pareja no pudo cambiar palabra desde el día en que la superiora (¿Sor Lucía Acémila?) descubrió que el bardo era un ser dotado de virilidad (¿pese a lo ocurrido, esa mañana infausta, en el despacho del juez instructor?). Pero a lo largo de los años tuvieron la dicha de verse, aunque con dificultad y a distancia. Sor Fátima, una vez monjita, pasó, como sus compañeras del convento, a hacer las guardias que tienen orando en la capilla, de dos en dos, las veinticuatro horas del día, a las Madres Descalzas. Las monjitas veladoras están separadas del público por una rejilla de madera que, pese a ser de calado fino, permite que las gentes de ambos lados lleguen a verse. Esto explicaba, en buena parte, la religiosidad tenaz del bardo de Lima, que lo había hecho víctima, a menudo, de las burlas del vecindario, a las que Maravillas respondió con el piadoso tondero: "Sí, creyente soy…”.