Entre tanto, en el interior del convento, los fieles allí congregados por la música y la religión, morían como moscas. A los aplausos había sucedido un coro de ayes, alaridos y aullidos. Las nobles piedras, los rancios adobes no pudieron resistir el estremecimiento -convulsivo, interminable- de las profundidades. Una a una las paredes se fueron resquebrajando, desmoronando y triturando a quienes trataban de escalarlas para ganar la calle. Así murieron unos célebres exterminadores de ratas y ratones: ¿los Bergua? Segundos después se desfondaron, ruido de infierno y polvo de tornado, las galerías del segundo piso, precipitando -proyectiles vivos, bólidos humanos- contra las gentes apiñadas en el patio a las gentes que se habían instalado en los altos para escuchar mejor a la Madre Gumercinda. Así murió, el cráneo reventado contra las baldosas, el psicólogo de Lima, Lucho Abril Marroquín, que había desneurotizado a media ciudad mediante un tratamiento de su invención (¿que consistía en jugar al retumbante juego del palitroque?). Pero fue el derrumbe de los techos carmelitas lo que produjo el mayor número de muertos en el mínimo tiempo. Así murió, entre otros, la Madre Lucía Acémila, quien tanta fama había ganado en el mundo, luego de desertar su antigua secta, los Testigos de Jehová, por escribir un libro que alabó el Papa: "Escarnio del Tronco en nombre de la Cruz".
La muerte de Sor Fátima y Richard, ímpetu de amor que ni la sangre ni el hábito detienen, fue todavía más triste. Ambos, durante los siglos que duró el fuego, permanecieron indemnes, abrazándose, mientras a su alrededor, asfixiadas, pisoteadas, chamuscadas, perecían las gentes. Ya había cesado el incendio y, entre carbones y espesas nubes, los dos amantes se besaban, rodeados de mortandad. Había llegado el momento de ganar la calle. Richard, entonces, tomando de la cintura a la Madre Fátima, la arrastró hacia uno de los boquetes abiertos en los muros por la braveza del incendio. Pero apenas habían dado unos pasos los amantes, cuando -¿infamia de la tierra carnívora? ¿justicia celestial?- se abrió el suelo a sus pies. El fuego había devorado la trampa que ocultaba la cueva colonial donde Las Carmelitas guardaban los huesos de sus muertos, y allí cayeron, desbaratándose contra el osario, los hermanos ¿luciferinos?
¿Era el diablo quien se los llevaba? ¿Era el infierno el epílogo de sus amores? ¿O era Dios, que, compadecido de su azaroso padecer, los subía a los cielos? ¿Había terminado o tendría una continuación ultraterrena esta historia de sangre, canto, misticismo y fuego?
XIX
Javier nos llamó por teléfono desde Lima a las siete de la mañana. La comunicación era pésima, pero ni los zumbidos ni las vibraciones que la interferían disimulaban lo alarmada que estaba su voz.
– Malas noticias -me dijo, de entrada-. Montones de malas noticias.
A unos cincuenta kilómetros de Lima, el colectivo donde él y Pascual regresaban la víspera, se salió de la carretera y dio una vuelta de campana en el arenal. Ninguno de los dos se hirió, pero el chofer y otro pasajero habían sufrido contusiones serias; fue una pesadilla conseguir, en plena noche, que algún auto se detuviera y les echara una mano. Javier había llegado a su pensión molido de fatiga. Allí recibió un susto todavía mayor. En la puerta lo esperaba mi padre. Se le había acercado, lívido, le había mostrado un revólver, lo había amenazado con pegarle un tiro si no revelaba al instante dónde estábamos yo y la tía Julia. Muerto de pánico (“Hasta ahora sólo había visto revólveres en película, compadre") Javier le juró y requetejuró por su madre y por todos los santos que no lo sabía, que no me veía hacía una semana. Por último, mi padre se había calmado algo y le había dejado una carta, para que me la entregara en persona. Aturdido con lo que acababa de ocurrir, Javier ("qué nochecita, Varguitas"), apenas se fue mi padre decidió hablar inmediatamente con el tío Lucho, para saber si mi familia materna había llegado también a esos extremos de rabia. El tío Lucho lo recibió en bata. Habían conversado cerca de una hora. Él no estaba colérico, sino apenado, preocupado, confuso. Javier le confirmó que estábamos casados con todas las de la ley y le aseguró que él también había tratado de disuadirme, pero en vano. El tío Lucho sugería que volviéramos a Lima cuanto antes, para coger al toro por los cuernos y tratar de arreglar las cosas.
– El gran problema es tu padre, Varguitas -concluyó su informe Javier--. El resto de la familia se irá conformando poco a poco. Pero él está echando chispas. ¡No sabes la carta que te ha dejado!
Lo reñí por leerse las cartas ajenas, y le dije que regresábamos a Lima de inmediato, que a mediodía pasaría a verlo a su trabajo o que lo llamaría por teléfono. Le conté todo a la tía Julia mientras se vestía, sin ocultarle nada, pero tratando de restar truculencia a los hechos.
– Lo que no me gusta nada es lo del revólver -comentó la tía Julia-. Supongo que a quien querrá pegarle un tiro será a mí, ¿no? Oye, Varguitas, espero que mi suegro no me mate en plena luna de miel. ¿Y lo del choque? ¡Pobre Javier! ¡Pobre Pascual! En qué lío los hemos metido con nuestras locuras.
No estaba asustada ni apenada en absoluto, se la veía muy contenta y resuelta a enfrentar todas las calamidades. Así me sentía yo también. Pagamos el hotel, fuimos a tomar un café con leche a la Plaza de Armas y media hora después estábamos otra vez en la carretera, en un viejo colectivo, rumbo a Lima. Casi todo el trayecto nos besamos, en la boca, en las mejillas, en las manos, diciéndonos al oído que nos queríamos y burlándonos de las miradas intranquilas de los pasajeros y del chofer que nos espiaba por el espejo retrovisor.
Llegamos a Lima a las diez de la mañana. Era un día gris, la neblina afantasmaba las casas y las gentes, todo estaba húmedo y uno tenía la sensación de respirar agua. El colectivo nos dejó en la casa de la tía Olga y el tío Lucho. Antes de tocar la puerta, nos apretamos con fuerza las manos, para darnos valor. La tía Julia se había puesto seria y yo sentí que el corazón se me apuraba.
Nos abrió tío Lucho en persona. Hizo una sonrisa que le salió terriblemente forzada, besó a la tía Julia en la mejilla y me besó a mí también.
– Tu hermana está todavía en cama, pero ya despierta -le dijo a la tía Julia, señalando el dormitorio-. Entra, nomás.
Él y yo fuimos a sentarnos a la salita desde la cual se veía el Seminario de los jesuitas, el Malecón y el mar, cuando no había neblina. Ahora sólo se distinguían, borrosas, la pared y la azotea de ladrillos rojos del Seminario.
– No te voy a jalar las orejas porque ya estás grande para que te jalen las orejas -murmuró el tío Lucho. Se lo veía realmente abatido, con señales de desvelo en la cara-. ¿Al menos sospechas en lo que te has metido?
– Era la única manera de que no nos separaran -le repuse, con las frases que tenía preparadas-. Julia y yo nos queremos. No hemos hecho ninguna locura. Lo hemos pensado y estamos seguros de lo que hicimos. Te prometo que vamos a salir adelante.
– Eres un mocoso, no tienes una profesión ni donde caerte muerto, tendrás que dejar la Universidad y romperte el alma para mantener a tu mujer -susurró el tío Lucho, prendiendo un cigarrillo, moviendo la cabeza-. Te has puesto la soga al cuello tú solito. Nadie se conforma, porque en la familia todos esperábamos que llegarías a ser alguien. Da pena ver que por un capricho te has zambullido en la mediocridad.