– No voy a dejar los estudios, voy a terminar la Universidad, voy a hacer las mismas cosas que hubiera hecho sin casarme -le aseguré yo, con ímpetu-. Tienes que creerme y hacer que la familia me crea. Julia me va a ayudar, ahora estudiaré, trabajaré con más ganas.
– Por lo pronto, hay que calmar a tu padre, que está fuera de sus casillas -me dijo el tío Lucho, ablandándose de golpe. Ya había cumplido con jalarme las orejas y ahora parecía dispuesto a ayudarme-. No entiende razones, amenaza con denunciar a Julia a la policía y no sé cuántas cosas.
Le dije que hablaría con él y procuraría que aceptara los hechos. El tío Lucho me miró de pies a cabeza: era una vergüenza que un flamante novio estuviera con la camisa sucia, debería ir a cambiarme y bañarme, y de paso tranquilizar a los abuelitos, que estaban muy inquietos. Conversamos todavía un rato, y hasta tomamos un café, sin que la tía Julia saliera del cuarto de la tía 0lga. Yo afinaba el oído tratando de descubrir si había llanto, gritos, discusión. No, ningún ruido atravesaba la puerta. La tía Julia apareció por fin, sola. Venía arrebatada, como si hubiera tomado mucho sol, pero sonriendo.
– Por lo menos estás viva y enterita -dijo el tío Lucho-. Pensé que tu hermana te jalaría de las mechas.
– El primer momento casi me pega una cachetada -confesó la tía Julia, sentándose a mi lado-. Me ha dicho barbaridades, por supuesto. Pero parece que, a pesar de todo, puedo seguir en la casa, hasta que se aclaren las cosas.
Me paré y dije que tenía que ir a Radio Panamericana: sería trágico que, precisamente ahora, perdiera el trabajo. El tío Lucho me acompañó hasta la puerta, me dijo que volviera a almorzar, y cuando, al despedirme, besé a la tía Julia, lo vi que sonreía.
Corrí a la bodega de la esquina a telefonear a mi prima Nancy y tuve la suerte de que ella misma contestara la llamada. Se le fue la voz al reconocerme. Quedamos en encontrarnos dentro de diez minutos en el Parque Salazar. Cuando llegué al parque, la flaquita estaba ya allí, muerta de curiosidad. Antes de que me contara nada, tuve que narrarle toda la aventura de Chincha y responder a innumerables preguntas suyas sobre detalles inesperados, como, por ejemplo, qué vestido se había puesto la tía Julia para el matrimonio. Lo que le encantó y celebró a carcajadas (pero no me creyó) fue la ligeramente distorsionada versión según la cual el alcalde que nos había casado era un pescador negro, semicalato y sin zapatos. Por fin, después de esto, conseguí que me informara cómo había recibido la noticia la familia. Había ocurrido lo previsible: ir venir de casa a casa, conciliábulos efervescentes, telefonazos innumerables, copiosas lágrimas, y, al parecer, mi madre había sido consolada, visitada, acompañada, como si hubiera perdido a su único hijo. En cuanto a Nancy, la habían acosado a preguntas y amenazas, convencidos de que era nuestra aliada, para que dijera dónde estábamos. Pero ella había resistido, negando rotundamente, y hasta derramó unos lagrimones de cocodrilo que los hicieron dudar. También la flaca Nancy estaba inquieta con mi padre:
– No se te vaya a ocurrir verlo hasta que se le pase el colerón -me advirtió-. Está tan furioso que podría desaparecerte.
Le pregunté por el departamentito que había alquilado y me sorprendió otra vez con su sentido práctico. Esa misma mañana había hablado con la dueña. Tenían que arreglar el baño, cambiar una puerta y pintarlo, de modo que no estaría habitable antes de diez días. Se me cayó el alma a los pies. Mientras caminaba a casa de los abuelos, iba pensando dónde diablos podríamos refugiarnos esas dos semanas.
Sin haber resuelto el problema llegué a casa de los abuelitos y allí me encontré con mi madre. Estaba en la sala y, al verme, rompió en un llanto espectacular. Me abrazó con fuerza, y, mientras me acariciaba los ojos, las mejillas, me hundía los dedos en los cabellos, medio ahogada por los sollozos, repetía con infinita lástima: “Hijito, cholito, amor mío, qué te han hecho, qué ha hecho contigo esa mujer". Hacía cerca de un año que no la veía y, pese al llanto que le hinchaba la cara, la encontré rejuvenecida y apuesta. Hice lo posible por calmarla, asegurándole que no me habían hecho nada, que yo solito había tomado la decisión de casarme. Ella no podía oír mencionar el nombre de su recientísima nuera sin que recrudeciera su llanto; tenía raptos de furia, en los que llamaba a la tía Julia "esa vieja", "esa abusiva", "esa divorciada". De pronto, en medio de la escena, descubrí algo que no se me había pasado por la cabeza: más que el qué dirán la hacía sufrir la religión. Era muy católica y no le importaba tanto que la tía Julia fuese mayor que yo como que estuviera divorciada (es decir, impedida de casarse por la Iglesia).
Por fin conseguí apaciguarla, con ayuda de los abuelos. Los viejecitos fueron un modelo de tino, bondad y discreción. El abuelo se limitó a decirme, mientras me daba en la frente el seco beso de costumbre: "Vaya, poeta, por fin se te ve, ya nos tenías preocupados". Y la abuelita, después de muchos besos y abrazos, me preguntó al oído, con una especie de recóndita picardía, muy bajito, para que no fuera a oír mi mamá: "¿Y la Julita está bien?".
Después de darme un duchazo y cambiarme de ropa -sentí una liberación al botar la que llevaba puesta hacía cuatro días- Pude conversar con mi madre. Había dejado de llorar y estaba tomando una taza de té que le había preparado la abuelita, quien, sentada en el brazo del sillón, la acariciaba como si fuese una niña. Traté de hacerla sonreír, con una broma que resultó de pésimo gusto (“pero, mamacita, deberías estar feliz, si me he casado con una gran amiga tuya") pero luego toqué cuerdas más sensibles jurándole que no dejaría los estudios, que me recibiría de abogado y que, incluso, a lo mejor cambiaba de opinión sobre la diplomacia peruana (“los que no son idiotas son maricas, mamá") y entraba a Relaciones Exteriores, el sueño de su vida. Poco a poco se fue desendureciendo, y, aunque siempre con cara de duelo, me preguntó por la Universidad, por mis notas, por mi trabajo en la Radio y me riñó por lo ingrato que era ya que apenas le escribía. Me dijo que mi padre había sufrido un golpe terrible: él también ambicionaba grandes cosas para mí, por eso impediría que "esa mujer" arruinara mi vida. Había consultado abogados, el matrimonio no era válido, se anularía y la tía Julia podía ser acusada de corruptora de menores. Mi padre estaba tan violento que, por ahora, no quería verme, para que no ocurriera "algo terrible", y exigía que la tía Julia saliera en el acto del país. Si no, sufriría las consecuencias.
Le contesté que la tía Julia y yo nos habíamos casado justamente para no separamos y que iba a ser muy difícil que despachara al extranjero a mi mujer a los dos días de la boda. Pero ella no quería discutir conmigo: "Ya lo conoces a tu papá, ya sabes el carácter que tiene, hay que darle gusto porque si no…” y ponía ojos de terror. Por fin, le dije que iba a llegar tarde a mi trabajo, ya conversaríamos, y antes de despedirme volví a tranquilizarla sobré mi futuro, asegurándole que me recibiría de abogado.
En el colectivo, rumbo al centro de Lima, tuve un presentimiento lúgubre: ¿y si me encontraba a alguien ocupando mi escritorio? Había faltado tres días, y, en las últimas semanas, debido a los frustrantes preparativos matrimoniales, había descuidado por completo los boletines, en los que Pascual y el Gran Pablito debían haber hecho toda clase de barbaridades. Pensé, sombríamente, lo que sería, además de las complicaciones personales del momento, perder el puesto. Empecé a inventar argumentos capaces de enternecer a Genaro-hijo y a Genaro-papá. Pero al entrar al Edificio Panamericano, con el alma en un hilo, mi sorpresa fue mayúscula, pues el empresario progresista, con quien coincidí en el ascensor, me saludó como si nos hubiésemos dejado de ver hacía diez minutos. Tenía la cara grave: