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– Se confirma la catástrofe -me dijo, moviendo la cabeza con pesadumbre; parecía que hubiéramos estado hablando hacía un momento del asunto-. ¿Quieres decirme qué vamos a hacer ahora? Tienen que internarlo.

Bajó del ascensor en el segundo piso, y yo, que, para mantener la confusión, había puesto cara de velorio y murmurado, como perfectamente al tanto de lo que me hablaba, "ah caramba, qué lástima", me sentí feliz de que hubiera ocurrido algo tan grave que hiciera pasar inadvertida mí ausencia. En el altillo, Pascual y el Gran Pablito escuchaban con aire fúnebre a Nelly, la secretaria de Genaro-hijo. Apenas me saludaron, nadie bromeó sobre mi matrimonio. Me miraron desolados:

– A Pedro Camacho se lo han llevado al manicomio -balbuceó el Gran Pablito, con la voz traspasada-. Qué cosa tan triste, don Mario.

Luego, entre los tres, pero sobre todo Nelly, que había seguido los acontecimientos desde la Gerencia, me contaron los pormenores. Todo comenzó los mismos días en que yo andaba absorbido en mis trajines pre-matrimoniales. El principio del fin fueron las catástrofes, esos incendios, terremotos, choques, naufragios, descarrilamientos, que devastaban los radioteatros, acabando en pocos minutos con decenas de personajes.

Esta vez, los propios actores y técnicos de Radio Central, asustados, habían dejado de servir de muro protector al escriba, o habían sido incapaces de impedir que el desconcierto y las protestas de los oyentes llegaran a los Genaros. Pero éstos ya estaban alertados por los diarios, cuyos cronistas radiales se burlaban, hacía días, de los cataclismos de Pedro Camacho. Los Genaros lo habían llamado, interrogado, extremando las precauciones para no herirlo ni exasperarlo. Pero él se les derrumbó en plena reunión, con una crisis nerviosa: las catástrofes eran estratagemas para recomenzar las historias desde cero, pues su memoria le fallaba, no sabía ya qué había ocurrido antes, ni qué personaje era quien, ni a cuál historia pertenecía, y -“llorando a gritos, jalándose los pelos", aseguraba Nelly- les había confesado que, en las últimas semanas, su trabajo, su vida, sus noches, eran un suplicio. Los Genaros lo habían hecho ver por un gran médico de Lima, el doctor Horforio Delgado, y éste dictaminó en el acto que el escriba no estaba en condiciones de trabajar; su mente "exhausta" debía pasar un tiempo en reposo.

Estábamos pendientes del relato de Nelly cuando sonó el teléfono. Era Genaro-hijo, quería verme con urgencia. Bajé a su oficina, convencido de que ahora sí vendría cuando menos una amonestación. Pero me recibió como en el ascensor, dando por supuesto que yo estaba al corriente de sus problemas. Acababa de hablar por teléfono con La Habana, y maldecía porque la CMQ, aprovechándose de su situación, de la urgencia, le había cuadruplicado las tarifas.

– Es una tragedia, una mala suerte única, eran los programas de mayor sintonía, los anunciadores se los peleaban -decía, revolviendo papeles-. ¡Qué desastre volver a depender de los tiburones de la CMQ!

Le pregunté cómo estaba Pedro Camacho, si lo había visto, en cuánto tiempo podría volver a trabajar.

– No hay ninguna esperanza -gruñó, con una especie de furia, pero acabó por adoptar un tono compasivo-. El doctor Delgado dice que su psiquis está en proceso de delicuescencia. Delicuescencia. ¿Tú entiendes eso? Que el alma se le cae a pedazos, supongo, que se le pudre la cabeza o algo así ¿no? Cuando mi padre le preguntó si el restablecimiento podía tomar unos meses, nos respondió: "Tal vez años". ¡Imagínate!

Bajó la cabeza, abrumado, y con seguridad de adivino me predijo lo que ocurriría: al saber que los libretos iban a ser, en adelante, los de la CMQ los anunciadores cancelarían los contratos o pedirían rebajas del cincuenta por ciento. Para mal de males, los nuevos radioteatros no llegarían antes de tres semanas o un mes, porque Cuba ahora era un burdel, había terrorismo, guerrillas, la CMQ andaba alborotada, con gente presa, mil líos. Pero era impensable que los oyentes se quedaran un mes sin radioteatros, Radio Central perdería su público, se lo arrebatarían Radio La Crónica o Radio Colonial que habían comenzado a darle duro con los radioteatros argentinos, esas huachaferías.

– A propósito, para eso te he hecho venir -añadió, mirándome como si en ese momento me descubriera allí-. Tienes que echarnos una mano. Tú eres medio intelectual, para ti será un trabajo fácil.

Se trataba de meterse al depósito de Radio Central, donde se conservaban los viejos libretos, anteriores a la venida de Pedro Camacho. Había que revisarlos, descubrir cuáles podían ser utilizados de inmediato, hasta que llegaran los radioteatros frescos de la CMQ.

– Por supuesto, te pagaremos extra -me precisó-. Aquí no explotamos a nadie.

Sentí una enorme gratitud por Genaro-hijo y una gran piedad por sus problemas. Aunque me diera cien soles, en esos instantes me caían de maravilla. Cuando estaba saliendo de su oficina, su voz me atajó en la puerta:

– Oye, de veras, ya sé que te has casado. -Me volví y me estaba haciendo un ademán afectuoso-. ¿Quién es la víctima? ¿Una mujer, supongo, no? Bueno, felicitaciones. Ya nos tomaremos una copa para celebrarlo.

Desde mi oficina llamé a la tía Julia. Me dijo que la tía Olga se había aplacado algo, pero que a cada rato se asombraba de nuevo y le decía: "Qué loca eres". No la apenó mucho que el departamentito no estuviera aún disponible (“Total, hemos dormido tanto tiempo separados que podemos hacerlo dos semanas más, Varguitas") y me dijo que, después de darse un buen baño y cambiarse de ropa, se sentía muy optimista. Le advertí que no iría a almorzar porque tenía que meterle cuernos con una montaña de radioteatros y que nos veríamos a la noche. Hice El Panamericano y dos boletines y fui a zambullirme en el depósito de Radio Central. Era una cueva sin luz, sembrada de telarañas, y al entrar oí carreritas de ratones en la oscuridad. Había papeles por todas partes: amontonados, sueltos, desparramados, amarrados en paquetes. Inmediatamente comencé a estornudar por el polvo y la humedad. No había posibilidades de trabajar allí, así que me puse a acarrear altos de papel al cubículo de Pedro Camacho y me instalé en el que había sido su escritorio. No quedaba rastro de éclass="underline" ni el diccionario de citas, ni el mapa de Lima, ni sus fichas sociológico-psicológico-raciales. El desorden y la suciedad de los viejos radioteatros de la CMQ eran supremos: la humedad había deshecho las letras, los ratones y cucarachas habían mordisqueado y defecado las páginas, y los libretos se habían mezclado unos con otros como las historias de Pedro Camacho. No había mucho que seleccionar; a lo más, tratar de descubrir algunos textos legibles.

Llevaba unas tres horas de estornudos alérgicos, buceando entre almibaradas truculencias para armar algunos rompecabezas radioteatrales, cuando se abrió la puerta del cubículo y apareció Javier.

– Es increíble que en estos momentos, con los problemas que tienes, sigas con tu manía de Pedro Camacho -me dijo, furioso-. Vengo de donde tus abuelos. Por lo menos, entérate de lo que te pasa y tiembla.

Me lanzó sobre el escritorio, arrebosado de suspirantes libretos, dos sobres. Uno, era la carta que le había dejado mi padre la noche anterior. Decía así:

"Mario: Doy cuarenta y ocho horas de plazo para que esa mujer abandone el país. Si no lo hace, me encargaré yo, moviendo las influencias que haga falta, de hacerle pagar caro su audacia, En cuanto a ti, quiero que sepas que ando armado y que no permitiré que te burles de mí. Si no obedeces al pie de la letra y ésa mujer no sale del país en el plazo indicado, te mataré de cinco balazos como a un perro, en plena calle".

Había firmado con sus dos apellidos y rúbrica y añadido una posdata: "Puedes ir a pedir protección policial, si quieres. Y para que quede bien claro, aquí firmo otra vez mi decisión de matarte donde te encuentre como a un perro". Y, en efecto, había firmado por segunda vez, con trazo más enérgico que la primera. El otro sobre se lo había entregado mi abuelita a Javier hacía media hora, para que me lo trajera. Lo había llevado un guardia; era una citación de la Comisaría de Miraflores. Debía presentarme allí, al día siguiente, a las nueve de la mañana.