– Lo peor no es la carta, sino que, tal como lo vi anoche, puede muy bien cumplir la amenaza -me consoló Javier, sentándose en el alféizar de la ventana-. ¿Qué hacemos, compañerito?
– Por lo pronto, consultar a un abogado -fue lo único que se me ocurrió-. Sobre mi matrimonio y lo otro. ¿Conoces a alguno que nos pueda atender gratis, o darnos crédito?
Fuimos donde un abogado joven, pariente suyo, con quien algunas veces habíamos corrido olas en la playa de Miraflores. Fue muy amable, tomó con humor la historia de Chincha y me hizo algunas bromas; como había calculado Javier, no quiso cobrarme. Me explicó que el matrimonio no era nulo sino anulable, por la corrección de fechas en mi partida. Pero eso requería una acción judicial. Si ésta no se entablaba, a los dos años el matrimonio quedaría automáticamente 'compuesto' y ya no se podía anular. En cuanto a la tía Julia, sí era posible denunciarla como 'corruptora de menores', sentar un parte en la policía y hacerla detener, por lo menos provisionalmente. Luego, habría un juicio, pero él estaba seguro que, vistas las circunstancias -es decir, dado que yo tenía dieciocho y no doce años- era imposible que prosperara la acusación: cualquier tribunal la absolvería.
– De todos modos, si quiere, tu papá puede hacerle pasar muy mal rato a la Julita -concluyó Javier, mientras regresábamos a la Radio, por el jirón de la Unión-. ¿Es verdad que tiene influencia con el gobierno?
No lo sabía; tal vez era amigo de un general, compadre de algún ministro. Bruscamente, decidí que no iba a esperar hasta el día siguiente para saber qué quería la Comisaría. Pedí a Javier que me ayudara a rescatar algunos radioteatros del magma de papeles de Radio Central, para salir de dudas hoy mismo. Aceptó, y me ofreció, también, que si me metían preso me iría a visitar y me llevaría siempre cigarrillos.
A las seis de la tarde entregué a Genaro-hijo dos radioteatros más o menos armados y le prometí que al día siguiente tendría otros tres; di una ojeada veloz a los boletines de las siete y de las ocho, prometí a Pascual que volvería para El Panamericano, y media hora después estábamos con Javier en la Comisaría del Malecón 28 de Julio, en Miraflores. Esperamos un buen rato y, por fin, nos recibieron el comisario -un mayor en uniforme- y el jefe de la PIP. Mi padre había venido esa mañana a pedir que me tomaran una declaración oficial sobre lo ocurrido. Tenían una lista de preguntas escritas a mano, pero mis respuestas las fue transcribiendo a máquina el policía de civil, lo que tomó mucho tiempo, pues era pésimo mecanógrafo. Admití que me había casado (y subrayé enfáticamente que lo había hecho 'por mi propio deseo y voluntad') pero me negué a decir en qué localidad y ante qué Alcaldía. Tampoco contesté quiénes habían sido los testigos. Las preguntas eran de tal naturaleza que parecían concebidas por un tinterillo con malas intenciones: mi fecha de nacimiento y a continuación (como si no estuviera implícito en lo anterior) si era menor de edad o no, dónde vivía y con quién, Y, por supuesto, la edad de la tía Julia (a la que se llamaba "doña" Julia), pregunta que también me negué a responder diciendo que era de mal gusto revelar la edad de las señoras. Esto provocó una curiosidad infantil en la pareja de policías, quienes, luego de haber firmado yo la declaración, adoptando aires paternales, me preguntaron, "sólo por pura curiosidad", cuántos años mayor que yo era la "dama”. Cuando salimos de la Comisaría me sentí de pronto muy deprimido, con la incomoda sensación de ser un asesino o un ladrón.
Javier pensaba que había metido la pata; negarme a revelar el sitio del matrimonio era una provocación que irritaría más a mi padre, y totalmente inútil, pues lo averiguaría en pocos días. Se me hacía cuesta arriba volver a la Radio esa noche, con el estado de ánimo en que estaba, así que me fui donde el tío Lucho. Me abrió la tía Olga; me recibió con cara seria y mirada homicida, pero no me dijo ni palabra, e, incluso, me alcanzó la mejilla para que la besara. Entró conmigo a la sala, donde estaban la tía Julia y el tío Lucho. Bastaba verlos para saber que todo iba color de hormiga. Les pregunté qué sucedía:
– Las cosas se han puesto feas -me dijo la tía Julia, trenzando sus dedos con los míos, y yo vi el malestar que esto provocaba en la tía Olga-. Mi suegro quiere hacerme botar del país como indeseable.
El tío Jorge, el tío Juan y el tío Pedro habían tenido una entrevista esa tarde con mi padre y habían vuelto asustados del estado en que lo vieron. Un furor frío, una mirada fija, una manera de hablar que transparentaba una determinación inconmovible. Era categórico: la tía Julia debía partir del Perú antes de cuarenta y ocho horas o atenerse a las consecuencias. En efecto, era muy amigo -compañero de colegio, tal vez- del ministro de Trabajo de la dictadura, un general llamado Villacorta, ya había hablado con él, y, si no salía por propia voluntad, la tía Julia saldría escoltada por soldados hasta el avión. En cuanto a mí, si no le obedecía, lo pagaría caro. Y, lo mismo que a Javier, también a mis tíos les había mostrado el revólver. Completé el cuadro, enseñándoles la carta y contándoles el interrogatorio policial. La carta de mi padre tuvo la virtud de ganarlos del todo para nuestra causa. El tío Lucho sirvió unos whiskies y cuando estábamos bebiendo la tía Olga se puso de repente a llorar y a decir que cómo era posible, su hermana tratada como una criminal, amenazada con la policía, que ellas pertenecían a una de las mejores familias de Bolivia.
– No hay más remedio que me vaya, Varguitas -dijo la tía Julia. Vi que cambiaba una mirada con mis tíos y comprendí que ya habían hablado de eso-. No me mires así, no es una conspiración, no es para siempre. Sólo hasta que se le pase la rabieta a tu padre. Para evitar más escándalos.
Lo habían conversado y discutido entre los tres y tenían a punto un plan. Habían descartado Bolivia y sugerían que la tía Julia fuera a Chile, a Valparaíso, donde vivía su abuelita. Estaría allí sólo el tiempo indispensable para que se serenaran los ánimos. Volvería en el instante mismo en que yo la llamara. Me opuse con furia, dije que la tía Julia era mi mujer, me había casado con ella para que estuviéramos juntos, en todo caso nos iríamos los dos. Me recordaron que era menor de edad: no podía pedir pasaporte ni salir del país sin permiso paterno. Dije que cruzaría la frontera a escondidas. Me preguntaron cuánta plata tenía para irme a vivir al extranjero. (Me quedaba a duras penas para comprar cigarrillos unos días: el matrimonio y el pago del departamentito habían volatilizado el adelanto de Radio Panamericana, la venta de mi ropa y los empeños en la Caja de Pignoración.)
– Ya estamos casados y eso no nos lo van a quitar -decía la tía Julia, despeinándome, besándome, con los ojos llenos de lágrimas-. Es sólo unas semanas, a lo más unos meses. No quiero que te peguen un tiro por mi culpa.
Durante la comida, la tía Olga y el tío Lucho fueron exponiendo sus argumentos para convencerme. Tenía que ser razonable, ya había salido con mi gusto, me había casado, ahora debía hacer una concesión provisional, para evitar algo irreparable. Debía comprenderlos; ellos, como hermana y cuñado de la tía Julia estaban en postura muy delicada ante mi padre y el resto de la familia: no podían estar contra ni a favor de ella. Nos ayudarían, lo estaban haciendo en esos momentos, y me tocaba hacer algo de mi parte. Mientras la tía Julia estuviera en Valparaíso yo tendría que buscar algún otro trabajo, porque, si no, con qué diablos íbamos a vivir, quién nos iba a mantener. Mi padre acabaría por calmarse, por aceptar los hechos.