Выбрать главу

A eso de la medianoche -mis tíos se habían ido discretamente a dormir y la tía Julia y yo estábamos haciendo el amor horriblemente, a medio vestir, con gran zozobra, los oídos alertas a cualquier ruido- acabé por rendirme. No había otra solución. A la mañana siguiente trataríamos de cambiar el pasaje a La Paz por uno a Chile. Media hora después, mientras caminaba por las calles de Miraflores, hacia mi cuartito de soltero, en casa de los abuelos, sentía amargura e impotencia, y me maldecía por no tener ni siquiera con qué comprarme yo también un revólver.

La tía Julia viajó a Chile dos días después, en un avión que partió al alba. La compañía de aviación no puso reparos en cambiar el pasaje, pero había una diferencia de precio, que cubrimos gracias a un préstamo de mil quinientos soles que nos hizo nadie menos que Pascual. (Me dejó asombrado al contarme que tenía cinco mil soles en una libreta de ahorros, lo que, con el sueldo que ganaba, era realmente una hazaña.) Para que la tía Julia pudiera llevarse algo de dinero vendí, al librero de la calle La Paz, todos los libros que aún conservaba, incluidos los códigos y manuales de Derecho, con lo que compré cincuenta dólares.

La tía Olga y el tío Lucho fueron al aeropuerto con nosotros. La noche anterior yo me quedé en su casa. No dormimos, no hicimos el amor. Después de la comida, mis tíos se retiraron y yo, sentado en la punta de la cama, vi a la tía Julia hacer cuidadosamente su maleta. Luego, fuimos a sentarnos a la sala, que estaba a oscuras. Estuvimos allí tres o cuatro horas, con las manos entrelazadas, muy juntos en el sillón, hablando en voz baja para no despertar a los parientes. A ratos nos abrazábamos, juntábamos nuestras caras y nos besábamos, pero la mayor parte del tiempo la pasamos fumando y conversando. Hablamos de lo que haríamos cuando volviéramos a reunirnos, cómo ella me ayudaría en mi trabajo y cómo, de una manera u otra, tarde o temprano, llegaríamos un día a París a vivir en esa buhardilla donde yo me volvería, por fin, un escritor. Le conté la historia de su compatriota Pedro Camacho, que estaba ahora en una clínica, rodeado de locos, volviéndose loco él mismo sin duda, y planeamos escribirnos todos los días, largas cartas donde nos contaríamos prolijamente todo lo que hiciéramos, pensáramos y sintiéramos. Le prometí que cuando volviera yo habría arreglado las cosas y que estaría ganando lo suficiente para no morirnos de hambre. Cuando sonó el despertador, a las cinco, era todavía noche cerrada, y al llegar al aeropuerto de Limatambo, una hora después, apenas comenzaba a clarear. La tía Julia se había puesto el traje azul que a mí me gustaba y se la veía guapa. Estuvo muy serena cuando nos despedimos, pero sentí que temblaba en mis brazos, y en cambio, a mí, cuando la vi subir al avión, desde la terraza, en la principiante mañana, se me hizo un nudo en la garganta y se me saltaron las lágrimas.

Su exilio chileno duró un mes y catorce días. Fueron, para mí, seis semanas decisivas, en las que (gracias a gestiones con amigos, conocidos, condiscípulos, profesores, a los que busqué, rogué, fastidié, enloquecí para que me echaran una mano) conseguí acumular siete trabajos, incluido, por supuesto, el que ya tenía en Panamericana. El primero fue un empleo en la Biblioteca del Club Nacional, que estaba al lado de la Radio; mi obligación era ir dos horas diarias, entre los boletines de la mañana, a registrar los nuevos libros y revistas y hacer un catálogo de las viejas existencias. Un profesor de historia, de San Marcos, en cuyo curso había tenido notas sobresalientes, me contrató como ayudante suyo, en las tardes, de tres a cinco, en su casa de Miraflores, donde fichaba diversos temas en los cronistas, para un proyecto de una Historia del Perú en el que a él le correspondían los volúmenes de Conquista y Emancipación. El más pintoresco de los nuevos trabajos era un contrato con la Beneficencia Pública de Lima. En el Cementerio Presbítero Maestro existían una serie de cuarteles, de la época colonial, cuyos registros se habían extraviado. Mi misión consistía en desentrañar lo que decían las lápidas de esas tumbas y hacer listas con los nombres y fechas Era algo que podía llevar a cabo a la hora que quisiera y por el que me pagaban a destajo: un sol por muerto. Lo hacía en las tardes, entre el boletín de las seis y El Panamericano, y Javier, que a esas horas estaba libre, solía acompañarme. Como era invierno y oscurecía temprano, el director del Cementerio, un gordo que decía haber asistido en persona, en el Congreso, a la toma de posesión de ocho presidentes del Perú, nos prestaba unas linternas y una escalerita para poder leer los nichos altos. A veces, jugando a que oíamos voces, quejidos, cadenas, y a que veíamos formas blancuzcas entre las tumbas, conseguíamos asustarnos de verdad. Además de ir dos o tres veces por semana al Cementerio, dedicaba a este quehacer todas las mañanas del domingo. Los otros trabajos eran más o menos (más menos que más) literarios. Para el Suplemento Dominical de "El Comercio" hacía cada semana una entrevista a un poeta, novelista o ensayista, en una columna titulada "El hombre y su obra". En la revista "Cultura Peruana" escribía un artículo mensual, para una sección que inventé: "Hombres, libros e ideas", y, finalmente, otro profesor amigo me encomendó redactar para los postulantes a la Universidad Católica (pese a ser yo alumno de la rival, San Marcos) un texto de Educación Cívica; cada lunes tenía que entregarle desarrollado alguno de los asuntos del programa de ingreso (que eran muy diversos, un abanico que cubría desde los símbolos de la Patria hasta la polémica entre indigenistas e hispanistas, pasando por las flores y animales aborígenes).

Con estos trabajos (que me hacían sentir, un poco, émulo de Pedro Camacho) logré triplicar mis ingresos y redondear lo suficiente para que dos personas pudieran vivir. En todos ellos pedí adelantos y así desempeñé mi máquina de escribir, indispensable para las tareas periodísticas (aunque muchos artículos los hacía en Panamericana), y de este modo, también, la prima Nancy compró algunas cosas para acicalar el departamentito alquilado que la dueña me entregó, en efecto, a los quince días. Fue una felicidad la mañana en que tomé posesión de esos dos cuartitos, con su baño diminuto. Seguí durmiendo en casa de los abuelos, porque decidí estrenarlo el día que llegara la tía Julia, pero iba allí casi todas las noches, a redactar artículos y a confeccionar listas de muertos. Aunque no paraba de hacer cosas, de entrar y salir de un sitio a otro, no me sentía cansado ni deprimido, sino, por el contrario, muy entusiasta, y creo que incluso seguía leyendo como antes (aunque sólo en los innumerables ómnibus y colectivos que tomaba diariamente).

Fiel a lo prometido, las cartas de la tía Julia llegaban a diario y la abuelita me las entregaba con una luz traviesa en los ojos, murmurando: "¿de quién será esta cartita, de quién será?". Yo también le escribía seguido, era lo último que hacía cada noche, a veces marcado de sueño, dándole cuenta de los trajines de la jornada. En los días que siguieron a su partida fui encontrándome, donde los abuelos, donde los tíos Lucho y Olga, en la calle, a mis numerosos parientes y descubriendo sus reacciones. Eran diversas y algunas inesperadas. El tío Pedro tuvo la más severa: me dejó con el saludo colgado y me volvió la espalda después de mirarme glacialmente.

La tía Jesús derramó unos lagrimones y me abrazó, susurrando con voz dramática: "¡Pobre criatura!". Otras tías y tíos optaron por actuar como si nada hubiera ocurrido; eran cariñosos conmigo, pero no mencionaban a la tía Julia ni se daban por enterados del matrimonio. A mi padre no lo había visto, pero sabía que, una vez satisfecha su exigencia de que la tía Julia saliera del país, se había aplacado algo. Mis padres estaban alojados donde unos tíos paternos, a los que yo no visitaba nunca, pero mi madre venía todos los días a casa de los abuelos y allí nos veíamos. Adoptaba conmigo una actitud ambivalente, afectuosa, maternal, pero cada vez que asomaba, directa o indirectamente, el tema tabú, palidecía, se le salían las lágrimas y aseguraba: "No lo aceptaré jamás". Cuando le propuse que viniera a conocer el departamentito se ofendió como si la hubiera insultado, y siempre se refería al hecho de que yo hubiera vendido mi ropa y mis libros como a una tragedia griega. Yo la hacía callar, diciéndole: "Mamacita, no empieces otra vez con tus radioteatros". Ni ella mencionaba a mi padre, ni yo preguntaba por él, pero, por otros parientes que lo veían llegué a saber que su cólera había cedido el paso a una desesperanza respecto a mi destino, y que solía decir: "Tendrá que obedecerme hasta que cumpla veintiún años; luego puede perderse".