Pese a mis múltiples quehaceres, en esas semanas escribí un nuevo cuento. Se llamaba "La Beata y el Padre Nicolás". Estaba situado en Grocio Prado, por supuesto, y era anticlericaclass="underline" la historia de un curita vivaraz, que, advirtiendo la devoción popular por Melchorita, decidía industrializarla en su provecho, y, con la frialdad y ambición de un buen empresario, planeaba un negocio múltiple, que consistía en fabricar y vender estampitas, escapularios, detentes y toda clase de reliquias de la Beatita, cobrar entradas a los sitios donde vivió, y organizar colectas y rifas para construirle una capilla y costear comisiones que fueran a activar su canonización a Roma. Escribí dos epílogos distintos, como una noticia de periódico: en uno, los habitantes de Grocio Prado descubrían los negocios del Padre Nicolás y lo linchaban y en el otro el curita llegaba a ser arzobispo de Lima. (Decidí que elegiría uno u otro final después de leerle el cuento a la tía Julia.) Lo escribí en la Biblioteca del Club Nacional, donde mi trabajo de catalogador de novedades era algo simbólico.
Los radioteatros que rescaté del almacén de Radio Central (labor que me significó doscientos soles extras) fueron comprimidos para un mes de audiciones, el tiempo que tardaron en llegar los libretos de la CMQ. Pero ni aquéllos ni éstos, como había previsto el empresario progresista, pudieron conservar la audiencia gigantesca conquistada por Pedro Camacho. La sintonía decayó y las tarifas publicitarias tuvieron que ser rebajadas para no perder anunciantes. Pero el asunto no resultó demasiado terrible para los Genaros, quienes, siempre inventivos y dinámicos, encontraron una nueva mina de oro con un programa llamado Responda Por Sesenta y Cuatro Mil Soles. Se propalaba desde el cine Le Paris, y en él, candidatos eruditos en materias diversas (automóviles, Sófocles, fútbol, los Incas) respondían preguntas por cantidades que podían llegar hasta esa suma. A través de Genaro-hijo, con quien (ahora muy de vez en cuando) tomaba cafecitos en el Bransa de La Colmena, seguía los pasos de Pedro Camacho. Estuvo cerca de un mes en la clínica privada del Dr. Delgado, pero como resultaba muy cara, los Genaros consiguieron hacerlo transferir al Larco Herrera, el manicomio de la Beneficencia Pública, donde, al parecer, lo tenían muy bien considerado. Un domingo, después de catalogar tumbas en el Cementerio Presbítero Maestro, fui en ómnibus hasta la puerta del Larco Herrera con la intención de visitarlo. Le llevaba de regalo unas bolsitas de yerbaluisa y de menta para preparar infusiones. Pero en el mismo momento que, entre otras visitas, iba a cruzar el portón carcelario, decidí no hacerlo. La idea de volver a ver al escriba, en este lugar amurallado y promiscuo -en el primer año de Universidad habíamos hecho allí unas prácticas de psicología-, convertido en uno más de esa muchedumbre de locos, me produjo preventivamente gran angustia. Di media vuelta y regresé a Miraflores.
Ese lunes dije a mi mamá que quería entrevistarme con mi padre. Me aconsejó que fuera prudente, no decir nada que lo violentara, no exponerme a que me hiciera daño, y me dio el teléfono de la casa donde estaba alojado. Mi padre me hizo saber que me recibiría a la mañana siguiente, a las once, en la que había sido su oficina antes de viajar a Estados Unidos. Estaba en el jirón Carabaya, al fondo de un pasillo de losetas a ambos lados del cual había departamentos y oficinas. En la Compañía Import/Export -reconocí algunos empleados que habían trabajado ya con él- me hicieron pasar a la Gerencia. Mi padre estaba solo, sentado en su antiguo escritorio. Vestía un terno crema, una corbata verde con motas blancas; lo noté más delgado que hacía un año y algo pálido.
– Buenos días, papá -dije, desde la puerta, haciendo un gran esfuerzo para que mi voz sonara firme.
– Dime lo que tienes que decir -dijo él, de manera más neutra que colérica, señalando un asiento.
Me senté en el borde y tomé aire, como un atleta que se dispone a iniciar una prueba.
– He venido a contarte lo que estoy haciendo, lo que voy a hacer -tartamudeé.
Él permaneció callado, esperando que continuara. Entonces, hablando muy despacio para parecer sereno, espiando sus reacciones, le detallé cuidadosamente los trabajos que había conseguido, lo que ganaba en cada uno, cómo había distribuido mi tiempo para cumplir con todos y, además, hacer los deberes y dar los exámenes de la Universidad. No mentí, pero presenté todo bajo la luz más favorable: tenía mi vida organizada de manera inteligente y seria y estaba ansioso por terminar mi carrera. Cuando me callé, mi padre permaneció también mudo, en espera de la conclusión. Así que, tragando saliva, tuve que decírsela:
– Ya ves que puedo ganarme la vida, mantenerme y seguir los estudios-. Y luego, sintiendo que la voz se me adelgazaba tanto que apenas se oía:- Te he venido a pedir permiso para llamar a Julia. Nos hemos casado y no puede seguir viviendo sola.
Pestañeó, palideció todavía más y, por un instante, pensé que iba a tener uno de esos ataques de rabia que habían sido la pesadilla de mi infancia. Pero se limitó a decirme, secamente:
– Como sabes, ese matrimonio no vale. Tú, menor de edad, no puedes casarte sin autorización. De modo que si te has casado, sólo has podido hacerlo falsificando la autorización o tus partidas. En ambos casos, el matrimonio se puede anular fácilmente.
Me explicó que la falsificación de un documento público era algo grave, penado por la ley. Si alguien tenía que pagar los platos rotos por eso, no sería yo, el menor, a quien los jueces supondrían el inducido, sino la mayor de edad, a quien lógicamente se consideraría la inductora. Después de esa exposición legal, que profirió en tono helado, habló largamente, dejando transparentar, poco a poco, algo de emoción. Yo creía que él me odiaba, cuando la verdad era que siempre había querido mi bien, si se había mostrado alguna vez severo había sido a fin de corregir mis defectos y prepararme para el futuro. Mi rebeldía y mi espíritu de contradicción serían mi ruina. Ese matrimonio había sido ponerme una soga en el cuello. Él se había opuesto pensando en mi bien y no, como creía yo, por hacerme daño, porque ¿qué padre no quería a su hijo? Por lo demás, comprendía que me hubiera enamorado, eso no estaba mal, después de todo era un acto de hombría, más terrible hubiera sido, por ejemplo, que me hubiera dado por ser maricón. Pero casarme a los dieciocho años, siendo un mocoso, un estudiante, con una mujer hecha y derecha y divorciada era una insensatez incalculable, algo cuyas verdaderas consecuencias sólo comprendería más tarde, cuando, por culpa de ese matrimonio, fuera un amargado, un pobre diablo en la vida. Él no deseaba para mí nada de eso, sólo lo mejor y lo más grande. En fin, que tratase por lo menos de no abandonar los estudios, pues lo lamentaría siempre. Se puso de pie y yo también me puse de pie. Siguió un silencio incómodo, puntuado por el tableteo de las máquinas de escribir del otro cuarto. Balbuceé que le prometía terminar la Universidad y él asintió. Para despedirnos, después de un segundo de vacilación, nos abrazamos.
De su oficina, fui al Correo Central y envié un telegrama: "Amnistiada. Mandaré pasaje brevedad posible. Besos". Me pasé esa tarde, donde el historiador, en la azotea de Panamericana, en el Cementerio, devorándome los sesos para imaginar cómo reunir el dinero. Esa noche hice una lista de personas a las que pediría prestado y cuánto a cada una. Pero al día siguiente trajeron donde los abuelitos un telegrama de respuesta: "Llego mañana vuelo LAN. Besos". Después supe que había comprado el pasaje vendiendo sus anillos, aretes, prendedores, pulseras y casi toda su ropa. De modo que cuando la recibí en el aeropuerto de Limatambo, la tarde del jueves, era una mujer pobrísima.