La llevé directamente al departamentito, que había sido encerado y trapeado por la prima Nancy en persona y embellecido con una rosa roja que decía: "Bienvenida". La tía Julia revisó todo, como si fuera un juguete nuevo. Se divirtió viendo las fichas del Cementerio, que tenía bien ordenadas, mis notas para los artículos de "Cultura Peruana", la lista de escritores por entrevistar para "El Comercio", y el horario de trabajo y la tabla de gastos que había hecho y donde teóricamente se demostraba que podíamos vivir. Le dije que, después de hacerle el amor, le leería un cuento que se llamaba "La Beata y el Padre Nicolás" para que me ayudara a elegir el final.
– Vaya, Varguitas -se reía ella, mientras se desvestía a la carrera-. Te estás haciendo un hombrecito. Ahora, para que todo sea perfecto y se te quite esa cara de bebe, prométeme que te dejarás crecer el bigote.
XX
El matrimonio con la tía Julia fue realmente un éxito y duró bastante más de lo que todos los parientes, y hasta ella misma, habían temido, deseado o pronosticado: ocho años. En ese tiempo, gracias a mi obstinación y a su ayuda y entusiasmo, combinados con una dosis de buena suerte, otros pronósticos (sueños, apetitos) se hicieron realidad. Habíamos llegado a vivir en la famosa buhardilla de París y yo, mal que mal, me había hecho un escritor y publicado algunos libros. No terminé nunca la carrera de abogado, pero, para indemnizar de algún modo a la familia y para poder ganarme la vida con más facilidad, saqué un título universitario, en una perversión académica tan aburrida como el Derecho: la Filología Románica.
Cuando la tía Julia y yo nos divorciamos hubo en mi dilatada familia copiosas lágrimas, porque todo el mundo (empezando por mi madre y mi padre, claro está) la adoraba. Y cuando, un año después, volví a casarme, esta vez con una prima (hija de la tía Olga y el tío Lucho, qué casualidad) el escándalo familiar fue menos ruidoso que la primera vez (consistió sobre todo en un hervor de chismes). Eso sí, hubo una conspiración perfecta para obligarme a casar por la iglesia, en la que estuvo involucrado hasta el arzobispo de Lima (era, por supuesto, pariente nuestro), quien se apresuró a firmar las dispensas autorizando el enlace. Para entonces, la familia estaba ya curada de espanto y esperaba de mí (lo que equivalía a: me perdonaba de antemano) cualquier barbaridad.
Había vivido con la tía Julia un año en España y cinco en Francia y luego seguí viviendo con la prima Patricia en Europa, primero en Londres y luego en Barcelona. Para esa época, tenía un trato con una revista de Lima, a la que yo enviaba artículos y ella me pagaba con pasajes que me permitían volver todos los años al Perú por algunas semanas. Estos viajes, gracias a los cuales veía a la familia y a los amigos, eran para mí muy importantes. Pensaba seguir viviendo en Europa de manera indefinida, por múltiples razones, pero sobre todo porque allí había encontrado siempre, como periodista, traductor, locutor o profesor, trabajos que me dejaban tiempo libre. Al llegar a Madrid, la primera vez, le había dicho a la tía Julia: "Voy a tratar de ser un escritor, sólo voy a aceptar trabajos que no me aparten de la literatura". Ella me respondió: "¿Me rasgo la falda, me pongo un turbante y salgo a la Gran Vía a buscar clientes desde hoy?". Lo cierto es que tuve mucha suerte. Enseñando español en la Escuela Berlitz de París, redactando noticias en la France Presse, traduciendo para la Unesco, doblando películas en los estudios de Génévilliers o preparando programas para la Radio-Televisión Francesa, siempre había encontrado empleos alimenticios que me dejaban, cuando menos, la mitad de cada día exclusivamente para escribir. El problema era que todo lo que escribía se refería al Perú. Eso me creaba, cada vez más, un problema de inseguridad, por el desgaste de la perspectiva (tenía la manía de la ficción 'realista'). Pero me resultaba inimaginable siquiera la idea de vivir en Lima. El recuerdo de mis siete trabajos alimenticios limeños, que con las justas nos permitían comer, apenas leer, y escribir sólo a hurtadillas, en los huequitos que quedaban libres y cuando estaba ya cansado, me ponía los pelos de punta y me juraba que no volvería a ese régimen ni muerto. Por otra parte, el Perú me ha parecido siempre un país de gentes tristes.
Por eso el trueque que acordamos, primero con el diario "Expreso" y luego con la revista “Caretas", de artículos por dos pasajes de avión anuales, me resultó providencial. Ese mes que pasábamos en el Perú, cada año, generalmente en el invierno (julio o agosto) me permitía zambullirme en el ambiente, los paisajes, los seres sobre los cuales había estado tratando de escribir los once meses anteriores. Me era enormemente útil (no sé si en los hechos, pero sin la menor duda psicológicamente), una inyección de energía, volver a oír hablar peruano, escuchar a mi alrededor esos giros, vocablos, entonaciones que me reinstalaban en un medio al que me sentía visceralmente próximo, pero del que, de todos modos, me había alejado, del que cada año perdía innovaciones, resonancias, claves.
Las venidas a Lima eran, pues, unas vacaciones en las que, literalmente, no descansaba un segundo y de las que volvía a Europa exhausto. Sólo con mi selvática parentela y los numerosos amigos, teníamos invitaciones diarias a almorzar y comer, y el resto del tiempo lo ocupaban mis trajines documentales. Así, un año, había emprendido un viaje a la zona del Alto Marañón, para ver, oír y sentir de cerca un mundo que era escenario de la novela que escribía, y otro año, escoltado por amigos diligentes, había realizado una exploración sistemática de los antros nocturnos -cabarets, bares, lenocinios-, en los que transcurría la mala vida del protagonista de otra historia. Mezclando el trabajo y el placer -porque esas 'investigaciones' no fueron nunca una obligación, o lo fueron siempre de manera muy vital, afanes que me divertían en sí mismos y no sólo por el provecho literario que pudiera sacarles-, en esos viajes hacía cosas que antes, cuando vivía en Lima, no hice nunca, y que ahora, que he vuelto a vivir en el Perú, tampoco hago: ir a peñas criollas y a los coliseos a ver bailes folklóricos, recorridos por los tugurios de los barrios marginales, caminatas por distritos que conocía mal o desconocía como el Callao. Bajo el Puente y los Barrios Altos, apostar en las carreras de caballos y husmear en las catacumbas de las iglesias coloniales y la (supuesta) casa de la Perricholi.
Ese año, en cambio, me dediqué a una averiguación más bien libresca. Estaba escribiendo una novela situada en la época del general Manuel Apolinario Odría (1948-1956), y en mi mes de vacaciones limeñas, iba, un par de mañanas cada semana, a la hemeroteca de la Biblioteca Nacional, a hojear las revistas y periódicos de esos años, e, incluso, con algo de masoquismo, a leer algunos de los discursos que los asesores (todos abogados, a juzgar por la retórica forense) le hacían decir al dictador. Al salir de la Biblioteca Nacional, a eso del mediodía, bajaba a pie por la avenida Abancay, que comenzaba a convertirse en un enorme mercado de vendedores ambulantes. En sus veredas, una apretada muchedumbre de hombres y mujeres, muchos de ellos con ponchos y polleras serranas, vendían, sobre mantas extendidas en el suelo, sobre periódicos o en quioscos improvisados con cajas, latas y toldos, todas las baratijas imaginables, desde alfileres y horquillas hasta vestidos y ternos, Y, por supuesto, toda clase de comidas preparadas en el sitio, en pequeños braseros. Era uno de los lugares de Lima que más había cambiado, esa avenida Abancay, ahora atestada y andina, en la que no era raro, entre el fortísimo olor a fritura y condimentos, oír hablar quechua. No se parecía en nada a la ancha, severa avenida de oficinistas y alguno que otro mendigo por la que, diez años atrás, cuando era cachimbo universitario, solía caminar en dirección a la misma Biblioteca Nacional. Allí, en esas cuadras, se podía ver, tocar, concentrado, el problema de las migraciones campesinas hacia la capital, que en ese decenio duplicaron la población de Lima e hicieron brotar, sobre los cerros, los arenales, los muladares, ese cerco de barriadas donde venían a parar los millares y millares de seres que, por la sequía, las duras condiciones de trabajo, la falta de perspectivas, el hambre, abandonaban las provincias.