Aprendiendo a conocer esta nueva cara de la ciudad, bajaba por la avenida Abancay en dirección al Parque Universitario y a lo que había sido antes la Universidad de San Marcos (las Facultades se habían mudado a las afueras de Lima y en ese caserón donde yo estudié Letras y Derecho funcionaban ahora un museo y oficinas). No sólo lo hacía por curiosidad y cierta nostalgia, sino también por interés literario, pues en la novela que trabajaba algunos episodios ocurrían en el Parque Universitario, en la casona de San Marcos y en las librerías de viejo, los billares y los tiznados cafecitos de los alrededores. Precisamente, esa mañana estaba plantado, como un turista, frente a la bonita Capilla de los Próceres, observando a los ambulantes del contorno -lustrabotas, alfareros, heladeros, sandwicheros- cuando sentí que me cogían el hombro. Era -doce años más viejo, pero idéntico- el Gran Pablito.
Nos dimos un fuerte abrazo. Realmente, no había cambiado nada: era el mismo cholo fornido y risueño, de respiración asmática, que apenas levantaba los pies del suelo para andar y parecía estar patinando por la vida. No tenía una cana, pese a que debía raspar los sesenta, y llevaba la cabeza bien engominada, los lacios pelos cuidadosamente aplastados, como un argentino de los años cuarenta, Pero se lo veía mucho mejor vestido que cuando era periodista (en teoría) de Radio Panamericana: un terno verde, a cuadros, una corbatita luminosa (era la primera vez que lo veía encorbatado) y los zapatos destellando. Me dio tanto gusto verlo que le propuse tomar un café. Aceptó y terminamos en una mesa del Palermo, un barcito-restaurant ligado, también, en mi memoria, a los años universitarios. Le dije que no le preguntaba cómo lo había tratado la vida pues bastaba verlo para saber que lo había tratado muy bien. Él sonrió -tenía en el índice un anillo dorado con un dibujo incaico-, satisfecho:
– No puedo quejarme -asintió-. Después de tanta pellejería, a la vejez cambió mi estrella. Pero, ante todo, permítame una cervecita, por el gran gusto de verlo. -Llamó al mozo, pidió una Pilsen bien helada y lanzó una risa que le provocó su tradicional ataque de asma-. Dicen que el que se casa se friega. Conmigo fue al revés.
Mientras nos tomábamos la cerveza, el Gran Pablito, con las pausas que le exigían sus bronquios, me contó que al llegar la Televisión al Perú, los Genaros lo pusieron de portero, con uniforme y gorra granates, en el edificio que habían construido en la avenida Arequipa para el Canal Cinco.
– De periodista a portero, parece una degradación -se encogió de hombros-. Y lo era, desde el punto de vista de los títulos. ¿Pero acaso se comen? Me aumentaron el sueldo y eso es lo principal.
Ser portero no era un trabajo matador: anunciar a las visitas, informarles cómo estaban repartidas las secciones de la Televisión, poner orden en las colas para asistir a las audiciones. El resto del tiempo se lo pasaba discutiendo de fútbol con el policía de la esquina. Pero, además -y chasqueó la lengua, saboreando una reminiscencia grata-, con los meses, un aspecto de su trabajo fue ir, todos los mediodías, a comprar esas empanaditas de queso y de carne que hacen en el Berisso, la bodega que está en Arenales, a una cuadra del Canal Cinco. A los Genaros les encantaban, y lo mismo a empleados, actores, locutores y productores, a los cuales también el Gran Pablito les traía empanaditas, con lo que ganaba buenas propinas. Fue en esos trajines entre la Televisión y el Berisso (su uniforme le había merecido entre los chiquillos del barrio el apodo de Bombero) que el Gran Pablito conoció a su futura esposa. Era la mujer que fabricaba esas crujientes delicias: la cocinera del Berisso.
– La impresionó mi uniforme y mi quepí de general, me vio y cayó rendida -se reía, se ahogaba, bebía su cerveza, volvía a ahogarse y continuaba el Gran Pablito-. Una morena que está requetebién. Veinte años más joven que quien le habla. Unas teteras donde no entran balas. Tal cual se la pinto, don Mario.
Había comenzado a meterle conversación y piropearla, ella a reírse y de repente salieron juntos. Se habían enamorado y vivido un romance de película. La morena era de armas tomar, emprendedora y con la cabeza llena de proyectos. A ella se le metió que abrieran un restaurant. Y cuando el Gran Pablito preguntaba “¿con qué?" ella respondía: con la plata que les dieran al renunciar. Y aunque a él le parecía una locura dejar lo seguro por lo incierto, ella salió con su gusto. Las indemnizaciones alcanzaron para un local pobretón en el jirón Paruro y tuvieron que prestarse de todo el mundo para las mesitas y la cocina, y él mismo pintó las paredes y el nombre sobre la puerta: El Pavo Real. El primer año, había dado apenas para sobrevivir y el trabajo fue bravísimo. Se levantaban al alba para ir a La Parada a conseguir los mejores ingredientes y a los precios más bajos, y todo lo hacían solos: ella cocinaba y él servía, cobraba, y entre los dos barrían y arreglaban. Dormían en unos colchones que tendían entre las mesas, cuando se cerraba el local. Pero, a partir del segundo año, la clientela creció. Tanto que habían tenido que contratar un ayudante para cocina y otro para mozo, y, al final, rechazaban clientes, porque no cabían. Y entonces, a esa morena se le ocurrió alquilar la casa de al lado, tres veces más grande. Lo hicieron y no se arrepentían. Ahora, hasta habían habilitado el segundo piso, y ellos tenían una casita frente a El Pavo Real. En vista de que se entendían tan bien, se casaron.
Lo felicité, le pregunté si había aprendido a cocinar.
– Se me ocurre una cosa -dijo de repente el Gran Pablito-. Vamos a buscar a Pascual y almorzaremos en el restaurant. Permítame hacerle ese agasajo, don Mario.
Acepté, porque nunca he sabido rechazar invitaciones, y, también, porque me dio curiosidad ver a Pascual. El Gran Pablito me contó que dirigía una revista de variedades, que también él había progresado. Se veían con frecuencia, Pascual era un asiduo de El Pavo Real.
La revista "Extra" tenía su local -bastante lejos, en una transversal de la avenida Arica, en Breña. Fuimos hasta allá en un ómnibus que en mis tiempos no existía. Tuvimos que dar varias vueltas, porque el Gran Pablito no se acordaba de la dirección. Por fin la encontramos, en una callejuela perdida, a la espalda del cine Fantasía. Desde afuera se podía ver que "Extra" no flotaba en la bonanza: dos puertas de garaje entre las cuales un rótulo precariamente suspendido de un solo clavo anunciaba el nombre del semanario. Adentro, se descubría que los garajes habían sido unidos mediante un simple agujero abierto en la pared, sin pulir ni enmarcar, como si el albañil hubiera abandonado el trabajo a medio hacer. Disimulaba la abertura un biombo de cartón, constelado, como los cuartos de baño de los lugares públicos, de palabrotas y dibujos obscenos. En las paredes del garaje por donde entramos, entre manchas de humedad y mugre, habían fotos, afiches y carátulas de "Extra": se reconocían caras de futbolistas, de cantantes, y, evidentemente, de delincuentes y víctimas. Cada carátula venía acompañada de rechinantes titulares y alcancé a leer frases como "Mata a la madre para casarse con la hija" y "Policía sorprende baile de dominós: ¡todos eran hombres!". Esa habitación parecía servir de redacción, taller de fotografía y archivo. Había tal aglomeración de objetos que resultaba difícil abrirse camino: mesitas con máquinas de escribir, en las que dos tipos tecleaban muy apurados, altos de devoluciones de la revista que un chiquillo estaba ordenando en paquetes que amuraba con una pita; en un rincón, un ropero abierto lleno de negativos, de fotos, de clisés, y, detrás de una mesa, una de cuyas patas había sido reemplazada por tres ladrillos, una chica de chompa roja pasaba recibos a un libro de Caja. Las cosas y las personas del local parecían en un estado supino de estrechez. Nadie nos atajó ni nos preguntó nada y nadie nos devolvió las buenas tardes.