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– Le aseguro que no es como piensa, señor director -se defendía, con gran convicción-. Le he demostrado que a pie llego más rápido a cualquier parte que en esas pestilentes carcochas. No es por roñosería que yo camino, sino para cumplir mis deberes con más diligencia. Y muchas veces corro, señor director.

También en eso seguía siendo el de antes: en su carencia absoluta de humor. Hablaba sin la más ligera sombra de picardía, chispa, e, incluso, emoción, de manera automática, despersonalizada, aunque las cosas que ahora decía hubieran sido entonces impensables en su boca.

– Déjese de estupideces y de manías, estoy viejo para que me tomen el pelo. -El doctor Rebagliati se volvió a nosotros, poniéndonos de testigos-. ¿Han oído una idiotez igual? ¿Que uno puede recorrer las Comisarías de Lima más rápido a pie que en ómnibus? Y este señor quiere que yo me trague semejante caca. -Se volvió otra vez al escriba boliviano, quien no le había quitado la vista de encima, sin echarnos siquiera una mirada de soslayo:- No tengo que recordarle, porque me imagino que usted se acuerda de ello cada vez que se pone frente a un plato de comida, que aquí se le hace un gran favor dándole trabajo, cuando estamos en tan mala situación que deberíamos suprimir redactores, ya no digo dateros. Por lo menos, entonces, agradezca, y cumpla con sus obligaciones.

En eso entró Pascual, diciendo desde el biombo: "Todo listo, el número entró en prensa", y disculpándose por habernos hecho esperar. Yo me acerqué a Pedro Camacho, cuando éste se disponía a salir:

– Cómo está, Pedro -le dije, estirándole la mano-. ¿No se acuerda de mí?

Me miró de arriba abajo, entrecerrando los ojos y adelantando la cara, sorprendido, como si me viera por primera vez en la vida. Por fin, me dio la mano, en un saludo seco y ceremonioso, a la vez que, haciendo su venia característica, decía:

– Tanto gusto. Pedro Camacho, un amigo.

– Pero, no puede ser -dije, sintiendo una gran confusión-. ¿Me he vuelto tan viejo?

– Déjate de jugar al amnésico -Pascual le dio una palmada que lo hizo trastabillar-. ¿No te acuerdas tampoco que te pasabas la vida gorreándole cafecitos en el Bransa?

– Más bien yerbaluisas con menta -bromeé, escrutando, en busca de un signo, la carita atenta y al mismo tiempo indiferente de Pedro Camacho. Asintió (vi su cráneo casi pelado), esbozando una brevísima sonrisa de circunstancias, que puso sus dientes al aire:

– Muy recomendable para el estómago, buen digestivo, y, además, quema la grasa -dijo.

Y rápidamente, como haciendo una concesión para librarse de nosotros:- Sí, es posible, no lo niego. Pudimos conocernos, seguramente. -Y repitió:- Tanto gusto.

El Gran Pablito también se había acercado y le pasó un brazo por el hombro, en un gesto paternal y burlón. Mientras lo remecía medio afectuosa medio despectivamente, se dirigió a mí:

– Es que aquí Pedrito no quiere acordarse de cuando era un personaje, ahora que es la última rueda del coche. -Pascual se rió, el Gran Pablito se rió, yo simulé que reía y el propio Pedro Camacho hizo un conato de sonrisa-. Si hasta nos viene con el cuento de que no se acuerda ni de Pascual ni de mí. -Le pasó la mano por el poco pelo, como a un perrito-. Estamos yendo a almorzar, para recordar esos tiempos en que eras rey. Te armaste, Pedrito, hoy comerás caliente. ¡Estás invitado!

– Cuánto les agradezco, colegas -dijo él, al instante, haciendo su venia ritual-. Pero no me es posible acompañarlos. Me espera mi esposa. Se inquietaría si no llego a almorzar.

– Te tiene dominado, eres su esclavo, qué vergüenza -lo remeció el Gran Pablito.

– ¿Se casó usted? -dije, pasmado, pues no concebía que Pedro Camacho tuviera un hogar, una esposa, hijos…-. Vaya, felicitaciones, yo lo creía un solterón empedernido.

– Hemos festejado nuestras bodas de plata -me repuso, con su tono preciso y aséptico-. Una gran esposa, señor. Abnegada y buena como nadie. Estuvimos separados, por circunstancias de la vida, pero, cuando necesité ayuda, ella volvió para darme su apoyo. Una gran esposa, como le digo. Es artista, una artista extranjera. -Vi que el Gran Pablito, Pascual y el doctor Rebagliati cambiaban una mirada burlona, pero Pedro Camacho no se dio por aludido. Luego de una pausa, añadió: Bien, que se diviertan, colegas, estaré con ustedes en el pensamiento.

– Cuidadito con fallarme otra vez, porque sería la última -le advirtió el doctor Rebagliati, cuando el escriba desaparecía tras del biombo.

No se habían apagado las pisadas de Pedro Camacho -debía de estar llegando a la puerta de calle- y Pascual, el Gran Pablito y el doctor Rebagliati estallaron en carcajadas, a la vez que se guiñaban el ojo, ponían expresiones pícaras y señalaban el lugar por donde había partido.

– No es tan cojudo como parece, se hace el cojudo para disimular la cornamenta -dijo el doctor Rebagliati, ahora exultante-. Cada vez que habla de su mujer siento unas ganas terribles de decirle déjate de llamar artista a lo que en buen peruano se llama estriptisera de tres por medio.

– Nadie se imagina el monstruo que es -me dijo Pascual, poniendo una cara de niño que ve al cuco-. Una argentina viejísima, gordota, con los pelos oxigenados y pintarrajeada. Canta tangos medio calata, en el Mezannine, esa boite para mendigos.

– Cállense, no sean malagradecidos, que los dos se la han tirado -dijo el doctor Rebagliati-. Yo también, para el caso.

– Qué cantante ni cantante, es una puta -exclamó el Gran Pablito, con los ojos como brasas-. Me consta. Yo fui a verla al Mezannine y después del show se me arrimó y vino con que me lo chupaba por veinte libras. No, pues, viejita, si tú ya no tienes dientes y a mí lo que me gusta es que me lo muerdan suavecito. Ni gratis, ni aunque me pagues. Porque le juro que no tiene dientes, don Mario.

– Ya habían estado casados -me dijo Pascual, mientras se desarremangaba la camisa y se ponía el saco y la corbata-. Allá, en Bolivia, antes de que Pedrito viniera a Lima. Parece que ella lo dejó, para irse a putear por ahí. Se juntaron de nuevo cuando lo del manicomio. Por eso se pasa la vida diciendo que es una señora tan abnegada. Porque se juntó otra vez con él cuando estaba loco.

– Le tiene ese agradecimiento de perro porque gracias a ella come -lo rectificó el doctor Rebagliati-. ¿O tú crees que pueden vivir con lo que gana Camacho trayendo datos policiales? Comen de la putona, si no él ya estaría tuberculoso.

– La verdad es que Pedrito no necesita mucho para comer -dijo Pascual. Y me explicó:- Viven en un callejón del Santo Cristo. Qué bajo ha caído ¿no? Aquí el doctorcito no quiere creerme que era un personaje cuando escribía radioteatros, que le pedían autógrafos.

Salimos de la habitación. En el garaje contiguo habían desaparecido la chica de los recibos, los redactores y el muchachito de los paquetes. Habían apagado la luz y el amontonamiento y el desorden tenían ahora cierto aire espectral. En la calle, el doctor Rebagliati cerró la puerta y le echó llave. Empezamos a caminar hacia la avenida Arica en busca de un taxi, los cuatro en una fila. Por decir algo, pregunté por qué Pedro Camacho era sólo datero, por qué no redactor.

– Porque no sabe escribir -dijo, previsiblemente, el doctor Rebagliati-. Es un huachafo, usa palabras que nadie entiende, la negación del periodismo. Por eso lo tengo recorriendo Comisarías. No lo necesito, pero me entretiene, es mi bufón, y, además, gana menos que un sirviente. -Se rió con obscenidad y preguntó:- Bueno, hablando claro, ¿estoy o no estoy invitado a ese almuerzo?