– Por supuesto que si, no faltaba más -dijo el Gran Pablito-. Usted y don Mario son los invitados de honor.
– Es un tipo lleno de manías -dijo Pascual, ya en el taxi, rumbo al jirón Paruro, volviendo al tema-. Por ejemplo, no quiere tomar ómnibus. Todo lo hace a pie, dice que es más rápido. Me imagino lo que camina al día y me canso, sólo recorrer las Comisarías del centro es una patada de kilómetros. ¿Han visto cómo andan sus zapatillas, no?
– Es un avaro de mierda -dijo el doctor Rebagliati, con disgusto.
– Yo no creo que sea tacaño -lo defendió el Gran Pablito-. Sólo un poco locumbeta, y, además, un tipo sin suerte.
El almuerzo fue muy largo, una sucesión de platos criollos, multicolores y ardientes, rociados de cerveza fría, y hubo en él un poco de todo, historietas picantes, anécdotas del pasado, copiosos chismes de personas, una pizca de política, y tuve que satisfacer, una vez más, abundantes curiosidades sobre las mujeres de Europa. Hasta hubo un amago de puñetazos cuando el doctor Rebagliati, ya borracho, comenzó a propasarse con la mujer del Gran Pablito, una morena cuarentona todavía buena moza. Pero yo me las ingenié para que, a lo largo de la espesa tarde, ninguno de los tres dijera una palabra más sobre Pedro Camacho.
Cuando llegué a la casa de la tía Olga y el tío Lucho (que de mis cuñados habían pasado a ser mis suegros) me dolía la cabeza, me sentía deprimido y ya anochecía. La prima Patricia me recibió con cara de pocos amigos. Me dijo que era posible que con el cuento de documentarme para mis novelas, yo, a la tía Julia le hubiera metido el dedo a la boca y le hubiera hecho las de Barrabás, pues ella no se atrevía a decirme nada para que no pensaran que cometía un crimen de lesa cultura. Pero que a ella le importaba un pito cometer crímenes de lesa cultura, así que, la próxima vez que yo saliera a las ocho de la mañana con el cuento de ir a la Biblioteca Nacional a leerme los discursos del general Manuel Apolinario Odría y volviera a las ocho de la noche con los ojos colorados, apestando a cerveza, y seguramente con manchas de rouge en el pañuelo, ella me rasguñaría o me rompería un plato en la cabeza. La prima Patricia es una muchacha de mucho carácter, muy capaz de hacer lo que me prometía.
Fin
Texto Contraportada
En el simple enunciado de su título, La tía Julia y el escribidor anuncia su rigurosa y simétrica estructura, desarrollada en dos niveles que corren paralelos en perfecta alternancia. Por un lado, la tía Julia, esto es la relación afectiva que pasará a ser amorosa del ¡oven narrador -"Varguitas", el futuro escritor en ciernes- en la Lima de los años cincuenta; por otro, y a rnodo de contrapunto a la vocación literaria de aquél, las aventuras urdidas por el "escribidor" Pedro Camocho, autor de seríales de radioteatro, en los que una manipulación delirante de la ¡nfracultura hispánica, llevada al paroxismo de la más grotesca truculencia por el progresivo deterioro mental de su autor, bombardeará desde las regiones plutonianas de la aberración intelectual los ideales flaubertianos del adolescente que es perplejo espectador -y, finalmente, incluso inesperado sustituto temporal- de la actividad del folletinista de las ondas. La tía Julia y el escribidor se nos aparece como el relato de una "educación sentimental" que es a la vez el aprendizaje de la vida, el del oficio de escritor y el de los sentimientos adultos y el desarrollo de la propia personalidad en una sociedad concreta cuyas coordenadas se sitúan con certerísima precisión. Al propio tiempo, en su otra vertiente -la historia del "escribidor"-, la obra constituye no sólo un cuestionamiento tácito de la ¡erarquizacíón literaria -Pedro Camocho ¿no es acaso el oscuro aeda de una innominada e ingente masa de seres humanos iletrados?- sino una riquísima y compleja experiencia técnica cuya capacidad imaginativa ejerce una sabia función de contrapunto, al entrelazarla o enfrentarse al plano de la historia real, y nos muestra las extraordinarias posibilidades de la incursión de Mario Vargas Llosa en una zona nueva de su registro narrativo.