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– Tengo un problema, César.

– Perdón. Tenemos un problema, en tal caso. Así que cuéntamelo todo.

Y Julia se lo contó. Sin omitir nada, ni siquiera la inscripción oculta, que el anticuario acogió con un simple movimiento de cejas. Estaban sentados junto a la vidriera emplomada, y César atendía ligeramente inclinado hacia ella, cruzada la pierna derecha sobre la izquierda, con una mano, que lucía un valioso topacio montado en oro, caída con negligencia sobre el reloj Patek Philippe de la otra muñeca. Era aquel distinguido gesto suyo, no calculado, o quizá no lo fuera desde hacía ya mucho tiempo, el que con tanta facilidad cautivaba a los jovencitos con inquietudes y en busca de sensaciones refinadas, pintores, escultores o artistas en agraz, que César solía apadrinar con devoción y constancia, justo es reconocerlo, que iba más allá de la duración, nunca prolongada, de sus relaciones sentimentales.

«-La vida es breve y la belleza efímera, princesita -era una melancolía burlona la que asomaba a los labios de César al adoptar, casi en un susurro, aquel tono de confidencia-. Y sería injusto poseerla eternamente… Lo hermoso es enseñar a volar a un gorrioncillo, porque en su libertad va implícita tu renuncia… ¿Captas lo delicado de la parábola?»

Julia -como había reconocido en voz alta una vez que él la acusó, entre halagado y divertido, de estarle haciendo una escena de celos- sentía ante aquellos gorrioncillos que revoloteaban alrededor de César una inexplicable irritación, que sólo su afecto por el anticuario, y la conciencia razonada de que éste gozaba de perfecto derecho a vivir su propia vida, le impedían exteriorizar. Como Menchu apuntaba con su habitual falta de tacto: «Lo tuyo, hija, parece un complejo de Electra travestida de Edipo, o viceversa…» Y es que, a diferencia de César, las parábolas de Menchu podían llegar a ser abrumadoramente explícitas.

Cuando Julia terminó de contar la historia del cuadro, el anticuario permaneció en silencio, valorando todo aquello. Después movió la cabeza en señal de asentimiento. No parecía impresionado -en materia de arte, y a aquellas alturas, pocas cosas lo impresionaban-, pero el brillo burlón de sus ojos había dejado paso a un relámpago de interés.

– Fascinante -dijo, y Julia supo en el acto que podía contar con él. Desde que era niña, aquella palabra fue siempre incitación a la complicidad y a la aventura tras la pista de un secreto: el tesoro de los piratas oculto en un cajón de la cómoda isabelina -que él terminó vendiendo al Museo Romántico- o la imaginaria historia de la dama vestida de encajes y atribuida a Ingres cuyo amante, oficial de húsares, murió en Waterloo gritando su nombre en plena carga de caballería… De esta forma, llevada de la mano por César, Julia había vivido cien aventuras bajo cien vidas distintas; e invariablemente, en todas y cada una de ellas, aprendió con él a valorar la belleza, la abnegación y la ternura, así como el delicado y vivísimo placer que podía extraerse de la contemplación de una obra de arte, en la traslúcida textura de una porcelana, en el humilde reflejo de un rayo de sol sobre una pared, descompuesto por el cristal puro en su bella gama de colores.

– Lo primero -estaba diciendo César- es echarle un vistazo a fondo a ese cuadro. Puedo ir a tu casa mañana por la tarde, sobre las siete y media.

– De acuerdo -lo miró con prevención-. Pero es posible que también esté Álvaro.

Si el anticuario estaba sorprendido, no lo dijo. Se limitó a fruncir los labios en una mueca cruel.

– Delicioso. Hace tiempo que no veo a ese cerdo, así que me encantará arrojarle dardos envenenados, envueltos en delicadas perífrasis.

– Por favor, César.

– No te preocupes, querida. Seré benévolo, dadas las circunstancias… Herirá mi mano, sí, mas sin derramar sangre sobre tu alfombra persa. Que por cierto, necesita una limpieza.

Lo miró, enternecida, y puso sus manos sobre las de él.

– Te amo, César.

– Lo sé. Es normal; le pasa a casi todo el mundo.

– ¿Por qué odias tanto a Álvaro?

Era una pregunta estúpida, y él la miró con suave censura.

– Te hizo sufrir -respondió gravemente-. Si me autorizases, sería capaz de sacarle los ojos y echárselos a los perros, por los polvorientos caminos de Tebas. Todo muy clásico. Tú podrías hacer el coro; te imagino bellísima con un peplo, levantando los brazos desnudos hacia el Olimpo, y los dioses roncando allá arriba, absolutamente borrachos.

– Cásate conmigo. En el acto.

César tomó una de sus manos y la besó, rozándola con los labios.

– Cuando seas mayor, princesita.

– Ya lo soy.

– Todavía no. Pero cuando lo seas, Alteza, osaré decirte que te amaba. Y que los dioses, al despertar, no me lo quitaron todo. Sólo mi reino -pareció meditar-. Lo que, bien pensado, es una bagatela.

Era un diálogo íntimo y lleno de recuerdos, de claves compartidas, tan viejo como su amistad. Quedaron en silencio, acompañados por el tic-tac de los relojes centenarios que, en espera de un comprador, seguían desgranando el paso del tiempo.

– En resumen -dijo César al cabo de un instante-. Si he entendido bien, se trata de resolver un asesinato.

Julia lo miró sorprendida.

– Es curioso que digas eso.

– ¿Por qué? Se trata de algo así. Que ocurriese en el siglo quince no cambia las cosas…

– Ya. Pero esa palabra, asesinato, lo pone todo bajo una luz más siniestra -le sonrió inquieta al anticuario-. Puede que estuviese anoche demasiado cansada para verlo de ese modo, pero hasta ahora había tomado la cosa como un juego; algo semejante a descifrar un jeroglífico… Una especie de asunto personal. De amor propio.

– ¿Y?

– Pues que llegas tú con toda naturalidad, hablando de resolver un asesinato “real”, y yo acabo de comprender… -se detuvo un momento con la boca abierta, como asomándose al borde de un abismo-. ¿Te das cuenta? Alguien asesinó o hizo asesinar a Roger de Arras el día de Reyes de mil cuatrocientos sesenta y nueve. Y la identidad del asesino está en el cuadro -se incorporó en la silla, empujada por su propia excitación-. Podríamos aclarar un enigma de cinco siglos… Tal vez la razón por la que una pequeña parte de la historia de Europa discurrió de una forma y no de otra… ¡Imagínate la cotización que La partida de ajedrez puede alcanzar en la subasta, si conseguimos probar todo eso!

Se había levantado y apoyaba las manos sobre el mármol rosa de un velador. Sorprendido al principio y admirado después, asentía el anticuario.

– Millones, querida -confirmó con un suspiro arrancado por la evidencia-. Muchos millones -meditó, convencido-. Con la publicidad adecuada, Claymore puede triplicar o cuadruplicar el precio de salida en la subasta… Un tesoro, ese cuadro tuyo. De veras.

– Tenemos que ver a Menchu. En seguida.

César negó con un gesto, adoptando un aire de enfurruñada reserva.

– Ah, eso sí que no, amor. Ni hablar del peluquín. A mí no me mezcles en historias con tu Menchu… Yo desde la barrera, lo que quieras, como mozo de estoques.

– No seas bobo. Te necesito.

– Y estoy a tu disposición, querida. Pero no me obligues a codearme con esa Nefertiti restaurada y sus proxenetas de turno, vulgo chulos. Esa amiga tuya me produce jaqueca -se indicó una sien-. Exactamente aquí. ¿Ves?

– César…

– De acuerdo, me rindo. Vae victis. Veré a tu Menchu.

Lo besó sonoramente en las bien rasuradas mejillas, oliendo su aroma a mirra. César compraba los perfumes en París y los pañuelos en Roma.

– Te amo, anticuario. Mucho.

– Coba. Pura coba. A mí me la vas a dar tú, a mis años.

Menchu también compraba sus perfumes en París, pero eran menos discretos que los de César. Llegó con una oleada de Rumba de Balenciaga precediéndola como un heraldo por el vestíbulo del Palace, apresurada y sin Max.