Выбрать главу

Lo siguieron por una de las salas, hacia las mesas del fondo.

– No ha sido fácil -aclaró Cifuentes mientras se acercaban- y he pasado el día dándole vueltas al tema… A fin de cuentas -se volvió a medias hacia César, con gesto de excusa- usted me pidió que le recomendase el mejor.

Se detuvieron a poca distancia de una mesa en la que dos hombres mantenían una partida, observados por media docena de curiosos. Uno de los jugadores tamborileaba suavemente con los dedos a un lado del tablero, sobre el que se inclinaba con una expresión grave que Julia consideró idéntica a la que Van Huys había pintado en los jugadores del cuadro. Frente a él, sin que el repiqueteo de su oponente sobre la mesa pareciera molestarle en absoluto, el otro jugador permanecía inmóvil, ligeramente recostado sobre el respaldo de la silla de madera, con las manos en los bolsillos del pantalón y la barbilla hundida sobre la corbata. Resultaba imposible saber si sus ojos, fijos en el tablero, estaban concentrados en el estudio de éste o absortos en alguna idea ajena a la partida.

Los espectadores mantenían un silencio reverencial, como si lo que allí se decidía fuese cuestión de vida o muerte. Ya quedaban pocas piezas sobre el tablero, tan mezcladas que era imposible, para los recién llegados, averiguar quién jugaba con blancas y quién con negras. Al cabo de un par de minutos, el que tamborileaba con los dedos usó la misma mano para avanzar un alfil blanco, interponiéndolo entre su rey y una torre negra. Consumado el movimiento lanzó una breve mirada a su adversario, antes de sumirse de nuevo en la contemplación del tablero y reanudar el suave tamborileo.

Un prolongado murmullo de los espectadores acompañó la jugada. Julia se acercó más y pudo ver cómo el otro ajedrecista, que no había cambiado de postura al mover su adversario, fijaba su atención en el alfil interpuesto. Permaneció así durante un rato y después, con gesto tan lento que fue imposible saber hasta el final a qué pieza se dirigía, movió un caballo negro.

– Jaque -dijo, y recobró su anterior inmovilidad, ajeno al rumor de aprobación que surgió a su alrededor.

Sin que nadie se lo dijese, Julia supo en ese instante que aquel era el hombre que César había pedido conocer y Cifuentes les recomendaba; así que lo observó con atención. Debía de tener poco más de cuarenta años, era muy delgado y de mediana estatura. Se peinaba hacia atrás, sin raya, con grandes entradas en las sienes. Tenía las orejas grandes, la nariz ligeramente aquilina, y sus ojos oscuros se hallaban profundamente instalados en el interior de las cuencas, como si contemplasen el mundo con desconfianza. Estaba lejos de poseer el aire de inteligencia que Julia creía indispensable en un ajedrecista; su expresión era más bien de indolente apatía, una especie de fatiga íntima y desprovista de interés hacia cuanto se hallaba a su alrededor. Tenía, pensó decepcionada la joven, el aspecto de un hombre que, aparte de realizar jugadas correctas sobre un tablero de ajedrez, no espera gran cosa de sí mismo.

Sin embargo -o tal vez precisamente a causa de ello, del tedio infinito que se traslucía en su expresión imperturbable- cuando el rival desplazó su rey una casilla hacia atrás, y él alargó despacio la mano derecha hacia las piezas, el silencio se hizo diáfano y perfecto en aquel rincón de la sala. Julia, quizá porque era ajena a lo que ocurría, intuyó sorprendida que los espectadores no apreciaban al jugador; que éste no gozaba entre ellos de la menor simpatía. Leyó en sus rostros que aceptaban a regañadientes su superioridad ante un tablero, pues como aficionados no podían sustraerse a la necesidad de comprobar sobre los cuadros blancos y negros la evolución precisa, lenta e implacable de la piezas que movía. Pero en el fondo -y de eso acababa la joven de adquirir una inexplicable certeza- todos ellos acariciaban en su interior la esperanza de estar presentes cuando aquel hombre hallara la horma de su zapato, cometiendo el error que lo destrozase ante un adversario.

– Jaque -repitió el jugador.

Su movimiento había sido en apariencia simple, limitándose a hacer que un modesto peón avanzase una casilla. Pero su rival dejó de tamborilear con los dedos y los apoyó en la sien, como para calmar un molesto latido. Después desplazó otra casilla su rey blanco, esta vez hacia atrás y en diagonal. Parecía disponer de tres casillas como refugio, pero por alguna razón que a Julia se le escapaba, escogió aquella. Un susurro de admiración surgido en las inmediaciones parecía indicar la oportunidad del movimiento, pero su adversario no se inmutó.

– Ahí hubiera sido mate -dijo, y no había el menor asomo de triunfo en su tono; sólo la comunicación de un hecho objetivo al oponente. Tampoco había condolencia. Pronunció aquellas palabras antes de mover pieza alguna, como si considerase innecesario acompañarlas con una demostración práctica. Y entonces, casi con desgana, sin dedicar el mínimo interés a la mirada de incredulidad de su adversario y de buena parte de los espectadores, trajo, como si viniera de muy lejos, un alfil a través de la diagonal de casillas blancas que cruzaba el tablero de parte a parte, y lo situó en las inmediaciones del rey enemigo, sin amenazarlo directamente. Entre el rumor de comentarios que estalló en torno a la mesa, Julia dirigió al juego una ojeada confusa; no conocía gran cosa de ajedrez, pero sí lo elemental para saber que un jaque mate implicaba amenaza directa sobre el rey. Y aquel rey blanco parecía a salvo.

Miró a César en espera de una aclaración, y después a Cifuentes. El director sonreía bonachón, moviendo admirado la cabeza.

– Habría sido mate en tres jugadas, en efecto… -le informó a Julia-. Hiciera lo que hiciera, el rey blanco no tenía escapatoria.

– Entonces no entiendo nada -dijo ella-. ¿Qué ha pasado?

Cifuentes emitió una risita contenida.

– Ese alfil blanco era el que podía haber dado el golpe de gracia; aunque, hasta que movió, ninguno de nosotros fue capaz de verlo… Ocurre, sin embargo, que ese caballero, a pesar de saber perfectamente cual es la jugada, no quiere desarrollarla. Ha movido el alfil para mostrarnos la combinación correcta, pero situándolo a propósito en una casilla incorrecta, donde esa pieza resulta inofensiva.

– Sigo sin comprender -dijo Julia-. ¿Es que no quiere ganar la partida?

El director del club Capablanca se encogió de hombros.

– Eso es lo curioso… Hace cinco años que viene aquí, es el mejor ajedrecista que conozco, pero no lo he visto ganar ni una sola vez.

En este momento, el jugador levantó los ojos y su mirada encontró la de Julia. Todo su aplomo, toda la seguridad desplegada en el juego, parecían haberse desvanecido. Era como si, al concluir la partida y volver la vista al mundo que lo rodeaba, aquel hombre se viera desprovisto de los atributos que le aseguraban la envidia y respeto de los demás. Sólo entonces reparó Julia en su corbata vulgar, en la chaqueta marrón con arrugas en la espalda y abolsada en los codos, en el mentón mal afeitado sobre el que azuleaba una barba rasurada a las cinco o seis de la mañana, antes de coger el metro, o el autobús, para ir al trabajo. Incluso la expresión de sus ojos se había apagado, tornándose opaca y gris.

– Les presento -dijo Cifuentes- al señor Muñoz. Jugador de ajedrez.

IV. EL TERCER JUGADOR

«Entonces, Watson -dijo Holmes-. ¿No resulta curioso comprobar cómo, a veces, para conocer el pasado, es preciso conocer antes el futuro?»

R. Smullyan

– Es una partida real -opinó Muñoz-. Algo extraña, pero lógica. Acaban de mover negras.

– ¿Seguro? -preguntó Julia.

– Seguro.

– ¿Cómo lo sabe?

– Lo sé.

Estaban en el estudio de la joven, frente al cuadro iluminado por todas las luces disponibles en la habitación. César en el sofá, Julia sentada en la mesa, Muñoz de pie ante el Van Huys, aún algo perplejo.

– ¿Quiere una copa?

– No.

– ¿Un cigarrillo?

– Tampoco. Yo no fumo.