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Flotaba cierto embarazo. El ajedrecista parecía incómodo, con la arrugada gabardina puesta y abotonada, como si se reservara el derecho a despedirse de un momento a otro, sin dar explicaciones. Conservaba un aire huraño, desconfiado; no había sido fácil llevarlo hasta allí. Al principio, cuando César y Julia le plantearon la cuestión, Muñoz puso una cara que no precisaba comentarios; los tomaba por un par de chiflados. Después adoptó una actitud suspicaz, a la defensiva. Que lo disculparan si ofendía, pero toda aquella historia de asesinatos medievales y una partida de ajedrez pintada en un cuadro era demasiado extraña. Y aunque fuese cierto lo que le contaban, no comprendía muy bien en qué se relacionaba él con todo aquello. A fin de cuentas -lo repitió como si de ese modo estableciera las debidas distancias- sólo era un contable. Un oficinista.

– Pero usted juega al ajedrez -le había dicho César con la más seductora de sus sonrisas. Acababan de cruzar la calle, sentándose en un bar, junto a una máquina tragaperras que, a intervalos, los aturdía con su monótona musiquilla caza-incautos.

– Sí, ¿y qué? -no había desafío, sino indiferencia en la respuesta-. Mucha gente lo hace. Y no veo por qué yo precisamente…

– Dicen que es el mejor.

El ajedrecista le dirigió a César una mirada indefinible. Tal vez lo fuera, creyó leer Julia en aquel gesto, pero eso no tenía nada que ver con el asunto. Ser el mejor no significaba nada. Se podía ser el mejor, igual que se podía ser rubio o tener los pies planos, sin que eso llevara implícita la obligación de ir por ahí demostrándoselo a la gente.

– Si fuera lo que usted dice -respondió al cabo de un instanteme presentaría a torneos y cosas así. Y no lo hago.

– ¿Por qué?

Muñoz le echó un vistazo a su taza de café vacía antes de encogerse de hombros.

– Porque no. Para eso hay que tener ganas. Quiero decir ganas de ganar… -los miró como si no estuviese muy seguro de que entendieran sus palabras-. Y a mí me da lo mismo.

– Un teórico -comentó César, con gravedad en la que Julia detectó oculta ironía.

Muñoz sostuvo la mirada del anticuario con aire reflexivo, como si se esforzara por encontrar la respuesta idónea.

– Tal vez -dijo por fin-. Por eso no creo serles de mucha utilidad.

Hizo el gesto de levantarse, interrumpido apenas iniciado, cuando Julia alargó una mano, poniéndosela en el brazo. Fue un contacto breve, con angustiosa premura que más tarde, a solas, César calificaría, enarcando una ceja, como de oportunísima femineidad, querida, la dama que solicita ayuda sin excederse en los términos, evitando que el pájaro volase. Él, César, no habría sabido hacerlo mejor; sólo hubiera articulado un gritito de alarma en absoluto apropiado a las circunstancias. El caso es que Muñoz miró un momento hacia abajo, fugazmente, la mano que Julia ya retiraba, y permaneció sentado mientras sus ojos se deslizaban por la superficie de la mesa, deteniéndose en la contemplación de sus propias manos, de uñas no muy limpias, inmóviles a uno y otro lado de la taza.

– Necesitamos su ayuda -dijo Julia en voz baja-. Se trata de algo importante, se lo aseguro. Importante para mí y para mi trabajo.

El ajedrecista ladeó un poco la cabeza antes de mirarla, no directamente, sino a la barbilla; como temiendo que dirigirse a sus ojos estableciera entre ambos un compromiso que no estaba dispuesto a asumir.

– No creo que me interese -respondió por fin.

Julia se inclinó sobre la mesa.

– Plantéeselo como una partida distinta a las que ha jugado hasta ahora… Una partida que, esta vez, valdría la pena ganar.

– No veo por qué iba a ser distinta. En el fondo siempre es la misma partida.

César se impacientaba.

– Le aseguro, mi querido amigo -el anticuario traicionaba su irritación dándole vueltas al topacio en su mano derecha- que no consigo explicarme su extraña apatía… ¿Por qué juega, entonces, al ajedrez?

El jugador meditó un poco. Después su mirada volvió a deslizarse sobre la mesa, pero esta vez no se detuvo en la barbilla de César, sino que fue directamente a sus ojos.

– Quizá -respondió con calma- por la misma razón que usted es homosexual.

Parecía que un viento helado acabara de congelar la mesa. Julia encendió un cigarrillo con precipitación, literalmente aterrada por la inconveniencia que Muñoz había formulado sin énfasis ni agresividad alguna. Por el contrario, el ajedrecista miraba al anticuario con una especie de atención cortés, como si, en el curso de un diálogo convencional, aguardase la réplica de un interlocutor respetable. Había una total ausencia de intención en aquella mirada, interpretó la joven. Incluso cierta inocencia, como un turista que, sin percatarse, transgrede las normas locales con su torpeza forastera.

César se limitó a inclinarse un poco hacia Muñoz, con aire interesado y una sonrisa de diversión bailándole en la boca fina y pálida.

– Mi querido amigo -dijo con suavidad-. Por su tono y semblante, deduzco que no tiene nada que objetar a lo que yo, humildemente, podría encarnar de una u otra forma… De idéntico modo, imagino, que nada tenía que objetar contra el rey blanco, o contra el jugador al que se enfrentaba hace un rato allá arriba, en el club. ¿No es cierto?

– Más o menos.

El anticuario se volvió hacia Julia.

– ¿Te das cuenta, princesa? Todo está en orden; no hay motivo de alarma… Este cielo de hombre sólo pretendía sugerir que él no juega al ajedrez sino porque su naturaleza contiene ya el juego en sí -la sonrisa de César se acentuó, condescendiente-. Algo terriblemente relacionado con problemas, combinaciones, ensueños… En comparación con eso ¿qué puede suponer un prosaico jaque mate? -se echó hacia atrás en la silla mirando los ojos de Muñoz, que lo observaban imperturbables-. Yo se lo voy a decir. No supone nada -levantó las palmas de las manos, como si invitara a que Julia y el ajedrecista comprobasen la realidad de sus palabras-. ¿No es verdad, amigo mío?… Sólo un desolador punto final, un forzado retorno a la realidad -arrugó la nariz-. A la verdadera existencia; la rutina de lo común y lo cotidiano.

Cuando César terminó de hablar, Muñoz estuvo un rato en silencio.

– Tiene gracia -entornaba los ojos en algo parecido a una insinuación de sonrisa que no conseguía asentársele en la boca-. Es exactamente eso, supongo. Pero nunca lo había oído decir en voz alta.

– Celebro iniciarlo en la materia -respondió César con intención, y con una risita que le valió una reprobadora mirada de Julia.

– El ajedrecista había perdido parte de su seguridad. Ahora parecía un poco desconcertado.

– ¿Usted también juega al ajedrez?

César soltó una breve carcajada. Insoportablemente teatral esa mañana, pensó Julia; como cada vez que disponía de un público apropiado.

– Sé mover las piezas, como todo el mundo. Pero es un juego que no me da frío ni calor… -dirigió a Muñoz una mirada repentinamente seria-. Yo a lo que juego, mi estimadísimo amigo, es a esquivar cada día los jaques de la vida, que no es poco -movió la mano con desgana y delicadeza, en un gesto que abarcaba a ambos-. Y como usted, querido, como todos, necesito también mis pequeños trucos para ir tirando.

Muñoz miró hacia la puerta de la calle, aún confuso. La luz del local le daba un aire fatigado, acentuando las sombras en sus ojos, que parecían más hundidos. Con las grandes orejas asomando sobre el cuello de la gabardina, la nariz grande y el rostro huesudo, parecía un perro desgarbado y flaco.

– De acuerdo -dijo-. Llévenme a ver ese cuadro.

Y allí estaban, aguardando el veredicto de Muñoz. Su incomodidad inicial por hallarse en una casa desconocida en presencia de una guapa joven, un anticuario de ambiguas aficiones y un cuadro de equívoca apariencia, parecía desvanecerse conforme la partida de ajedrez representada en la pintura se apoderaba de su atención. Durante los primeros minutos la había estado observando inmóvil y en silencio, algo apartado y con las manos a la espalda, en postura idéntica, observó Julia, a la de los curiosos que miraban, en el club Capablanca, el desarrollo de las partidas ajenas. Y, por supuesto, era exactamente eso lo que hacía. Al cabo de un rato, durante el que nadie dijo una palabra, pidió lápiz y papel, y tras otra breve reflexión se apoyó en la mesa para trazar un croquis de la partida, levantando de vez en cuando los ojos para observar la posición de las piezas.