– ¿De qué siglo es la pintura? -preguntó. Había dibujado un cuadrado, dividiéndolo en sesenta y cuatro casillas mediante rayas verticales y horizontales.
– Finales del quince -respondió Julia.
Muñoz fruncía el entrecejo.
– El dato de la fecha es importante. Por esa época, las reglas del ajedrez ya eran casi las mismas que ahora. Pero hasta entonces el movimiento de algunas piezas resultaba distinto… La reina, por ejemplo, sólo podía desplazarse en diagonal a una casilla vecina, y más tarde saltar tres. Y el enroque del rey no se conoció hasta la Edad Media -dejó el dibujo un momento para observar con más atención-. Si quien desarrolló esa partida lo hizo con reglas modernas, tal vez podamos resolverla. Si no, será difícil.
– Fue en la actual Bélgica -apuntó César-. Hacia mil cuatrocientos setenta.
– No creo que haya problema, entonces. Al menos, no insoluble.
Julia se levantó de la mesa para acercarse al cuadro, observando la posición de las piezas pintadas.
– ¿Cómo sabe que acaban de mover las negras?
– Salta a la vista. Basta observar la disposición de las piezas. O los jugadores -Muñoz señaló a Fernando de Ostenburgo-. Ese de la izquierda, el que juega con negras y mira hacia el pintor, o hacia nosotros, está más relajado. Incluso distraído, como si su atención se dirigiera a los espectadores en vez de al tablero… -señaló a Roger de Arras-. El otro, sin embargo, estudia una jugada que acaban de hacerle. ¿No ven cómo se concentra? -volvió a su croquis-. Hay, además, otro método para averiguarlo; en realidad vamos a trabajar con él. Se llama análisis retrospectivo.
– ¿Análisis qué?
– Retrospectivo. Partiendo de una posición determinada en el tablero, reconstruir la partida hacia atrás para comprobar cómo se llegó a esa situación… Una especie de ajedrez al revés, para que me entiendan. Por inducción; se empieza por los resultados y se llega a las causas.
– Como Sherlock Holmes -comentó César, visiblemente interesado.
– Algo así.
Julia se había vuelto hacia Muñoz y le dedicaba una mirada incrédula. Hasta aquel momento, el ajedrez no había significado otra cosa para ella que un juego de reglas algo más complicadas que el parchís, o el dominó, que sólo requería mayor concentración e inteligencia. Por eso la impresionaba tanto la actitud de Muñoz respecto al Van Huys. Era evidente que aquel espacio pictórico en tres planos -espejo, salón, ventana- en donde se planteaba el momento registrado por Pieter Van Huys, un espacio en el que ella misma había llegado a sentir vértigo a causa del efecto óptico creado por el talento del artista, resultaba para Muñoz -que hasta ese momento lo desconocía casi todo respecto al cuadro, e ignoraba buena parte de sus inquietantes connotacionesun espacio familiar al margen del tiempo y los personajes. Un espacio en el que parecía moverse a sus anchas como si, haciendo abstracción del resto, el ajedrecista fuera capaz de asumir en el acto la posición de las piezas, integrándose con pasmosa naturalidad en el juego. Y además, a medida que se concentraba en La partida de ajedrez, Muñoz se iba despojando de su perplejidad inicial, de la reticencia y confusión mostradas en el bar, y volvía a parecerse al jugador impasible y seguro bajo cuya apariencia ella lo vio por primera vez en el club Capablanca. Como si bastara la presencia de un tablero para que aquel hombre huraño, indeciso y gris, recobrase la seguridad y la confianza.
– ¿Quiere decir que es posible jugar hacia atrás, hasta el principio, la partida de ajedrez que hay pintada en el cuadro?
Muñoz hizo uno de aquellos gestos suyos que no comprometían a nada.
– No sé si hasta el principio… Pero supongo que podremos reconstruir unas cuantas jugadas -miró el cuadro, como si acabase de verlo bajo una nueva luz, y luego se dirigió a César-. Imagino que eso es exactamente lo que pretendía el pintor.
– Es usted quien debe averiguarlo -respondió el anticuario-. La perversa pregunta es quién se comió un caballo.
– El caballo blanco -puntualizó Muñoz-. Sólo hay uno fuera del tablero.
– Elemental -dijo César, y añadió, con una sonrisa-. Querido Watson.
El ajedrecista ignoró la broma o no quiso darse por enterado; el humor no parecía ser uno de sus rasgos. Julia se acercó al sofá, sentándose junto al anticuario, fascinada como una chiquilla ante un excitante espectáculo. Muñoz ya había terminado el croquis y se lo mostraba.
– Esta -explicó- es la posición representada en el cuadro:
Como ven, he asignado unas coordenadas a cada una de las casillas, para facilitarles la localización de las piezas. Visto así, desde la perspectiva del jugador de la derecha…
– Roger de Arras -apuntó Julia.
– Roger de Arras o como se llame. El caso es que, visto el tablero desde esa posición, numeramos del uno al ocho las casillas en profundidad, y le adjudicamos una letra, de la A a la H, a las casillas en horizontal -las indicó con el lápiz-. Hay otras clasificaciones más técnicas, pero tal vez se perderían.
– ¿Cada signo corresponde a una pieza?
– Sí. Son signos convencionales, unos negros y otros blancos. Aquí debajo he anotado la identificación de cada uno:
De esa forma, aunque se tengan escasos conocimientos de ajedrez, es fácil comprobar que el rey negro, por ejemplo, está en la casilla A-4. Y que en F-1, por ejemplo, hay un alfil blanco…
¿Comprende?
– Perfectamente.
Muñoz les mostró otros signos que había dibujado a continuación.
– Hasta ahora nos hemos ocupado de las piezas que hay dentro del tablero; pero para analizar la partida es imprescindible saber las que están fuera. Las ya comidas -miró el cuadro-. ¿Cómo se llama el jugador de la izquierda?
– Fernando de Ostenburgo.
– Pues don Fernando de Ostenburgo, que juega con negras, le ha comido a su adversario las siguientes piezas blancas:
Es decir: un alfil, un caballo y dos peones. Por su parte, el tal Roger de Arras le ha comido estas piezas a su contrincante:
– … Que suman cuatro peones, una torre y un alfil -Muñoz se quedó pensativo mirando el croquis-. Vista así la partida, el jugador blanco le lleva ventaja a su oponente: torre, peones, etcétera. Pero, si he entendido bien, esa no es la cuestión, sino quién se comió el caballo. Evidentemente una de las piezas negras, lo que suena a perogrullada; pero aquí hay que ir paso a paso, desde el principio -miró a César y a Julia como si aquello requiriese una disculpa-. No hay nada más engañoso que un hecho obvio. Ese es un principio lógico aplicable al ajedrez: lo que parece evidente no siempre resulta ser lo que de verdad ha ocurrido o está a punto de ocurrir… Resumiendo: esto significa que hemos de averiguar cuál de las piezas negras que están dentro o fuera del tablero, se comió al caballo blanco.
– O quién mató al caballero -matizó Julia.
Muñoz hizo un gesto evasivo.
– Eso ya no es cosa mía, señorita.
– Puede llamarme Julia.
– Pues no es cosa mía, Julia… -observó el papel que contenía el croquis como si en él tuviese apuntado el guión de una charla de la que hubiera perdido el hilo-. Creo que me han hecho venir para que les diga qué pieza se comió al caballo. Si en esa averiguación ustedes dos sacan conclusiones o descifran un jeroglífico, estupendo -los miró con más firmeza, lo que ocurría a menudo al final de una parrafada técnica, como si extrajera dosis de aplomo de sus conocimientos-. En todo caso, es algo de lo que deben ocuparse ustedes. Yo estoy de visita. Sólo soy un jugador de ajedrez.
César lo encontró razonable.
– No veo inconveniente -el anticuario miró a Julia-. Él da los pasos y nosotros los interpretamos… Trabajo en equipo, querida.
Ella encendió otro cigarrillo, asintiendo mientras aspiraba el humo, demasiado interesada para detenerse en detalles de forma. Puso su mano sobre la de César, notando el latido suave y regular del pulso bajo la piel de su muñeca. Después cruzó las piernas sobre el sofá.