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Se detuvo en un semáforo. En espera del verde buscó otros verdes en la noche, y los encontró en las luces fugitivas de los taxis, en semáforos que parpadeaban a lo largo de la avenida, en el neón lejano, compartido con azul y amarillo, de una torre de cristal en cuyo último piso, de ventanas iluminadas, alguien limpiaba o trabajaba a aquellas horas. Se encendió el verde y Julia cruzó buscando ahora rojos, más abundantes en la noche de una gran ciudad; pero se interpuso el destello azul de un coche de la policía que pasaba a lo lejos, sin que Julia llegase a escuchar la sirena, silencioso como una imagen muda. Rojo automóvil, verde semáforo, azul neón, azul destello… Esa sería, pensó, la gama de colores para interpretar aquel extraño paisaje, la paleta necesaria en la ejecución de una pintura que podría llamarse, irónicamente, “Nocturno”, a exponer en la galería Roch aunque, sin duda, Menchu se haría explicar el título. Todo adecuadamente combinado con tonos de negro: negro oscuridad, negro tiniebla, negro miedo, negro soledad.

¿Sentía realmente miedo? En otras circunstancias, la cuestión hubiera sido buen tema de discusión académica; en la grata compañía de un par de amigos, en una habitación cómoda y caldeada, frente a una chimenea y con una botella a medio vaciar. El miedo como factor inesperado, como conciencia estremecedora de una realidad que se descubre en un momento concreto, aunque siempre haya estado ahí. El miedo como final demoledor de la inconsciencia, o como ruptura de un estado de gracia. El miedo como pecado.

Sin embargo, caminando entre los colores de la noche, Julia era incapaz de considerar como cuestión académica lo que sentía. Había experimentado antes, por supuesto, otras manifestaciones menores de lo mismo: El cuentakilómetros que rebasa lo razonable mientras el paisaje desfila rápidamente a derecha e izquierda y la raya intermitente del asfalto parece una rápida sucesión de balas trazadoras, como en las películas de guerra, engullida por la voraz panza del automóvil. O la sensación de vacío, de hondura insondable y azul, al arrojarse de la cubierta de un barco en mar profunda y nadar, sintiendo cómo el agua resbala sobre la piel desnuda, con la desagradable certeza de que cualquier tipo de tierra firme está demasiado lejos de los pies. Incluso esos otros terrores inconcretos que forman parte de una misma durante el sueño, para establecer duelos caprichosos entre la imaginación y la razón, y a los que, casi siempre, basta un acto de voluntad para reducir al recuerdo, o al olvido, con sólo abrir los párpados hacia las sombras familiares del dormitorio.

Pero aquel miedo, que Julia acababa de descubrir, era diferente. Nuevo, insólito, desconocido hasta entonces, sazonado por la sombra del Mal con mayúscula, inicial de aquello que está en el origen del sufrimiento y del dolor. El Mal capaz de abrir el grifo de una ducha sobre el rostro de un hombre asesinado. El Mal que sólo puede pintarse con negro de oscuridad, negro tiniebla, negro soledad. El Mal con M de miedo. Con M de matar.

Matar. Era sólo una hipótesis, se dijo mientras observaba en el suelo su propia sombra. La gente resbala en las bañeras, rueda escaleras abajo, se salta un semáforo y muere. También los forenses y los policías se pasan de listos de vez en cuando, por deformación profesional. Todo eso era cierto; pero alguien le había enviado a ella el informe de Álvaro cuando Álvaro llevaba veinticuatro horas muerto. Eso no era una hipótesis: los documentos estaban en su propia casa, en un cajón. Y aquello sí era real.

Se estremeció antes de mirar sobre sus pasos para ver si la seguían. Y aunque no esperaba descubrir a nadie, vio, efectivamente, a alguien. Que la siguiese o no a ella, eso era difícil de establecer; pero una silueta caminaba a unos cincuenta metros, iluminada a intervalos cuando cruzaba los espacios de luz que, reverberando en la fachada del museo, pasaban entre las copas de los árboles.

Julia miró al frente, siguiendo su camino. Todos sus músculos contenían la necesidad imperiosa de correr, como cuando era niña y cruzaba el portal oscuro de su casa, antes de subir a saltos la escalera y llamar a la puerta. Pero se impuso la lógica de una mente acostumbrada a la normalidad. Salir corriendo, por el mero hecho de que alguien caminara en su misma dirección, cincuenta metros atrás, no sólo era desproporcionado, sino ridículo. Sin embargo, reflexionó después, pasear tranquilamente por una calle sólo a medias iluminada, con un potencial asesino a la espalda, por muy hipotético que fuese, no sólo era también desproporcionado, sino suicida. El debate entre ambos pensamientos ocupó su atención durante unos instantes en los que, ensimismada, relegó el miedo a un razonable segundo plano para decidir que su imaginación podía jugarle una mala pasada. Inspiró hondo, mirando atrás de reojo mientras se burlaba de sí misma, y en ese momento pudo observar que la distancia entre ella y el desconocido se había acortado unos metros. Entonces volvió a sentir miedo. Tal vez a Álvaro lo habían asesinado realmente, y quien hizo eso le había mandado después el informe sobre el cuadro. Se establecía un vínculo entre La partida de ajedrez, Álvaro, Julia y el presunto, posible o lo que diablos fuera, asesino. Estás hasta el cuello en esto, se dijo, y ya no fue capaz de encontrar pretextos para reírse de su propia inquietud. Miró a su alrededor, buscando alguien a quien acercarse en demanda de ayuda, o simplemente para colgarse de su brazo y rogarle que la acompañara lejos de allí. También pensó regresar a la comisaría, pero aquello planteaba una dificultad: el desconocido se interponía justo en mitad del camino. Un taxi, tal vez. Pero no había ninguna lucecita verde -verde esperanza- a la vista. Entonces sintió la boca tan seca que la lengua se le pegaba al paladar. Calma, se dijo. Conserva la calma, estúpida, o estarás realmente en peligro. Y consiguió reunir la calma suficiente, justo para echar a correr.

Un quejido de trompeta, desgarrado y solitario. Miles Davis en el tocadiscos y la habitación en penumbra, sólo iluminada por un pequeño flexo orientado, desde el suelo, hacia el cuadro. Tic-tac del reloj en la pared, con un leve reflejo metálico cada vez que el péndulo alcanzaba su máxima oscilación a la derecha. Un cenicero humeante, un vaso con restos de hielo y vodka sobre la alfombra, junto al sofá; y sobre éste, Julia, con las piernas encogidas, rodeadas por los brazos, un mechón de pelo cayéndole sobre la cara. Sus ojos, de pupilas dilatadas, fijos ante sí, miraban la pintura sin verla exactamente, enfocados hacia algún punto ideal situado más allá de la superficie, entre ésta y el paisaje entrevisto al fondo, a mitad de camino entre los dos jugadores de ajedrez y la dama sentada junto a la ventana.

Había perdido la noción del tiempo que llevaba sin cambiar de postura, sintiendo la música moverse suavemente en su cerebro junto a los vapores del vodka el calor de sus muslos y rodillas desnudas entre los brazos. A veces, una nota de trompeta emergía con mayor intensidad entre las sombras y ella movía despacio la cabeza a uno y otro lado, siguiendo el compás. Te amo, trompeta. Eres, esta noche, mi única compañía, apagada y nostálgica como la tristeza que rezuma mi alma. Y aquel sonido se deslizaba por la habitación oscura y también por la otra, iluminada, donde los jugadores seguían su partida, para salir por la ventana de Julia, abierta sobre el resplandor de las farolas que iluminaban la calle, allá abajo. Donde tal vez alguien, en la sombra proyectada por un árbol o un portal, miraba hacia arriba, escuchando la música que salía también por la otra ventana, la pintada en el cuadro, hacia el paisaje de suaves verdes y ocres en que despuntaba, apenas esbozada por un finísimo pincel, la minúscula aguja gris de un lejano campanario.