V. EL MISTERIO DE LA DAMA NEGRA
«Ahora ya sabía que había entrado en el país malvado, pero no conocía las reglas del combate»
G. Kasparov
Octavio, Lucinda y Scaramouche los observaban con sus ojos de porcelana pintada, en respetuoso silencio y perfecta inmovilidad, tras el cristal de la urna. La luz de la vidriera emplomada, descompuesta en rombos de color, arlequineaba la chaqueta de terciopelo de César. Nunca Julia había visto a su amigo tan silencioso y quieto, tan parecido a una de las estatuas, bronce, terracota y mármol, situadas un poco por aquí y por allá, entre cuadros, cristales y tapices, en su tienda de antigüedades. En cierto modo ambos, César y Julia, parecían formar parte del decorado, más propio del abigarrado escenario de una farsa barroca que del mundo real donde pasaban la mayor parte de su existencia. César tenía un aspecto especialmente distinguido -al cuello un pañuelo de seda color burdeos y entre los dedos su larga boquilla de marfil- y adoptaba una pose visiblemente clásica, casi goethiano en el contraluz multicolor, una pierna sobre la otra, caída con estudiada negligencia una mano encima de la que sostenía la boquilla, el pelo sedoso y blanco en el halo de luz dorada, roja y azul de la vidriera. Julia vestía una blusa negra con cuello de encaje, y su perfil veneciano iba a reflejarse en un gran espejo que escalonaba en profundidad muebles de caoba y arquetas de nácar, gobelinos y telas, columnas que se retorcían en espirales bajo desconchadas tallas góticas e, incluso, el gesto resignado y vacío de un gladiador de bronce, desnudo y caído de espaldas sobre sus armas, incorporado sobre un codo mientras aguardaba el veredicto, pulgar arriba o pulgar abajo, de un emperador invisible y omnipotente.
– Estoy asustada -confesó, y César hizo un movimiento a medio camino entre la solicitud y la impotencia. Un leve gesto de magnánima e inútil solidaridad, la mano que transparentaba delicadas venas azules suspendida en el aire, entre la luz dorada. Un gesto de amor consciente de sus limitaciones, expresivo y elegante, como el de un cortesano dieciochesco hacia una dama a la que venera cuando entrevé, al final de la calle por la que a ambos los conduce la fúnebre carreta, asomar la sombra de la guillotina.
– Quizá sea excesivo, querida. O al menos prematuro. Nadie ha demostrado todavía que Álvaro no resbalase en la bañera.
– ¿Y los documentos?
– Confieso que no encuentro explicación.
Julia inclinó la cabeza hacia un lado, y las puntas del cabello le rozaron el hombro. Se hallaba absorta en inquietantes imágenes interiores.
– Esta mañana, al despertarme, lo hice rogando que todo no fuese más que una lamentable confusión…
– Tal vez lo sea -el anticuario reflexionó sobre aquello-. Que yo sepa, los policías y los forenses sólo son honrados e infalibles en las películas. Y tengo entendido que, ya, ni siquiera eso.
Sonrió ácidamente, con desgana. Julia lo miraba sin prestar demasiada atención a sus palabras.
– Álvaro asesinado… ¿Te das cuenta?
– No te atormentes, princesa. Esa es sólo una rebuscada hipótesis policial… Y por otra parte, no deberías pensar tanto en él. Se acabó, se fue. De todas formas ya se había ido antes.
– No de ese modo.
– Igual da un modo que otro. Se fue y basta.
– Es demasiado horrible.
– Sí. Pero no ganas nada con darle vueltas y vueltas.
– ¿No? Muere Álvaro, me interrogan, siento que estoy vigilada por alguien a quien le interesa mi trabajo en La partida de ajedrez… Y te sorprende que le dé vueltas. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
– Muy sencillo, hijita. Si las cosas te preocupan hasta ese punto, puedes devolverle el cuadro a Menchu. Si crees realmente que la muerte de Álvaro no fue accidental, cierra tu casa durante un tiempo y haz un viaje. Podemos pasar dos o tres semanas en París; tengo mucho que hacer allí… El caso es alejarte hasta que todo haya pasado.
– ¿Qué está ocurriendo?
– No lo sé, y eso es lo peor. Que no tenemos la menor idea. Como a ti, lo de Álvaro tampoco me preocuparía de no mediar ese asunto de los documentos… -la miró, sonriendo con embarazo-. Y confieso que me inquieta, porque no tengo madera de héroe… Podría ser que alguno de nosotros, sin saberlo, haya abierto una especie de caja de Pandora…
– El cuadro -confirmó Julia, estremeciéndose-. La inscripción oculta.
– Sin duda. Todo empieza por ahí, según parece.
Ella volvió el rostro hacia su imagen en el espejo y se miró largamente, como si no reconociera a la joven de cabellos negros que la observaba en silencio desde sus ojos grandes y oscuros, con leves cercos impresos por el insomnio sobre la piel pálida de los pómulos.
– Tal vez quieran matarme, César.
Los dedos del anticuario se crisparon en torno a la boquilla de marfil.
– No mientras yo viva -dijo, y su continente equívoco y pulcro traslucía una resolución agresiva; la voz se le había quebrado en un tono agudo, casi femenino-. Puedo tener todo el miedo del mundo, querida. Y tal vez más. Pero a ti nadie te hará daño mientras yo pueda evitarlo.
Julia no tuvo más remedio que sonreír, enternecida.
– ¿Qué podemos hacer? -preguntó tras un silencio.
César inclinaba el rostro, considerando seriamente la cuestión.
– Me parece prematuro hacer nada… Aún ignoramos si Álvaro murió accidentalmente o no.
– ¿Y los documentos?
– Estoy seguro de que alguien, en alguna parte, dará una respuesta a esa pregunta. La cuestión, supongo, reside en si quien te hizo llegar el informe es también responsable de la muerte de Álvaro, o si una cosa nada tiene que ver con la otra…
– ¿Y si se confirma lo peor?
César tardó un rato en responder.
– En ese caso, sólo veo dos opciones. Las clásicas, princesita: huir o seguir adelante. Puesto en el dilema, supongo que votaría por huir; pero eso no significa gran cosa… Sabes que, si me lo propongo, puedo llegar a ser endiabladamente pusilánime.
Ella había cruzado las manos sobre la nuca, bajo el cabello, y reflexionaba mirando los ojos claros del anticuario.
– ¿Y de veras huirías así, antes de saber lo que está ocurriendo?
– De veras. Ya sabes que la curiosidad mató al gato.
– No es eso lo que me enseñaste cuando era una cría, ¿recuerdas?… Jamás hay que salir de una habitación sin registrar los cajones.
– Sí; pero entonces nadie andaba por ahí resbalando en las bañeras.
– Eres un hipócrita. En el fondo te mueres por saber lo que pasa.
El anticuario hizo un mohín de reproche.
– Decir que me muero, cariño, es de pésimo gusto, dadas las circunstancias… Precisamente lo que no me apetece nada es morir, ahora que soy casi anciano y tengo adorables jovencitos que alivian mi vejez. Tampoco deseo que mueras tú.
– ¿Y si decido seguir, hasta enterarme de lo que pasa con ese cuadro?
César frunció los labios e hizo vagar su mirada, como si ni siquiera hubiese considerado esa alternativa.
– ¿Por qué habías de hacerlo? Dame una buena razón.
– Por Álvaro.
– No me vale. Álvaro ya no importaba hasta ese punto; te conozco lo bastante como para saberlo… Además, según lo que has contado, él no jugaba limpio en este asunto.
– Entonces por mí -Julia cruzó los brazos, desafiante-. A fin de cuentas, se trata de mi cuadro.
– Oye, creí que estabas asustada. Eso dijiste antes.
– Y lo estoy. Me hago pipí de miedo.
– Entiendo -César apoyó la barbilla sobre sus dedos enlazados, en los que relucía el topacio-. En la práctica -añadió tras una breve reflexión- se trata de buscar el tesoro. ¿No es eso lo que intentas decir?… Como en los viejos tiempos, cuando sólo eras una cría testaruda.
– Como en los viejos tiempos.
– Qué horror. ¿Tú y yo?
– Tú y yo.
– Olvidas a Muñoz. Lo hemos enrolado a bordo.
– Tienes razón. Muñoz, tú y yo, naturalmente.
César hizo una mueca. En sus ojos saltaba una chispa divertida.
– Habrá que enseñarle, entonces, la canción de los piratas. No creo que la sepa.