– Yo tampoco lo creo.
– Estamos locos, chiquilla -el anticuario miraba a Julia con fijeza-. ¿Te das cuenta?
– Qué más da.
– Esto no es un juego, querida… Esta vez no.
Ella sostuvo su mirada, imperturbable. Realmente estaba muy bella, con aquel brillo de resolución que el espejo reflejaba en sus ojos oscuros.
– Qué más da -repitió en voz baja.
César movió indulgente la cabeza. Después se levantó y el haz de rombos luminosos resbaló por su espalda hasta el suelo, a los pies de la joven, mientras él iba hacia el fondo de la sala, al rincón donde tenía su despacho. Durante unos minutos se afanó en la caja fuerte empotrada en el muro, bajo un viejo tapiz de escaso valor, una mala copia de La dama y el unicornio. Cuando regresó, traía un envoltorio en las manos.
– Toma, princesa, para ti. Un regalo.
– ¿Un regalo?
– Eso he dicho. Feliz no-cumpleaños.
Sorprendida, Julia retiró la envoltura de plástico y después el paño engrasado, sopesando en la palma de la mano la pequeña pistola de metal cromado y cachas de nácar.
– Es una Derringer antigua, así que no necesitas licencia de armas -explicó el anticuario-. Pero funciona como si fuese nueva, y está preparada pata disparar balas de calibre cuarenta y cinco. Apenas abulta y puedes llevarla en el bolsillo… Si durante los próximos días alguien se acerca o ronda tu casa -la miró fijamente, sin el menor rastro de humor en sus ojos cansados- me harás el favor de levantar ese chisme, así, y volarle la cabeza. ¿Recuerdas?… Como si fuese el mismísimo capitán Garfio.
Apenas llegó a casa, Julia tuvo tres llamadas telefónicas en media hora. La primera fue de Menchu, preocupada tras haber leído la noticia en los periódicos. Según la galerista, nadie mencionaba otra versión que el accidente. Julia comprobó que la muerte de Álvaro tenía a su amiga sin cuidado: lo que la inquietaba eran posibles complicaciones que alterasen el acuerdo con Belmonte.
La segunda llamada la sorprendió. Era una invitación de Paco Montegrifo para cenar aquella noche y hablar de negocios. Julia aceptó y quedaron citados a las nueve en Sabatini. Después de colgar el teléfono se quedó un rato pensativa, buscando explicación a tan repentino interés. De relacionarse con el Van Huys, lo correcto era que el subastador hablara con Menchu, o que las citase a las dos juntas. Así lo había dicho durante la conversación; pero Montegrifo dejó bien claro que se trataba de algo cuyo interés se limitaba a ellos dos, solos.
Reflexionó mientras se cambiaba de ropa, encendía un cigarrillo y tomaba asiento frente al cuadro para seguir eliminando la capa de barniz envejecido. Aplicaba los primeros toques de algodón cuando sonó por tercera vez el teléfono que estaba en el suelo, sobre la alfombra.
Tiró del cable, acercando el aparato, y descolgó el auricular. Durante los quince o veinte segundos que siguieron se mantuvo atenta sin oír absolutamente nada, a pesar de los inútiles «diga» que pronunció con creciente exasperación hasta que, intimidada, decidió guardar silencio. Se mantuvo así, conteniendo el aliento algunos segundos más, y después colgó el teléfono, bajo una sensación de pánico oscuro, irracional, que llegó igual que una ola inesperada. Miró el aparato sobre la alfombra como si se tratara de un animal venenoso, negro y reluciente, y se estremeció con un movimiento involuntario que la hizo derramar, volcándolo con el codo, un frasco de trementina.
Aquella tercera llamada no contribuía a serenarle el ánimo. Así que cuando sonó el timbre de la calle permaneció inmóvil al otro extremo de la habitación, mirando la puerta cerrada hasta que el tercer timbrazo la hizo reaccionar. Desde que salió por la mañana de la tienda de antigüedades, Julia se había burlado anticipadamente, una docena de veces, del gesto que hizo a continuación. Pero ya no sentía el menor deseo de sonreirse a sí misma cuando, antes de abrir, se detuvo un instante, justo el tiempo necesario pata sacar del bolso la pequeña Derringer, amartillarla y metérsela en el bolsillo del pantalón tejano. A ella no la iban a poner a remojo en una bañera.
Muñoz sacudió el agua de su gabardina y se detuvo, torpe, en el vestíbulo. La lluvia le había pegado el pelo al cráneo y goteaba aún en su frente y punta de la nariz. En el bolsillo, envuelto en la bolsa de unos grandes almacenes, llevaba un tablero de ajedrez plegable.
– ¿Tiene la solución? -preguntó Julia, apenas hubo cerrado la puerta a su espalda.
El jugador hundió la cabeza entre los hombros, con gesto a medio camino entre la disculpa y la timidez. Se le veía incómodo, inseguro en casa ajena, y que Julia fuera joven y atractiva no parecía mejorar la situación.
– Todavía no -miró desolado el charquito de agua que, goteando de la gabardina, se formaba a sus pies-. Acabo de salir del trabajo… Ayer quedamos en vernos aquí a esta hora -dio dos pasos y se detuvo, como si dudara entre quitarse o no la gabardina. Julia extendió una mano y él se la quitó por fin. Después siguió a la joven al estudio.
– ¿Cuál es el problema? -preguntó ella.
– No lo hay. En principio -Muñoz observó el estudio como la vez anterior, sin curiosidad; parecía buscar un punto de apoyo que le permitiese ajustar su comportamiento a las circunstancias-. Es una cuestión de reflexión y de tiempo, nada más. Y no hago otra cosa que pensar en ello.
Estaba con el tablero plegable en las manos, en el centro de la habitación. Julia vio como se fijaba en el cuadro; no necesitó seguir la dirección de su mirada para saber dónde se dirigía. La expresión había cambiado; de huidiza se tornaba firme, con fascinada intensidad. Igual que un hipnotizador sorprendido por sus propios ojos en un espejo.
Muñoz dejó el ajedrez sobre la mesa y fue hacia el cuadro. Lo hizo de una forma peculiar; directamente hacia la parte en que estaban pintados el tablero y las piezas, como si el resto, habitación y personajes, no estuviera allí. Se inclinó para estudiarlos con atención, mucho más intensamente que el día anterior. Y Julia comprendió que, al decir ‘no hago otra cosa que pensar en ello’, no había exagerado lo más mínimo. La forma en que observaba aquella partida era la de un hombre ocupado en resolver algo más que un problema ajeno.
Al cabo de una larga contemplación se volvió hacia Julia.
– Esta mañana he reconstruido las dos jugadas anteriores -dijo sin jactancia; más bien como disculpa por lo que parecía considerar un pobre resultado-. Después encontré un problema… Algo relacionado con la posición de los peones, que es insólita -señaló las piezas pintadas-. No se trata de una partida convencional.
Julia estaba decepcionada. Cuando abrió la puerta, viendo a Muñoz empapado y con su tablero en el bolsillo, estuvo a punto de creer la respuesta al alcance de la mano. Naturalmente, el ajedrecista ignoraba la urgencia, las implicaciones de aquella historia. Pero no era ella quien iba a contárselo, aún.
– Las demás jugadas nos dan igual -dijo-. Sólo hay que descubrir qué pieza se comió al caballo blanco.
Muñoz movió la cabeza.
– Le dedico todo el tiempo de que dispongo -titubeó un poco, como si decir aquello rozase ya la confidencia-. Llevo los movimientos en la cabeza, jugándolos hacia adelante y hacia atrás… -vaciló de nuevo, para terminar curvando los labios en media sonrisa dolorida y distante-. Hay algo extraño en esa partida…
– No sólo es la partida -las miradas de ambos convergieron en la pintura-. Lo que pasa es que César y yo la vemos como parte del cuadro, incapaces de encontrar nada más -Julia reflexionó sobre lo que acababa de decir-… Cuando tal vez el resto del cuadro no sea más que un complemento de la partida.
Muñoz asintió levemente, y Julia tuvo la impresión de que tardaba una eternidad en hacerlo. Aquellos gestos lentos, como si invirtiese en ellos mucho más tiempo del necesario, parecían estar en relación directa con su forma de razonar.
– Se equivoca al decir que no ve nada. Lo está viendo todo, aunque sea incapaz de interpretarlo… -el ajedrecista indicó el cuadro con el mentón, sin moverse-. Yo creo que la cuestión se reduce a un problema de puntos de vista. Lo que tenemos aquí son niveles que se contienen unos a otros: una pintura contiene un suelo que es un tablero de ajedrez, que a su vez contiene personajes. Esos personajes juegan con un tablero de ajedrez que contiene piezas… Y todo, además, reflejado en ese espejo redondo de la izquierda… Si le gusta complicar las cosas, puede añadir otro niveclass="underline" el nuestro, desde el que contemplamos la escena, o las sucesivas escenas. Y, puestos a enredar más el asunto, el nivel desde donde el pintor nos imaginó a nosotros, espectadores de su obra…