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– Es una cuestión -explicó mientras los camareros seguían afanándose en torno a la mesa- que evoluciona curiosamente con la edad… Al principio uno se siente acérrimo partidario del Borgoña tinto o blanco: el mejor compañero hasta que se cumplen treinta y cinco años… Pero después, y sin renegar del Borgoña, hay que pasarse al Burdeos: un vino para adultos, serio y apacible. Sólo a partir de los cuarenta se es capaz de sacrificar una fortuna por una caja de Petrus o de Chateau d’Yquem.

Probó el vino, mostrando su aprobación con un movimiento de cejas, y Julia supo apreciar la exhibición en lo que valía, dispuesta a seguir el juego con naturalidad. Hasta disfrutó de la cena y la banal conversación, decidiendo que, en otras circunstancias, Montegrifo habría sido una agradable compañía con su voz grave, aquellas manos bronceadas y el discreto aroma a agua de colonia, cuero fino y buen tabaco. Incluso a pesar de su costumbre de acariciarse la ceja derecha con el dedo índice y mirar de soslayo, de vez en cuando, su propia imagen reflejada en el cristal de la ventana.

Siguieron hablando de cualquier cosa menos del cuadro, incluso después de terminar ella su rodaja de salmón a la Royale y de ocuparse él, utilizando exclusivamente el tenedor de plata, de su lubina Sabatini. Un auténtico caballero, explicó Montegrifo con una sonrisa que le restaba solemnidad al comentario, no recurría jamás a la pala del pescado.

– ¿Y cómo quita las espinas? -se interesó Julia.

El subastador sostuvo su mirada, imperturbable.

– Nunca voy a restaurantes donde sirven el pescado con espinas.

A los postres, ante una taza de café que pidió, como ella, solo y muy fuerte, Montegrifo sacó una pitillera de plata y escogió cuidadosamente un cigarrillo inglés. Después miró a Julia como se mira a alguien que es objeto de toda nuestra solicitud, antes de inclinarse hacia ella.

– Quiero que trabaje para mí -dijo en voz baja, como si temiera que alguien pudiese oírlo desde el Palacio Real.

Julia, que se llevaba a los labios uno de sus cigarrillos sin filtro, miró los ojos castaños del subastador mientras éste le ofrecía fuego.

– ¿Por qué? -se limitó a preguntar, con el mismo aparente desinterés que si se estuviesen refiriendo a una tercera persona.

– Hay varias razones -Montegrifo había colocado el encendedor de oro sobre la pitillera y rectificaba su posición hasta dejarlo justo en el centro de ésta-. La principal es que mis referencias sobre usted son muy buenas.

– Me alegra oír eso.

– Hablo en serio. Me he informado, como puede imaginar. Conozco sus trabajos en el Prado y para galerías privadas… ¿Aún trabaja en el museo?

– Sí. Tres días a la semana. Me ocupo ahora de un Duccio de Buoninsegna, recién adquirido.

– He oído hablar de ese cuadro. Un trabajo de confianza. Ya sé que le encomiendan cosas importantes.

– A veces.

– Incluso en Claymore hemos tenido el honor de subastar más de una obra restaurada por usted. Aquel Madrazo de la colección Ochoa… Su labor nos permitió elevar un tercio el precio de subasta. Y hubo otro, la pasada primavera. ¿No era Concierto, de López de Ayala?

– Era Mujer al piano, de Rogelio Egusquiza.

– Cierto; muy cierto, discúlpeme. Mujer al piano, por supuesto. Había estado expuesto a la humedad y usted hizo un trabajo admirable -sonrió mientras sus manos casi coincidían cuando dejaron caer la ceniza de sus respectivos cigarrillos en el cenicero-. ¿Y le van bien así las cosas? Quiero decir trabajando un poco a lo que salga -hizo otro alarde de dentadura, en una amplia sonrisa-. De franco-tiradora.

– No me quejo -Julia entornaba los ojos, estudiando a su interlocutor tras el humo del cigarrillo-. Los amigos cuidan de mí, me encuentran cosas. Y además soy independiente.

Montegrifo la miró, con intención.

– ¿En todo?

– En todo.

– Es usted una joven afortunada, entonces.

– Puede que sí. Pero también trabajo mucho.

– Claymore tiene numerosos asuntos que requieren la pericia de alguien como usted… ¿Qué le parece?

– Me parece que no veo inconveniente en hablar de ello.

– Estupendo. Podríamos tener otra charla más formal, en un par de días.

– Como quiera -Julia miró largamente a Montegrifo. Se sentía incapaz de contener por más tiempo la sonrisa burlona que le afloraba a los labios-. Ahora ya puede hablarme del Van Huys.

– ¿Perdón?

La joven apagó su cigarrillo en el cenicero y cruzó los dedos bajo la barbilla mientras se inclinaba un poco hacia el subastador.

– El Van Huys -repitió, casi deletreando las palabras-. Salvo que pretenda poner su mano sobre la mía y decir que soy la chica más linda que conoció en su vida, o algo encantador por el estilo.

Montegrifo tardó apenas una décima de segundo en recomponer la sonrisa, y lo hizo con un aplomo perfecto.

– Me encantaría, pero nunca digo eso hasta después del café. Aunque lo piense -matizó-. Es cuestión de táctica.

– Hablemos entonces del Van Huys.

– Hablemos -la miró largamente, y ella comprobó que, a pesar del gesto de su boca, los ojos castaños no sonreían, sino que estaban alerta, con un reflejo de extrema cautela-. Han llegado hasta mí ciertos rumores, ya sabe… Este mundillo nuestro no es más que un patio de vecinas; todos nos conocemos unos a otros -suspiró, con una especie de reprobación hacia el mundo al que acababa de aludir-. Creo que ha descubierto usted algo en ese cuadro. Y, según me cuentan, eso lo revaloriza bastante.

Julia puso cara de jugar al póker, sabiendo de antemano que hacía falta más que eso para engañar a Montegrifo.

– ¿Quién le ha contado semejante estupidez?

– Un pajarito -el subastador se acarició, pensativo, el arco de la ceja derecha con un dedo-. Pero eso es lo de menos. Lo que importa es que su amiga, la señorita Roch, pretende hacerme una especie de cha -No sé de qué me está hablando.

– Estoy seguro de ello -la sonrisa de Montegrifo permanecía inalterable-. Su amiga pretende reducir la comisión de Claymore y aumentar la suya… -hizo un gesto ecuánime-. La verdad es que nada se lo impide legalmente, pues nuestro acuerdo es verbal; puede romperlo y acudir a la competencia en busca de mejores comisiones.

– Celebro encontrarlo tan comprensivo.

– Ya ve. Pero esa comprensión no impide que, al mismo tiempo, yo procure velar por los intereses de mi empresa…

– Ya me parecía a mí.

– No le ocultaré que he logrado localizar al propietario del Van Huys; un caballero ya mayor. O, para ser exacto, me he puesto en contacto con sus sobrinos. La intención, eso tampoco voy a ocultárselo, era conseguir que la familia prescindiese de su amiga como intermediaria y se arreglara directamente conmigo… ¿Me comprende?

– Perfectamente. Ha intentado jugársela a Menchu.

– Es una forma de expresarlo, sí. Supongo que podríamos llamarlo de ese modo -una sombra cruzó la frente bronceada, imprimiendo cierta dolorida expresión a sus rasgos, como la de alguien a quien se acusa injustamente-. Lo malo es que su amiga, mujer previsora, se había hecho firmar un documento por el dueño. Documento que invalidacualquier gestión que yo pueda realizar… ¿Qué le parece?

– Me parece que lo acompaño a usted en el sentimiento. Más suerte la próxima vez.

– Gracias -Montegrifo encendió otro cigarrillo-. Pero tal vez no esté todo perdido, aún. Usted es íntima amiga de la señorita Roch. Tal vez sería posible persuadirla para llegar a un acuerdo amistoso. Si todos trabajamos juntos, podemos sacarle a ese cuadro una fortuna de la que usted, su amiga, Claymore y yo mismo saldríamos beneficiados. ¿No le parece?

– Es muy posible. Pero ¿por qué me cuenta a mí todo eso en vez de hablar con Menchu?… Se habría ahorrado pagar una cena.

Montegrifo compuso un gesto que pretendía reflejar sincera desolación.

– Usted me gusta, y no sólo como restauradora. Me gusta mucho, si he de serle sincero. Me parece una mujer inteligente y razonable, además de muy atractiva… Me inspira más confianza su mediación que acudir directamente a su amiga, a la que considero, permítame, un poco frívola.