– Resumiendo -dijo Julia-. Espera que yo la convenza.
– Sería -el subastador vaciló unos instantes, buscando con esmero la palabra apropiada-. Sería maravilloso.
– ¿Y qué gano yo con todo esto?
– La consideración de mi empresa, naturalmente. Para ahora y para el futuro. En cuanto a rentabilidad inmediata, y no le pregunto cuánto esperaba ganar con su trabajo en el Van Huys, puedo garantizarle el doble de esa cifra. Considerándolo, naturalmente, como un adelanto sobre el dos por ciento del precio final que La partida de ajedrez alcance en la subasta. Además, estoy en condiciones de ofrecerle un contrato para dirigir el departamento de restauración de Claymore en Madrid… ¿Qué le parece?
– Muy tentador. ¿Tanto esperan sacarle a ese cuadro?
– Ya hay compradores interesados en Londres y Nueva York. Con una campaña publicitaria adecuada, esto puede convertirse en el mayor acontecimiento artístico desde que Christie’s subastó el sarcófago de Tutankhamon… Como usted comprenderá, que en esas condiciones su amiga pretenda ir a la par, resulta excesivo. Ella se ha limitado a buscar restauradora y a ofrecernos el cuadro. El resto lo hacemos nosotros.
Julia meditó sobre todo aquello sin mostrarse impresionada; el género de cosas que podían impresionarla había cambiado mucho en pocos días. Al cabo de unos instantes miró la mano derecha de Montegrifo, que estaba sobre el mantel muy cerca de la suya, e intentó calcular cuantos centímetros había progresado en los últimos cinco minutos. Suficientes para que ya fuese hora de ponerle punto final a la cena.
– Lo intentaré -aseguró, recogiendo su bolso-. Pero no puedo garantizar nada.
Montegrifo se acarició una ceja.
– Inténtelo -sus ojos castaños la miraban con ternura aterciopelada y húmeda-. Por el bien de todos, estoy seguro de que lo conseguirá.
No había rastro de amenaza en su voz. Sólo un tono de súplica afectuosa, tan amistoso e impecable que podía ser sincero. Después tomó la mano de Julia para depositar en ella un suave beso, rozándola apenas con los labios.
– No sé si he dicho ya -añadió en voz baja- que es usted una mujer extraordinariamente bella…
Le pidió que la dejase cerca de Stephan’s, y fue hasta allí dando un paseo. A partir de las doce, el local abría sus puertas para una clientela que los elevados precios y un riguroso ejercicio del derecho de admisión mantenían dentro de límites de distinción apropiada. Se daba cita allí el todo Madrid del arte: desde agentes de casas extranjeras que se hallaban de paso, a la caza de un retablo o una colección privada en venta, hasta propietarios de galerías, investigadores, empresarios, periodistas especializados y pintores de prestigio.
Dejó el abrigo en el guardarropa y, tras saludar a algunos conocidos, caminó por el pasillo hasta el diván, al fondo, donde solía sentarse César. Y allí estaba el anticuario, con las piernas cruzadas y una copa en la mano, enfrascado en íntimo diálogo con un joven rubio y muy guapo. Julia sabía de sobra que César profesaba un especial desdén hacia los locales frecuentados por homosexuales. Para él resultaba cuestión de simple buen gusto evitar el ambiente cerrado, exhibicionista y a menudo agresivo de ese tipo de sitios donde, según contaba con una de sus muecas burlonas, era difícil no verse a sí mismo, querida, como una vieja reina contoneándose en un gallinero. César era un cazador solitario -lo equívoco depurado hasta el límite justo de la eleganciaque se movía a sus anchas en el mundo de los heterosexuales, donde mantenía con absoluta naturalidad sus amistades y realizaba sus conquistas: jóvenes valores del arte a los que guiaba en el descubrimiento de su verdadera sensibilidad, princesa, que esos celestiales muchachos no siempre asumían a priori. A César le gustaba ejercer a un tiempo de Mecenas y de Sócrates con sus exquisitos hallazgos. Después, tras lunas de miel apropiadas que tenían por escenario Venecia, Marraquech o El Cairo, cada una de aquellas historias evolucionaba de un modo natural y distinto. La ya larga e intensa vida de César se había forjado, eso Julia lo sabía muy bien, en una sucesión de deslumbramientos, decepciones, traiciones y también fidelidades que, en momentos de confidencia, ella había escuchado narrar con una delicadeza perfecta, en aquel tono irónico y algo distante con que el viejo anticuario solía encubrir, por mero pudor personal, la expresión de sus más íntimas nostalgias.
Le sonrió desde lejos. Mi chica favorita, dijeron sus labios al moverse silenciosamente mientras dejaba el vaso encima de la mesa, descruzaba las piernas y se ponía en pie, extendiendo las manos hacia ella.
– ¿Qué tal esa cena, princesa?… Un horror, imagino, porque Sabatini ya no es lo que era… -fruncía los labios con una chispa maledicente en los ojos azules-. Esos ejecutivos y banqueros parvenus con sus tarjetas de crédito y sus cuentas de restaurante a cargo de la empresa acabarán por arruinarlo todo… Por cierto, ¿conoces a Sergio?
Julia conocía a Sergio y captaba, como siempre con los amigos de César, la turbación que sentían en su presencia, incapaces de establecer la verdadera naturaleza de los lazos que unían al anticuario con aquella joven bella y tranquila. Con sólo un vistazo se aseguró de que, al menos esa noche y en el caso de Sergio, la cosa carecía de caracteres graves. El joven parecía sensible e inteligente, y no estaba celoso; ya se habían visto otras veces. La presencia de Julia sólo lo intimidaba.
– Montegrifo pretendía hacerme una oferta.
– Muy atento por su parte -César parecía considerar seriamente la cuestión, mientras se sentaban todos juntos-. Mas permíteme que indague, como el viejo Cicerón, Cui bono… ¿En beneficio de quién?
– En el suyo, por supuesto. En realidad ha querido sobornarme.
– Bravo por Montegrifo. ¿Te has dejado? -tocó la boca de Julia con la punta de los dedos-. No, no me lo digas aún, querida; deja que me relama un poco con esta maravillosa incertidumbre… Espero, al menos, que la oferta fuese razonable.
– No era mala. Él también parecía incluirse en ella.
César se pasó la punta de la lengua por los labios, con expectante malicia.
– Muy típico de él, querer matar dos pájaros de un tiro… Siempre tuvo gran sentido práctico -el anticuario se volvió a medias hacia su rubio acompañante, como si le aconsejara así mantener los oídos a salvo de ciertas inconveniencias mundanas. Después miró a Julia con pícara expectación, casi estremeciéndose de placer anticipado-. ¿Y qué le has dicho?
– Que lo pensaré.
– Eres divina. Nunca hay que quemar las naves… ¿Oyes, querido Sergio? Nunca.
El joven observó de reojo a Julia antes de hundir la nariz en su cóctel de champaña. Sin malicia, Julia lo imaginó desnudo, en la penumbra del dormitorio del anticuario, bello y silencioso como una estatua de mármol, con el pelo rubio caído sobre la frente, enhiesto lo que César, con un eufemismo que ella creía tomado de Cocteau, denominaba el áureo cetro o algo por el estilo, presto a templarlo en el antrum amoris de su maduro oponente, o tal vez fuese al revés, el maduro oponente ocupándose del antrum del joven efebo; Julia nunca había llevado su intimidad con César hasta el punto de pedirle detalles sobre ese tipo de cuestiones sobre las que, sin embargo, sentía a veces una curiosidad moderadamente morbosa. Miró de soslayo a César, pulcrísimo y elegante con su camisa de hilo blanco y el pañuelo de seda azul con pintas rojas, el cabello levemente ondulado tras las orejas y en la nuca, y se preguntó una vez más dónde residía el gancho especial de aquel hombre, capaz, aun quincuagenario, de seducir a jóvenes como Sergio. Sin duda, se dijo, en el brillo irónico de sus ojos azules, en la elegancia de sus gestos depurados por generaciones de fina crianza, en aquella pausada sabiduría, nunca del todo expresa, que se adivinaba en el origen de cada una de sus palabras, sin tomarse del todo en serio a sí misma, hastiada, tolerante e infinita.