– Tienes que ver su último cuadro -estaba diciendo César, y Julia, distraída en sus pensamientos, tardó en darse cuenta de que se refería a Sergio-… Es algo notable, querida -movió una mano cerca del brazo del joven, como si se dispusiera a apoyarla en él, pero sin consumar el gesto-. La luz en estado puro, desbordándose sobre el lienzo. Bellísimo.
Julia sonrió, aceptando el juicio de César como un aval indiscutible. Sergio miraba al anticuario entre conmovido y confuso, entornando los ojos de pestañas rubias como un gato que recibiese una caricia.
– Naturalmente -continuó César- el talento por sí solo no basta para abrirse camino en la vida… ¿Comprendes, jovencito? Las grandes formas artísticas requieren cierto conocimiento del mundo, una experiencia profunda de las relaciones humanas… Otra cosa puede decirse de aquellas actividades abstractas donde el talento es clave y la experiencia sólo un complemento. Me refiero a la música, las matemáticas… El ajedrez.
– El ajedrez -repitió Julia.
Ambos se miraron, y los ojos de Sergio se movieron inquietos del uno al otro, desconcertados y con un punto de celos chispeando como polvo de oro en las pestañas doradas.
– Sí, el ajedrez -César se inclinaba para beber un largo trago de su copa. Sus pupilas habían empequeñecido, absortas en el misterio que evocaban-. ¿Te has fijado en cómo mira Muñoz La partida de ajedrez?
– Sí. Mira diferente.
– Exacto. Diferente de como puedes mirarlo tú. O yo. Muñoz ve en el tablero cosas que los demás no ven.
Sergio, que escuchaba en silencio, frunció el ceño rozando intencionadamente el hombro de César. Parecía sentirse desplazado, y el anticuario lo miró, benévolo.
– Nos referimos a cosas demasiado siniestras para ti, querido -deslizó el dedo índice por los nudillos de Julia, levantó un poco la mano, como dudando entre dos inclinaciones, y terminó por dejarla entre las de la joven-. Mantente en tu inocencia, mi rubio amigo. Desarrolla tu talento y no te compliques la vida. Muá.
Le dedicó el beso a Sergio con un mohín de los labios, justo en el momento en que por el extremo del pasillo hacía su entrada Menchu, toda visón y piernas, escoltada por Max y pidiendo noticias de Montegrifo.
– El muy cerdo -dijo, cuando Julia terminó de contar-. Mañana mismo hablaré con don Manuel. Contraatacamos.
Sergio se retraía, rubio y tímido, ante la verbosidad en que Menchu se embarcó a continuación, pasando de Montegrifo al Van Huys, del Van Huys a diversos lugares comunes, y de ahí a una segunda y una tercera copa que sostuvo ya con menos firmeza. A su lado, Max fumaba en silencio, con aplomo de semental moreno y bien trajeado. Sonriendo distante, César humedecía los labios en ginebra con limón y se los secaba con el pañuelo que extraía del bolsillo superior de su chaqueta. De vez en cuando parpadeaba como si regresara de lejos, e inclinado hacia Julia le acariciaba distraídamente una mano.
– En este negocio -le decía Menchu a Sergio- hay dos clases de gente, cariño: los que pintan y los que cobran… Y rara vez son los mismos -emitía largos suspiros, enternecida por la juventud del muchacho-. Y vosotros, los artistas jóvenes, tan rubios y todo eso, amor -dedicó a César una venenosa mirada de soslayo-. Tan apetitosos.
César se creyó obligado a regresar lentamente de su lejanía.
– No escuches, mi joven amigo, esas voces que emponzoñan tu dorado espíritu -dijo despacio y lúgubre, como si, en vez de un consejo, a Sergio le diera el pésame-. Esa mujer argumenta con lengua de serpiente, como todas -miró a Julia, inclinándose para besarle la mano, y recobró la compostura-. Perdón. Como casi todas.
– Mirad quien habla -Menchu le hizo una mueca-. Ya salió nuestro Sófocles particular. ¿O era Séneca?… Me refiero al que manoseaba jovencitos entre trago y trago de cicuta.
César miró a la galerista, hizo una pausa para retomar el hilo del discurso y recostó la cabeza en el respaldo con los ojos teatralmente cerrados.
– El camino del artista, y te hablo a ti, mi joven Alcibíades, o mejor Patroclo, o tal vez Sergio… El camino es salvar obstáculo tras obstáculo hasta que pueda asomarse al interior de sí mismo… Ardua tarea, si no tiene a mano un Virgilio que lo guíe. ¿Captas la fina parábola, jovencito?… Es así como el artista conoce, por fin, la libre delicia del más dulce gozo. Su vida se convierte en pura creación y ya no necesita de las miserables cosas exteriores. Está lejos, muy lejos, del resto de sus despreciables semejantes. Y el espacio y la madurez anidan en él.
Hubo algunos aplausos socarrones. Sergio los miraba, sonriente y desconcertado. Julia se echó a reír.
– No le hagas caso. Seguro que eso que acaba de decir se lo ha robado a alguien. Siempre fue un tramposo.
César abrió un ojo.
– Soy un Sócrates que se aburre. Y rechazo con indignación que me acuses de plagiar citas ajenas.
– En el fondo es muy gracioso, de verdad -Menchu le hablaba a Max, que había escuchado todo aquello con el ceño fruncido, mientras le cogía un cigarrillo-. Dame fuego, anda. Condottiero mío.
El epíteto afiló la malicia de César.
– Cave canem, fornido joven -le dijo a Max, y tal vez Julia fue la única que cayó en la cuenta de que, en latín, canem podía ser tanto masculino como femenino-. Según las referencias históricas, de nadie tienen que cuidarse tanto los condotrieros como de aquellos a quienes sirven -miró a Julia e hizo una jocosa reverencia; también la bebida empezaba a hacerle efecto a él-. Burckhardt -aclaró.
– Tranquilo, Max -decía Menchu, aunque Max no parecía nervioso en absoluto-. ¿Ves? Ni siquiera es suyo. Se adorna con perejil ajeno… ¿O son laureles?
– Acanto -dijo Julia, riéndose.
César le dirigió una mirada compungida.
– Et te, Bruta?… -se volvió a Sergio-. ¿Captas el fondo trágico del asunto, Patroclo? -después de paladear un largo trago de ginebra con limón miró dramáticamente a su alrededor, como si buscara un rostro amigo-. No sé que tenéis contra el laurel ajeno, queridísimos… En el fondo -añadió tras meditarlo un instante- todo laurel tiene algo de ajeno. La creación pura no existe; lamento daros esa mala noticia. No somos, o debo decir no sois, puesto que yo no soy creador… Ni tú tampoco, Menchu, mona… Tal vez tú, Max, no me mires así, guapísimo “condottiero feroce”, seas aquí el único que realmente crea algo… -hizo un gesto elegante y cansado con la mano derecha, como expresando un profundo hastío, incluso, de su propia argumentación, y lo terminó muy cerca de la rodilla izquierda de Sergio, con aire casual-. Picasso, y me pesa citar a ese farsante, es Monet, es Ingres, es Zurbarán, es Brueghel, es Pieter Van Huys… Incluso nuestro amigo Muñoz, que sin duda se encuentra en este momento inclinado sobre un tablero, intentando conjurar sus fantasmas al tiempo que nos libra de los nuestros, no es él, sino Kasparov, y Karpov. Y es Fisher, y Capablanca, y Paul Morphy, y aquel maestro medieval, Ruy López… Todo constituye fases de la misma historia, o quizá sea la misma historia que se repite a sí misma; de eso ya no estoy muy seguro… Y tú, Julia, bellísima, ¿te has parado a pensar, cuando estás delante de nuestro famoso cuadro, en qué lugar te encuentras, si dentro o fuera de él?… Sí. Estoy seguro de que sí porque te conozco, princesa. Y sé que no has encontrado una respuesta -soltó una breve carcajada sin humor y los miró uno a uno-… En realidad, hijos míos, feligreses todos, componemos una bizarra tropa. Tenemos la desfachatez de perseguir secretos que, en el fondo, no son otra cosa que los enigmas de nuestras propias vidas -levantó su copa en una especie de brindis dirigido a nadie en particular-. Y eso, bien mirado, no deja de tener su riesgo. Es como romper un espejo para ver que hay detrás del azogue… ¿No os da así, queridos, como un poco de repelús?
Eran las dos de la madrugada cuando Julia regresó a su casa. César y Sergio la habían acompañado hasta el portal e insistieron en subir los tres pisos, pero ella no lo permitió, despidiéndose con un beso de cada uno antes de ascender por la escalera. Lo hizo despacio y mirando a su alrededor con inquietud. Y cuando sacó las llaves del bolso, la tranquilizó rozar con los dedos el metal frío de la pistola.