– ¿Su sobrina juega al ajedrez?
– ¿Lola?… Bastante bien -el inválido sonrió de forma peculiar, como si lamentase que las virtudes de su sobrina no se extendieran también a otras facetas de la vida-. Yo mismo la enseñé a jugar, hace muchos años; pero superó al maestro.
Julia procuraba mantener la calma, lo que no era fácil. Se obligó a sí misma a encender despacio el cigarrillo, y exhaló dos lentas bocanadas de humo antes de hablar de nuevo. Sentía el corazón latirle aceleradamente en el pecho. Un tiro a ciegas.
– ¿Qué piensa su sobrina del cuadro?… ¿Le pareció bien que decidiera venderlo?
– Le pareció de perlas. Y a su marido mucho más -en el tono del anciano latía una punzada amarga-. Supongo que Alfonso ya tiene previsto en qué número de la ruleta apostar cada céntimo del Van Huys.
– Pero aún no lo tiene -puntualizó Julia, mirando con fijeza a Belmonte.
El inválido sostuvo la mirada de Julia, imperturbable, sin responder durante un largo instante. Después, un reflejo de dureza destelló en sus ojos claros y húmedos antes de extinguirse con rapidez.
– En mis tiempos -dijo, con inesperado buen humor, y Julia sólo pudo ya encontrar en sus ojos una plácida ironía- decíamos que no se debe vender la piel de un zorro antes de cazarlo…
Julia le ofreció el paquete de tabaco.
– ¿Alguna vez mencionó su sobrina algo relacionado con el misterio del cuadro, con los personajes o la partida?
– No recuerdo -el anciano aspiró profundamente el humo-. Fue usted quien trajo las primeras noticias. Para nosotros había sido, hasta entonces, una pintura especial, pero no extraordinaria… Ni misteriosa -miró el rectángulo de la pared, pensativo-. Todo parecía estar a la vista.
– ¿Sabe si antes o durante la época en que Alfonso les presentó a Menchu Roch, su sobrina estaba ya en tratos con alguien?
Belmonte frunció el ceño. Aquella posibilidad parecía desagradarle profundamente.
– Espero que no. A fin de cuentas, el cuadro era mío -miró el cigarrillo que sostenía entre los dedos como un agonizante contempla los santos óleos, y esbozó una mueca astuta, cargada de sabia malicia-. Y lo sigue siendo.
– Permítame otra pregunta, don Manuel.
– A usted se lo permito todo.
– ¿Alguna vez oyó hablar a sus sobrinos de consultar con un historiador de arte?
– No creo. No lo recuerdo, y pienso que me acordaría de una cosa así… -miró a Julia, intrigado. A sus ojos había vuelto el recelo-. El profesor Ortega se dedicaba a eso, ¿no? A la Historia del Arte. Espero que no trate de insinuar…
Julia recogió velas. Aquello era ir demasiado lejos, así que salió del paso con la mejor de sus sonrisas.
– No me refería a Álvaro Ortega, sino a un historiador cualquiera… No es absurdo pensar que su sobrina tuviese la curiosidad de averiguar el valor del cuadro, o sus antecedentes…
Belmonte se miró el dorso de las manos moteadas, con aire reflexivo.
– Nunca habló de eso. Pero imagino que me lo habría dicho, porque hablábamos mucho del Van Huys. Sobre todo al jugar la misma partida, la que ocupa a los personajes… La jugábamos hacia adelante, por supuesto. ¿Y sabe una cosa?… Aunque la ventaja parece de las piezas blancas, Lola siempre ganaba con negras.
Caminó casi una hora sin rumbo, entre la niebla, intentando ordenar las ideas. La humedad dejaba gotas de agua en su rostro y su cabello. Pasó frente al Palace, donde el portero, ataviado con chistera y uniforme con galones de oro, se protegía bajo la marquesina, embozado en una capa que le daba un aire decimonónico y londinense, muy a tono con la niebla. Sólo faltaba, pensó Julia, un coche de caballos con el farol amortiguado por la atmósfera gris, del que descendiese la delgada figura de Sherlock Holmes, seguido por su fiel Watson. En algún lugar, entre la bruma sucia, acecharía el siniestro profesor Moriarty. El Napoleón del crimen. El genio del mal.
Demasiada gente jugaba al ajedrez en los últimos tiempos. Porque todo el mundo parecía tener buenas razones para relacionarse con el Van Huys. Había demasiados retratos dentro de aquel maldito cuadro.
Muñoz. Él era el único al que había conocido después de iniciado el misterio. En las horas de insomnio, cuando daba vueltas en la cama sin conciliar el sueño, sólo a él no lo relacionaba con las imágenes de la pesadilla. Muñoz a un extremo del ovillo, y todas las demás piezas, todos los restantes personajes, al otro. Pero ni siquiera de él podía estar segura. Lo había conocido, en efecto, después de iniciarse el primer misterio, pero antes de que la historia volviese a su punto de partida y recomenzase con una tonalidad distinta. Puestos a hilar fino, resultaba imposible tener la certeza absoluta de que la muerte de Álvaro y la existencia del jugador misterioso formaran parte de un mismo movimiento.
Caminó unos pasos y se detuvo, sintiendo sobre el rostro la humedad de la niebla que la rodeaba. En última instancia, sólo podía estar segura de sí misma. Eso era cuanto tenía para continuar adelante. Eso y la pistola que llevaba en el bolso.
Se dirigió al club de ajedrez. Había serrín en el vestíbulo, paraguas, abrigos y gabardinas. Olía a humedad, a humo de tabaco y a ese ambiente inconfundible que tienen los lugares frecuentados exclusivamente por hombres. Saludó a Cifuentes, el director, que acudió obsequioso a su encuentro, y mientras se acallaban los murmullos suscitados por su aparición, echó un vistazo a las mesas de ajedrez hasta descubrir a Muñoz. Estaba concentrado en el juego, con un codo en el brazo del asiento y la mandíbula apoyada en la palma de la mano, inmóvil como una esfinge. Su contrincante, un joven con gruesas gafas de hipermétrope, se pasaba la lengua por los labios, dirigiendo inquietas miradas al jugador; como si temiera ver a éste, de un momento a otro, destruir la complicada defensa de rey que, a juzgar por su nerviosismo y aspecto agotado, había construido con extraordinario esfuerzo.
Muñoz parecía tranquilo, ausente como de costumbre, y se hubiera dicho que, más que estudiar el tablero, sus ojos inmóviles descansaban en él. Tal vez andaba sumido en aquellas ensoñaciones de las que había hablado a Julia, a mil kilómetros del juego que se desarrollaba ante sus ojos, mientras su mente matemática tejía y destejía combinaciones infinitas e imposibles. Alrededor, tres o cuatro curiosos estudiaban la partida con más aparente interés aún que los jugadores; de vez en cuando hacían comentarios en voz baja, sugiriendo mover tal o cual pieza. Lo que parecía claro, por la tensión en torno a la mesa, era que se esperaba de Muñoz algún movimiento decisivo que significara el golpe mortal para el joven de las gafas. Eso justificaba el nerviosismo de éste, cuyos ojos, agrandados por las lentes, miraban a su adversario como el esclavo que, en el circo y a merced de los leones, pidiera misericordia a un emperador purpurado y omnipotente.
En ese momento, Muñoz levantó los ojos y vio a Julia. La miró con fijeza durante unos segundos, como si no la reconociese, y pareció volver en sí lentamente, con la expresión sorprendida de quien despierta de un sueño o regresa de un largo viaje. Entonces su mirada se animó mientras le dirigía a la joven un vago gesto de bienvenida.
Le echó otro vistazo al tablero, para ver si las cosas seguían allí en orden, y sin vacilar, no con aire precipitado ni de improvisación, sino como conclusión de un largo razonamiento, desplazó un peón. Un murmullo decepcionado se alzó en torno a la mesa, y el joven de las gafas lo miró, primero con sorpresa, como el reo que ve suspender su ejecución en el último minuto, antes de hacer una mueca satisfecha.
– A partir de ahí son tablas -comentó uno de los curiosos.
Muñoz, que se levantaba de la mesa, encogió los hombros.
– Sí -respondió, sin mirar ya el tablero-. Pero con alfil a siete dama habría sido mate en cinco.
Se apartó del grupo, acercándose a Julia mientras los aficionados estudiaban el movimiento que acababa de mencionar. La joven señaló con disimulo hacia el grupo.