– Deben de odiarlo con toda su alma -dijo en voz baja. El jugador de ajedrez ladeó la cabeza, y su gesto igual podía ser una remota sonrisa que una mueca de desdén.
– Supongo que sí -respondió, mientras cogía su gabardina y se alejaban-. Suelen acudir como buitres, con la esperanza de estar presentes cuando alguien me descuartice por fin.
– Pero usted se deja ganar… Para ellos tiene que ser humillante.
– Eso es lo de menos -no había en su tono suficiencia ni orgullo; sólo un objetivo desprecio-. No se perderían una de mis partidas por nada del mundo.
Frente al museo del Prado, entre la niebla gris, Julia lo puso en antecedentes de la conversación con Belmonte. Muñoz escuchó hasta el final sin comentarios, ni siquiera cuando la joven le contó la afición de la sobrina. Al jugador no parecía importarle la humedad; caminaba despacio, atento a las palabras de Julia, con la gabardina desabrochada y el nudo de la corbata medio deshecho, como de costumbre; inclinada la cabeza y los ojos dirigidos a las puntas sin lustrar de sus zapatos.
– Me preguntó una vez si hay mujeres que juegan al ajedrez… -dijo por fin-. Y yo respondí que, aunque el ajedrez es un juego masculino, algunas no lo hacen mal. Pero son la excepción.
– Que confirma la regla, supongo.
Muñoz arrugó la frente.
– Supone mal. Una excepción no confirma, sino que invalida o destruye cualquier regla… Por eso hay que tener mucho cuidado al hacer inducciones. Yo lo que digo es que las mujeres suelen jugar mal al ajedrez, y no que todas juegan mal. ¿Comprende?
– Comprendo.
– Lo que no quita que, en la práctica, las mujeres alcancen escasa talla como ajedrecistas… Para que se haga idea: en la Unión Soviética, donde el ajedrez es pasatiempo nacional, sólo una mujer, Vera Menchik, llegó a considerarse a la altura de los grandes maestros.
– ¿Y a qué se debe eso?
– Puede que el ajedrez requiera demasiada indiferencia respecto al mundo exterior -se detuvo para mirar a Julia-. ¿Qué tal esa Lola Belmonte?
La joven reflexionó antes de contestar.
– No sé qué decirle. Antipática. Tal vez dominante… Agresiva. Es una lástima que no estuviera en casa cuando usted me acompañó, el otro día.
Se hallaban parados junto al brocal de una fuente de piedra, coronada por la confusa silueta de una estatua que se cernía amenazadora sobre sus cabezas, entre la bruma. Muñoz se pasó la mano por el pelo, hacia atrás, y observó la palma húmeda antes de secársela en la gabardina.
– La agresividad, externa o interna -dijo- es característica de muchos jugadores -sonrió brevemente, sin establecer con claridad si se consideraba al margen de la definición-. Y el ajedrecista suele identificarse con un individuo coartado, oprimido en alguna forma… El ataque al rey, que es lo que se busca en ajedrez, atentar contra la autoridad, sería una especie de liberación de ese estado. Y desde semejante perspectiva sí puede interesar el juego a una mujer… -la sonrisa fugaz pasó de nuevo por los labios de Muñoz-. Cuando se juega, la gente parece muy pequeña contemplada desde donde uno está.
– ¿Ha descubierto algo de eso en las jugadas de nuestro enemigo?
– Esa es una pregunta difícil de responder. Necesito más datos. Más movimientos. Por ejemplo: las mujeres suelen mostrar predilección por el juego de alfiles -la expresión de Muñoz se animaba al adentrarse en detalles-… Ignoro la razón, pero el carácter de esas piezas, que mueven profundamente y en diagonal, es posiblemente el más femenino de todos -hizo un gesto con la mano, como si él mismo no diese demasiado crédito a sus palabras y pretendiera borrarlas en el aire-. Pero hasta ahora los alfiles negros no tienen papel importante en la partida… Como ve, disponemos de muchas bonitas teorías que no sirven de nada. Nuestro problema es el mismo que sobre un tablero: sólo podemos formular hipótesis imaginativas, conjeturas, sin tocar las piezas.
– ¿Tiene alguna?… A veces da la impresión de que ha sacado ya conclusiones que no quiere contarnos.
Muñoz ladeó un poco la cabeza, como cada vez que se le planteaba una cuestión difícil.
– Es algo complicado -respondió tras una breve vacilación-. Tengo un par de ideas en la cabeza; pero mi problema es justo el que acabo de contarle… En ajedrez no hay forma de probar nada hasta que se ha movido, y entonces resulta imposible rectificar.
Echaron a andar de nuevo, entre los bancos de piedra y los setos de contornos imprecisos. Julia suspiró suavemente.
– Si alguien me hubiese dicho que iba a seguir la pista de un posible asesino sobre un tablero de ajedrez, le habría dicho que estaba loco. De remate.
– Ya le dije una vez que hay muchas conexiones entre el ajedrez y la investigación policíaca -Muñoz avanzó de nuevo una mano en el vacío, imitando el gesto de mover piezas-. Ahí tiene, incluso antes de Conan Doyle, el método Dupin, de Poe.
– ¿Edgar Allan Poe?… No me diga que también jugaba al ajedrez.
– Era muy aficionado. El episodio más famoso fue su estudio de un autómata conocido como Jugador de Maelzel, que casi nunca perdía una partida… Poe le dedicó un ensayo hacia mil ochocientos treinta y tantos. Para desentrañar su misterio desarrolló dieciséis aproximaciones analíticas, hasta concluir que dentro del autómata tenía que haber necesariamente un hombre escondido.
– ¿Y éso es lo que está haciendo usted? ¿Buscar el hombre escondido?
– Lo intento, pero eso no garantiza nada. Yo no soy Allan Poe.
– Espero que lo consiga, por la cuenta que me trae… Usted es mi única esperanza.
Muñoz movió los hombros, sin responder enseguida.
– No quiero que se haga demasiadas ilusiones -dijo al cabo de unos pasos-. Cuando yo empezaba a jugar al ajedrez, hubo momentos en que estuve seguro de no perder una sola partida… Entonces, en plena euforia, resultaba vencido, y la derrota me obligaba a poner de nuevo los pies en la tierra -entornó los ojos, como si acechase una presencia frente a ellos, en la niebla-. Resulta que siempre hay alguien mejor que uno. Por eso es útil mantenerse en una saludable incertidumbre.
– Yo la encuentro terrible, esa incertidumbre.
– Tiene motivos. En la ansiedad de una partida, cualquier jugador sabe que se trata de una batalla incruenta. Al fin y al cabo, piensa como consuelo, se trata de un juego… Pero ese no es su caso.
– ¿Y usted?… ¿Cree que él conoce su papel en esto?
Muñoz hizo otro gesto evasivo.
– Ignoro si sabe quién soy. Pero tiene la certeza de que alguien es capaz de interpretar sus movimientos. De otra forma, el juego carecería de sentido.
– Creo que debemos visitar a Lola Belmonte.
– De acuerdo.
Julia miró el reloj.
– Estamos cerca de mi casa, así que lo invito antes a un café. Tengo allí a Menchu, y a estas horas estará despierta. Tiene problemas.
– ¿Problemas graves?
– Eso parece; y anoche se comportó de forma extraña. Quiero que la conozca -meditó un instante, preocupada-. Especialmente ahora.
Cruzaron la avenida. Los coches circulaban despacio, deslumbrándolos con sus faros encendidos.
– Si es Lola Belmonte la que ha organizado todo esto -dijo inesperadamente Julia- sería capaz de matarla con mis propias manos…
Muñoz la miró, sorprendido.
– Suponiendo que la teoría de la agresividad resultara cierta -dijo, y ella descubrió un nuevo y curioso respeto en la forma en que la observaba-, usted sería una excelente jugadora, si decidiera dedicarse al ajedrez.
– Ya lo hago -respondió Julia, mirando con rencor las sombras que se difuminaban a su alrededor, entre la niebla-. Hace tiempo que estoy jugando. Y maldita la gracia que me hace.
Introdujo la llave en la cerradura de seguridad y la hizo girar dos veces. Muñoz esperaba a su lado, en el rellano. Se había quitado la gabardina y la doblaba sobre el brazo.
– Todo estará revuelto -dijo ella-. Esta mañana no tuve tiempo de arreglar nada…
– No se preocupe. Lo que importa es el café.
Julia entró en el estudio y, tras dejar su bolso sobre una silla, descorrió la gran persiana del techo. La claridad brumosa del exterior se deslizó dentro, tamizando el ambiente de una luz gris que dejaba en sombras los rincones más alejados de la habitación.