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– Muy desagradable -dijo Alfonso, y volvió a sumirse en la descarada contemplación del busto de Julia. Era evidente que, con policía o sin ella, acababa de levantarse de la cama. Cercos oscuros bajo los párpados aún hinchados acentuaban su habitual aire de disipación.

– Más que eso -Lola Belmonte había encontrado por fin el término justo y se inclinó en la silla, huesuda y seca-. Fue “ignominioso”: conocen ustedes a Mengano o a Fulano… Cualquiera hubiese dicho que somos los criminales.

– Y no lo somos -dijo el marido, con cínica gravedad.

– No digas estupideces -Lola Belmonte le dirigió una aviesa mirada-. Estamos hablando en serio.

Alfonso soltó una risita entre dientes.

– Lo que estamos es perdiendo el tiempo. La única realidad consiste en que el cuadro ha volado, y con él nuestro dinero.

– Mi dinero, Alfonso -intervino Belmonte, desde su silla de ruedas-. Si no te importa.

– Sólo era una forma de hablar, tío Manolo.

– Pues habla con propiedad.

Julia removió el contenido de su taza de café con la cucharilla. Estaba frío, y se preguntó si la sobrina lo había servido así a propósito. Se habían presentado de improviso, a última hora de la mañana, con el pretexto de informar a la familia sobre los acontecimientos.

– ¿Creen que aparecerá el cuadro? -preguntó el anciano. Los había recibido en jersey y zapatillas, con una amabilidad que compensó el adusto ceño de la sobrina.

Ahora los miraba desconsolado, su taza entre las manos. La noticia del robo y el asesinato de Menchu habían supuesto para él una conmoción.

– El asunto está en manos de la policía -dijo Julia-. Estoy segura de que darán con él.

– Tengo entendido que existe un mercado negro para las obras de arte. Y que pueden venderlo en el extranjero.

– Sí. Pero la policía tiene la descripción del cuadro; yo misma les di varias fotografías. No resultará fácil sacarlo del país.

– No me explico cómo pudieron entrar en su casa… La policía me contó que hay cerradura de seguridad y alarma electrónica.

– Pudo ser Menchu quien abrió la puerta. El principal sospechoso es Max, su novio. Hay testigos que lo vieron salir del portal.

– Conocemos al novio -dijo Lola Belmonte-. Estuvo aquí un día con ella. Un chico alto, bien parecido. Demasiado bien parecido, pensé yo… Espero que lo detengan pronto y le den lo que merece. Para nosotros -miró el espacio vacío en la pared- la pérdida es irreparable.

– Al menos podrá cobrarse el seguro -dijo el marido, sonriéndole a Julia como el zorro que ronda un gallinero-. Gracias a la previsión de esta guapa joven -pareció recordar algo y ensombreció adecuadamente el gesto-. Aunque eso, claro, no le devuelve la vida a su amiga.

Lola Belmonte miró a Julia con despecho.

– Estaría bueno, que encima no lo hubiesen asegurado -al hablar adelantaba, desdeñosa, el labio inferior-. Pero el señor Montegrifo dice que, comparado con el precio que habría conseguido, lo del seguro es una miseria.

– ¿Ya han hablado con Paco Montegrifo? -se interesó Julia.

– Sí. Telefoneó muy temprano. Prácticamente nos ha sacado de la cama con la noticia. Por eso cuando vino la policía ya estábamos al corriente… Todo un caballero -la sobrina miró a su marido con mal disimulado rencor-. Ya dije que este asunto se planteó mal desde un principio.

Alfonso hizo gesto de lavarse las manos.

– La oferta de la pobre Menchu era buena… -dijo-. No es culpa mía si después se complicaron las cosas. Además, la última palabra siempre la ha tenido el tío Manolo -miró al inválido con una mueca de exagerado respeto-. ¿No es verdad?

– De eso -dijo la sobrina- también habría mucho que hablar.

Belmonte la observó por encima del borde de la taza, que en ese momento se llevaba a los labios, y Julia alcanzó a distinguir en sus ojos aquel brillo contenido que ya le resultaba familiar.

– El cuadro todavía está a mi nombre, Lolita -dijo el anciano, tras secarse cuidadosamente los labios con un arrugado pañuelo que extrajo del bolsillo-. Bien o mal, robado o no, eso me incumbe a mí -se quedó un rato en silencio, como si reflexionara sobre aquello, y cuando sus ojos encontraron de nuevo los de Julia, reflejaban sincera simpatía-. En cuanto a esta joven -sonrió alentador, como si fuese ella la que necesitara ánimos-, estoy seguro de que su actuación ha sido irreprochable… -se volvió hacia Muñoz, que aún no había abierto la boca-. ¿No le parece?

El jugador de ajedrez estaba hundido en un sillón, con las piernas estiradas y los dedos enlazados ante la barbilla. Al oír la pregunta ladeó un poco la cabeza tras breve parpadeo, como si lo hubieran interrumpido en mitad de una compleja meditación.

– Indudablemente -dijo.

– ¿Todavía cree usted que cualquier misterio es descifrable según leyes matemáticas?

– Todavía.

El breve diálogo hizo que Julia recordase algo.

– Hoy no suena Bach -dijo.

– Después de lo de su amiga, y la desaparición del cuadro, no está el día para músicas -Belmonte pareció abstraerse y luego sonrió, enigmático-. De todas formas, el silencio tiene la misma importancia que los sonidos organizados… ¿No le parece, señor Muñoz?

Por una vez, el ajedrecista se mostró de acuerdo.

– Eso es cierto -observaba a su interlocutor con nuevo interés-. Es como en los negativos fotográficos, supongo. El fondo, lo que en apariencia no está impresionado, también contiene información… ¿Pasa eso con Bach?

– Claro que sí. Bach tiene espacios negativos, silencios tan elocuentes como las notas, tiempos y contra-tiempos… ¿Cultiva usted también el estudio de los espacios en blanco dentro de sus sistemas lógicos?

– Naturalmente. Es como cambiar un punto de vista. A veces se parece a observar un huerto, que desde un lugar determinado no tiene orden aparente, pero que, desde otra perspectiva, se ve trazado con regularidad geométrica.

– Me temo -dijo Alfonso, mirándolos con sorna- que a estas horas la conversación es demasiado científica para mí -se levantó, acercándose al mueble bar-. ¿Alguien quiere una copa?

Nadie respondió, así que, encogiéndose de hombros, se entretuvo en preparar un whisky con hielo. Después fue a apoyarse en el aparador e hizo un brindis en dirección a Julia.

– Tiene su enjundia eso del huerto -dijo, llevándose el vaso a los labios.

Muñoz, que no pareció escuchar el comentario, miraba ahora a Lola Belmonte. En la inmovilidad del ajedrecista, muy parecida a la de un cazador al acecho, sólo los ojos parecían animados por esa expresión que Julia había llegado a conocer bien, penetrante y reflexiva; el único signo que, bajo la aparente indiferencia de aquel hombre, delataba un espíritu alerta, interesado por los acontecimientos del mundo exterior. Ahora está a punto de mover, se dijo Julia, satisfecha, sintiéndose en buenas manos, y bebió un sorbo del café frío para disimular la sonrisa cómplice que le afloraba a los labios.

– Imagino -dijo Muñoz lentamente, dirigiéndose a la sobrinaque también ha sido un duro golpe para usted.

– Por supuesto -Lola Belmonte miró a su tío con renovado reproche-. Ese cuadro vale una fortuna.

– No me refería sólo al aspecto económico del asunto. Creo que solía jugar esa partida… ¿Es aficionada?

– Un poco.

El marido levantó el vaso de whisky.

– La verdad es que juega muy bien. Yo no he podido ganarle nunca -reflexionó sobre ello antes de hacer un guiño e ingerir un largo trago-. Aunque eso no signifique gran cosa.

Lola Belmonte miraba a Muñoz, suspicaz. Tenía, pensó Julia, un aire a un tiempo mojigato y rapaz, con aquellas faldas excesivamente largas, las manos finas y huesudas, como garras, y la mirada firme bajo la nariz ganchuda, reforzada por el agresivo mentón. Observó que los tendones del dorso de las manos se le tensaban como si anudasen energía contenida. Una arpía de cuidado, se dijo: agriada y arrogante. No costaba trabajo imaginarla saboreando la maledicencia, proyectando sobre los otros sus complejos y frustraciones. Personalidad coartada, oprimida por las circunstancias. Ataque al rey como actitud crítica frente a cualquier autoridad que no fuese ella misma, crueldad y cálculo, ajuste de cuentas con algo, o con alguien… Con su tío, con su marido… Tal vez con el mundo entero. El cuadro como obsesión de una mente enfermiza, intolerante. Y aquellas manos delgadas y nerviosas poseían la fuerza suficiente para matar de un golpe en la nuca, para estrangular con un pañuelo de seda… La imaginó sin esfuerzo con gafas de sol e impermeable. Sin embargo, no lograba establecer ningún tipo de vínculo entre ella y Max. Aquello era adentrarse en los límites de lo absurdo.