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– No es corriente -estaba diciendo Muñoz- encontrar mujeres que jueguen al ajedrez.

– Yo sí juego -Lola Belmonte parecía alerta, a la defensiva-. ¿Le parece mal?

– Todo lo contrario. Me parece muy bien… Sobre un tablero se pueden realizar cosas que en la práctica, me refiero a la vida real, resultan imposibles… ¿No cree?

Ella hizo un gesto ambiguo, como si no se hubiera planteado nunca la cuestión.

– Puede ser. Para mí fue siempre un juego más. Un pasatiempo.

– Para el que está dotada, creo. Insisto en que no es corriente que una mujer juegue bien al ajedrez…

– Una mujer es capaz de hacer cualquier cosa. Otro cantar es que nos lo permitan.

Muñoz tenía una pequeña sonrisa de aliento en el extremo de la boca.

– ¿Le gusta jugar con negras? Por lo general deben limitarse a asumir un juego defensivo… La iniciativa la llevan las blancas.

– Eso es una tontería. No veo por qué tienen las negras que quedarse viéndolas venir. Es como la mujer, en casa -le dirigió una desdeñosa mirada al marido-. Todo el mundo da por sentado que es el hombre quien lleva los pantalones.

– ¿No es así? -indagó Muñoz, con la media sonrisa fija en los labios-… Por ejemplo, en la partida del cuadro. Allí, la posición inicial parece ventajosa para las piezas blancas. El rey negro está amenazado. Y la dama negra es, al principio, inútil.

– En esa partida, el rey negro no pinta nada; es la dama quien corre con la responsabilidad. Dama y peones. Es una partida que se gana a base de dama y peones.

Muñoz se metió una mano en el bolsillo y extrajo un papel.

– ¿Ha jugado esta variante?

Lola Belmonte miró a su interlocutor con visible desconcierto, y luego el papel que éste le puso en la mano. Muñoz dejó vagar los ojos por la habitación hasta que, de modo en apariencia casual, los posó en Julia. Bien jugado, decía la mirada que la joven le devolvió, pero la expresión del ajedrecista se mantuvo inescrutable.

– Creo que sí -dijo Lola Belmonte, al cabo de un rato-. Las blancas juegan peón por peón, o dama junto al rey, preparando un jaque en la siguiente… -miró a Muñoz con aire satisfecho-. Aquí las blancas han escogido jugar dama, lo que parece correcto.

Muñoz hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– Estoy de acuerdo. Pero me interesa más el siguiente movimiento de las negras. ¿Usted qué haría?

Lola Belmonte entornó los ojos, suspicaz. Parecía buscar segundas intenciones en todo aquello.

Después le devolvió el papel a Muñoz.

– Hace tiempo que no juego esa partida, pero recuerdo al menos cuatro variantes: torre negra come caballo, que lleva a una aburrida victoria de las blancas a base de peones y dama… Otra posibilidad es, me parece, caballo por peón. También dama negra come torre, o alfil come peón… Las posibilidades son infinitas -miró a Julia y después otra vez a Muñoz-. Pero no veo qué relación puede tener esto…

– ¿Cómo se las arregla usted -preguntó Muñoz, impasible, sin hacer caso de la objeción- para ganar con negras?… Me gustaría saber, de jugador a jugador, en qué momento logra la ventaja.

Lola Belmonte hizo un gesto de suficiencia.

– Cuando quiera, jugamos. Así podrá saberlo.

– Me encantaría, y le tomo la palabra. Pero hay una variante que no ha mencionado, tal vez porque no la recuerda. Una variante que implica el cambio de damas -hizo un breve gesto con la mano, como si barriese un tablero imaginario-. ¿Sabe a qué me refiero?

– Claro que sí. Cuando la dama negra se come el peón que está en D5, el cambio de damas es decisivo -al confirmar esto, Lola Belmonte esbozó una cruel mueca de triunfo-. Y las negras ganan -sus ojos de ave rapaz miraron con desprecio a su marido antes de volverse hacia Julia-… Es una lástima que usted no juegue al ajedrez, señorita.

– ¿Qué opina? -preguntó Julia apenas salieron a la calle.

Muñoz inclinó un poco la cabeza hacia un lado. Caminaba a su derecha por el exterior de la acera, con los labios apretados, y su mirada se detenía, ausente, sobre los rostros de quienes se cruzaban con ellos. La joven observó que parecía reacio a dar una respuesta.

– Técnicamente -apuntó el ajedrecista, con desgana- puede haber sido ella. Conoce todas las posibilidades de la partida y, además juega bien. Yo diría que bastante bien.

– No parece muy convencido…

– Es que hay detalles que no encajan.

– Pero se aproxima a la idea que tenemos de él. Conoce al dedillo la partida del cuadro. Tiene la fuerza suficiente para matar a un hombre, o a una mujer, y hay en ella algo turbio, que hace sentirse incómoda en su presencia -frunció el ceño, en busca del término que completase la descripción-. Parece mala persona. Además, me demuestra una antipatía que no consigo comprender… Y eso que, si hemos de hacer caso a lo que dice, yo soy lo que debería ser una mujer: independiente, sin ataduras familiares, con cierta seguridad en mí misma… Moderna, como diría don Manuel.

– Quizá la deteste exactamente por eso. Por ser lo que ella habría querido ser y no pudo… No tengo mucha memoria para esos cuentos que tanto le gustan a usted y a César, pero creo recordar que la bruja terminó odiando al espejo.

A pesar de las circunstancias, Julia se echó a reír.

– Es posible… Nunca se me hubiera ocurrido.

– Pues ya sabe -Muñoz también había iniciado media sonrisa-. Procure no comer manzanas en los próximos días.

– Tengo mis príncipes. Usted y César. Alfil y caballo, ¿no es eso?

Muñoz ya no sonreía.

– Esto no es un juego, Julia -dijo al cabo de un instante-. No lo olvide.

– No lo olvido -lo cogió del brazo, y Muñoz se puso casi imperceptiblemente tenso. Parecía incómodo, pero ella continuó caminando de esa forma. En realidad había llegado a apreciar a aquel tipo extraño, desgarbado y taciturno. Sherlock Muñoz y Julia Watson, pensó, riendo para sus adentros, sintiéndose llena de un inmoderado optimismo que sólo cedió ante el recuerdo súbito de Menchu.

– ¿En qué piensa? -preguntó al ajedrecista.

– Sigo con la sobrina.

– Yo también. La verdad es que responde punto por punto a lo que buscamos… Aunque usted no parezca muy convencido.

– Yo no he dicho que no sea la mujer del impermeable. Sólo que no reconozco en ella al jugador misterioso…

– Pero hay cosas que sí concuerdan. ¿No le parece extraño que, siendo una mujer tan interesada, y a las pocas horas de haberle sido robado un cuadro que vale una fortuna, olvide de pronto su indignación para ponerse a hablar tranquilamente de ajedrez?… -Julia soltó el brazo de Muñoz y se le quedó mirando-. O es una hipócrita o el ajedrez significa para ella mucho más de lo que parece. Y en ambos casos, eso la hace sospechosa. Podría estar fingiendo todo el rato. Desde que telefoneó Montegrifo ha tenido tiempo de sobra para, imaginando que la policía iría a su casa, preparar lo que usted llama una línea de defensa.

Asintió Muñoz.

– Podría, en efecto. Después de todo, es jugadora de ajedrez. Y un ajedrecista sabe echar mano de ciertos recursos. Especialmente cuando se trata de resistir situaciones comprometedoras…

Anduvo unos pasos en silencio, mirándose la punta de los zapatos. Después levantó la vista, e hizo un gesto negativo con la cabeza.

– No creo que sea ella -añadió, por fin-. Siempre pensé que, cuando estuviéramos frente a frente, yo sentiría algo especial. Y no siento nada.

– ¿Se le ha ocurrido que tal vez idealice en exceso al enemigo? -inquirió Julia, tras un momento de duda-… ¿No puede ser que, decepcionado por la realidad, usted se niegue a aceptar los hechos?