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Álvaro se removió en el sillón con aparente embarazo, como si de pronto lo hubiera asaltado alguna duda. Chupó su pipa en silencio mientras miraba la pared a espaldas de Julia, con aire de estar librando algún tipo de batalla interior. Por fin torció la boca en una cauta sonrisa.

– Lo que puede hacer exactamente, aparte de jugar al ajedrez, es algo que ignoro -levantó las palmas de las manos hacia arriba, dando a entender que se hallaba en el límite de sus conocimientos, aunque Julia tuvo la seguridad de que la miraba ahora con cierta insólita prevención, como si una idea que no se decidía a formular le diera vueltas en la cabeza-. Lo que sí sé -añadió por fin-, y lo sé porque también viene en los libros, es que Roger de Arras no murió en Francia, sino en Ostenburgo -tras una pequeña vacilación señaló la fotografía del cuadro-. ¿Te has fijado en la data de esa pintura?

– Mil cuatrocientos setenta y uno -respondió intrigada-. ¿Por qué?

Álvaro exhaló humo lentamente y añadió un sonido seco, parecido a una breve risa. Ahora miraba a Julia como si pretendiera leer en sus ojos la respuesta a una pregunta que no se decidía a plantear.

– Hay algo que no funciona -dijo por fin-. O esa data está mal, o las crónicas de la época mienten, o ese caballero no es el Rutgier Ar. Preux del cuadro… -cogió un último libro, una reproducción anastática de la Crónicade los duques de Ostenburgo, y lo puso ante ella después de hojearlo durante un rato-. Esto fue escrito a finales del siglo quince por Guichard de Hainaut, un francés contemporáneo de los hechos que narra, y que se basa en testimonios directos… Según Hainaut, nuestro hombre falleció el día de reyes de 1469; dos años antes de que Pieter Van Huys pintara La partida de ajedrez. ¿Comprendes, Julia?… Roger de Arras jamás pudo posar para ese cuadro, porque cuando se pintó ya estaba muerto.

La acompañó hasta el aparcamiento de la facultad y le entregó la carpeta con las fotocopias. Casi todo estaba dentro, dijo. Referencias históricas, una actualización de las obras catalogadas de Van Huys, bibliografía… Prometió enviarle a casa una relación cronológica y algunos papeles más, en cuanto tuviera un rato disponible. Después se la quedó mirando, con la pipa en la boca y las manos en los bolsillos de la chaqueta, como si aún tuviese algo que decir y dudara si debía hacerlo. Esperaba, añadió tras corta vacilación, haber sido útil.

Julia asintió, aún confusa. Los detalles de la historia que acababa de conocer se agitaban en su cabeza. Y había algo más.

– Estoy impresionada, profesor… En menos de una hora has reconstruido la vida de los personajes de un cuadro que no habías estudiado nunca, antes.

Álvaro apartó un segundo la mirada, dejándola vagar por el campus. Después torció el gesto.

– Esta pintura no me era completamente desconocida -ella creyó rastrear en su voz una nota de duda, y eso la inquietó, aun sin saber por qué. Así que prestó más atención a sus palabras-. Entre otras cosas, hay una fotografía en un catálogo del Prado de 1917… La partida de ajedrez estuvo expuesta allí, en calidad de depósito, unos veinte años. Desde principios de siglo hasta que en 1923 la reclamaron los herederos.

– No lo sabía.

– Pues ya lo sabes -se concentró en la pipa, que parecía a punto de apagarse. Julia lo miraba de soslayo. Conocía a aquel hombre, o lo había conocido en otro tiempo, demasiado bien como para saber que algo importante lo incomodaba. Algo que no se decidía a expresar en voz alta.

– ¿Qué es lo que no me has contado, Álvaro?

Permaneció inmóvil, chupando la pipa con mirada absorta. Después se volvió lentamente hacia ella.

– No sé lo que quieres decir.

– Quiero decir que todo cuanto se relacione con ese cuadro es importante -lo miró con gravedad-. Me juego mucho en esto.

Vio que Álvaro mordía la boquilla de la pipa, indeciso, y después iniciaba un gesto ambiguo.

– Me pones en un compromiso. Tu Van Huys parece estar de moda últimamente.

– ¿De moda? -se volvió tensa y alerta como si la tierra fuese a moverse bajo sus pies-. ¿Quieres decir que alguien te ha hablado de él antes que yo?

Álvaro mostraba ahora una sonrisa incierta, como lamentando haber dicho demasiado.

– Es posible.

– ¿Quién?

– Ese es el problema. No estoy autorizado a decírtelo.

– No seas absurdo.

– No lo soy. Es la verdad -y le dirigió una mirada que reclamaba indulgencia.

Julia respiró hondo, intentando colmar el extraño vacío que sentía en el estómago; en alguna parte latía una señal de alarma. Pero Álvaro estaba hablando de nuevo, así que permaneció atenta, en busca de un indicio. Le interesaba echarle un vistazo a ese cuadro, si Julia no tenía inconveniente. Y también a ella.

– Puedo explicártelo todo -concluyó-. En su momento.

Podía tratarse de un truco, pensó la joven, pues era capaz de organizar todo aquel teatro como pretexto para verla una vez más. Se mordió el labio inferior, agitada. El cuadro disputaba lugar, adentro, con sensaciones y recuerdos que nada tenían que ver con lo que la había llevado allí.

– ¿Cómo está su mujer? -preguntó en tono casual, cediendo a un oscuro impulso. Después levantó un poco los ojos, con malicia, para comprobar que Álvaro se había erguido, incómodo.

– Está bien -fue la seca respuesta. Parecía muy ocupado en mirar la pipa que tenía entre los dedos, como si no la reconociese-. En Nueva York, preparando una exposición.

Un recuerdo fugaz acudió a la memoria de Julia: una mujer rubia, atractiva, vestida con un traje sastre de color castaño, que bajaba de un automóvil. Apenas quince segundos de imagen imprecisa a duras penas retenida, pero que habían marcado, nítidos como un corte de bisturí, el final de su juventud y el resto de su vida. Creía recordar que ella trabajaba para un organismo oficial; algo relacionado con un departamento de cultura, con exposiciones y viajes. Durante un tiempo, eso había facilitado las cosas. Álvaro jamás habló de ella, y Julia tampoco; pero ambos sintieron siempre su presencia entre uno y otro, como un fantasma. Y aquel fantasma, quince segundos de un rostro entrevisto por casualidad, había terminado ganando la partida.

– Espero que os vayan bien las cosas.

– No van mal. Quiero decir que no van mal del todo.

– Ya.

Dieron unos pasos, en silencio y sin mirarse. Por fin, Julia chasqueó la lengua e inclinó la cabeza sonriéndole al vacío.

– Bueno, eso ya no importa mucho… -se paró frente a él, con los brazos en jarras y una mueca traviesa en la boca-. ¿Qué opinas de mí, ahora?

La miró de arriba abajo, inseguro, con los ojos entornados. Reflexionando.

– Te veo muy bien… De veras.

– ¿Y cómo te sientes?

– Un poco turbado… -sonrió melancólico, el aire contrito-. Y me pregunto si hace un año tomé la decisión correcta.

– Eso es algo que ya ignorarás siempre.

– Nunca se sabe.

Aún era atractivo, se dijo Julia con una punzada de angustia e irritación que le conmovió las entrañas. Miró sus manos y sus ojos, sabiendo que caminaba al filo de algo que le hacía sentir repulsa y atracción al tiempo.

– Tengo el cuadro en casa -respondió con cautela, sin comprometerse a nada, mientras intentaba ordenar sus ideas; quería asegurarse de la firmeza tan dolorosamente adquirida, pero al mismo tiempo intuía los riesgos, la necesidad de mantenerse en guardia frente a los sentimientos y los recuerdos. Además, y por encima de todo, estaba el Van Huys.

Aquel razonamiento sirvió, al menos, para aclararle las ideas. Así que estrechó la mano que le tendía, sintiendo en su contacto la torpeza de quien no está seguro del terreno que pisa. Eso la animó, produciéndole un júbilo oculto y maligno. Entonces, con impulso calculado y reflejo a un tiempo, le deslizó un rápido beso en la boca -un adelanto a fondo perdido, para inspirar confianza- antes de abrir la portezuela y meterse en el pequeño Fiat blanco.