Retiró el brazo del respaldo del sofá, inclinándose hacia adelante, entreabiertos los labios en atenta concentración sobre lo que ante sus ojos se desarrollaba, dispuesta a no perderse el menor detalle de la escena. Y aquel movimiento suyo pareció la señal para reanudar el diálogo. Muñoz, con las manos en los bolsillos de la gabardina y la cabeza ladeada, miraba a César.
– Acláreme una duda -dijo-. Después de que el alfil negro se come al peón blanco en A6, las blancas deciden mover su rey de D4 a E5, descubriendo el jaque de la dama blanca al rey negro… ¿Qué deben jugar las negras?
Los ojos del anticuario se animaron con un brillo divertido; parecía que sonriesen, independientes del imperturbable resto de sus facciones.
– No lo sé -repuso, al cabo de un instante-. Usted es el maestro, querido. Usted sabrá.
Muñoz hizo uno de sus gestos vagos, como si se quitase de encima el título magistral que César acababa de darle por primera vez.
– Insisto -pronunció despacio, arrastrando las palabras- en conocer su autorizada opinión.
Los labios del anticuario se contagiaron de la sonrisa que hasta aquel momento parecía limitarse a sus ojos.
– En ese caso, yo protegería el rey negro colocando el alfil en C4… -miró al jugador con solicitud cortés-. ¿Le parece apropiado?
– Me como ese alfil -afirmó Muñoz, casi con grosería-. Con mi alfil blanco de D3. Y después usted me da jaque con el caballo en D7.
– Yo no le doy nada, amigo mío -el anticuario sostenía su mirada, imperturbable-. No sé de qué me habla. Y tampoco son horas para plantear charadas.
Muñoz arrugó el ceño con aire testarudo.
– Usted me da jaque en D7 -insistió-. Déjese de historias y preste atención al tablero.
– ¿Por qué había de hacerlo?
– Porque le van quedando pocas salidas… Yo eludo ese jaque llevando el rey blanco a D6.
Suspiró César al oír aquello, y los ojos azules, que con la escasa luz de la habitación parecían en aquel momento extraordinariamente claros, casi desprovistos de color, se posaron sobre Julia. Después, tras colocarse la boquilla entre los dientes, movió la cabeza hacia abajo dos veces, con una suave mueca de pesadumbre.
– Entonces, sintiéndolo mucho -dijo, y parecía de verdad contrariado- yo habría tenido que comerme el segundo caballo blanco, el que está en B1 -miró a su interlocutor con gesto contrito-. ¿No cree que es una lástima?
– Sí. Especialmente desde el punto de vista del caballo… -Muñoz se mordió el labio inferior, inquisitivo-. ¿Y se lo comería con la torre o con la dama?
– Con la dama, naturalmente -César parecía ofendido-. Hay ciertas reglas… -dejó la frase en suspenso con un gesto de la mano derecha. Una mano pálida y fina, en cuyo dorso se transparentaban los azulados surcos de las venas, y que ahora Julia sabía, también, muy capaz de matar con idéntica naturalidad; tal vez iniciando el movimiento letal con el mismo gesto elegante que, en ese momento, el anticuario trazaba en el aire.
Entonces, por primera vez desde que llegaron a casa de César, Muñoz dejó flotar en sus labios aquella sonrisa que nunca significaba nada, imprecisa y lejana, más relacionada con sus extrañas reflexiones matemáticas que con la realidad que lo circundaba.
– Yo en su lugar habría jugado dama a C2, pero eso ahora ya no tiene importancia… -dijo en voz baja-. Lo que me gustaría saber es cómo pensaba matarme.
– No diga inconveniencias -respondió el anticuario, y parecía sinceramente escandalizado. Después, como apelando a la urbanidad del ajedrecista, hizo un gesto en dirección al sofá donde Julia estaba sentada, aunque sin mirarla-. La señorita…
– A estas alturas -comentó Muñoz, y la sonrisa difusa seguía flotándole en un extremo de la boca- la señorita tiene, imagino, la misma curiosidad que yo. Pero no ha respondido a mi pregunta… ¿Pensaba recurrir a su vieja táctica del golpe en la garganta o en la nuca, o me reservaba un desenlace más clásico? Me refiero a veneno, puñal o algo por el estilo… ¿Cómo diría usted? -miró brevemente hacia las pinturas del techo, buscando allí el término apropiado-. Ah, sí. Algo de tipo veneciano.
– Yo hubiese dicho florentino -corrigió César, puntilloso hasta el fin, aunque sin ocultar cierta admiración-. Pero ignoraba que fuese usted capaz de ironizar sobre tales cuestiones.
– Y no lo soy -respondió el jugador-. No lo soy en absoluto -miró a Julia y después señaló al anticuario con un dedo-… Ahí lo tiene: el alfil, que ocupa un lugar de confianza junto al rey y la reina. Puestos a novelar la cosa, el bishop inglés, el obispo intrigante. El Gran Visir traidor que conspira en la sombra porque, en realidad, es la Dama Negra disfrazada…
– Qué folletín maravilloso -comentó César, burlón, juntando las manos en lento y silencioso aplauso-. Pero no me ha dicho lo que moverían las blancas después de perder su caballo… Si he de serle franco, querido, me tiene en ascuas.
– Alfil a D3, jaque. Y las negras pierden la partida.
– ¿Así de fácil? Me alarma usted, amigo mío.
– Así de fácil.
César consideró la cuestión. Después retiró lo que quedaba de cigarrillo en el extremo de la boquilla y lo puso en un cenicero, tras desprender delicadamente la brasa.
– Interesante -dijo, y levantó en alto la boquilla, como si alzase un dedo en demanda de una pequeña pausa. Entonces se movió despacio, procurando no alarmar sin necesidad a Muñoz, y se acercó a la mesa de juego inglesa que estaba junto al sofá, a la derecha de Julia. Tras hacer girar la llavecita de plata en la cerradura del cajón chapado en limoncillo, extrajo las piezas, amarillentas y oscuras, de un antiquísimo ajedrez de marfil que ella nunca había visto hasta entonces.
– Interesante -repitió mientras sus dedos finos, de uñas cuidadas, ordenaban las piezas sobre el tablero-. La situación, por tanto, queda así:
– Es exacto -confirmó Muñoz, que miraba el tablero desde lejos, sin acercarse-. El alfil blanco, al retirarse de C4 a D3, permite un jaque doble: dama blanca al rey negro y el propio alfil a la dama negra. El rey no tiene más remedio que huir de A4 a B3 y abandonar la dama negra a su suerte… La reina blanca aún dará otro jaque en C4, empujando al rey enemigo hacia abajo, antes de que el alfil blanco remate a la dama.
– La torre negra se comerá ese alfil.