– Sí. Pero eso carece de importancia. Sin la dama, las negras están acabadas. Además: al desaparecer esa pieza del tablero, la partida pierde su razón de ser.
– Quizá esté en lo cierto.
– Lo estoy. La partida, o lo que queda de ella, la decide ahora el peón blanco que se encuentra en D5, que tras comerse el peón negro en C6 avanzará hasta entrar en dama sin que nadie pueda impedirlo… Eso sucederá dentro de seis, o como mucho nueve jugadas -Muñoz se metió una mano en el bolsillo y extrajo un papel lleno de anotaciones de lápiz-. Por ejemplo, éstas:
PC7 – C8… (Negras abandonan)
El anticuario cogió el papel con las anotaciones y después observó con mucha calma el ajedrez, sosteniendo la boquilla vacía entre los dientes. Su sonrisa era la del hombre que acepta una derrota escrita previamente en las estrellas. Una tras otra fue moviendo las piezas hasta componer la situación finaclass="underline"
– Reconozco que no hay salida -dijo por fin-. Las negras pierden.
Los ojos de Muñoz fueron del tablero a César.
– Comerse el segundo caballo -murmuró en tono objetivo- fue un error.
El anticuario encogió los hombros, sin perder la sonrisa:
– A partir de cierto momento las negras ya no podían elegir… Digamos que también ellas eran prisioneras de su propio movimiento; de su natural dinámica. Ese caballo redondeaba el juego -por un instante, Julia vislumbró en los ojos de César un relámpago de orgullo-. En realidad, casi rozaba la perfección.
– No en ajedrez -dijo Muñoz, con sequedad.
– ¿Ajedrez?… Mi queridísimo amigo -el anticuario hizo un desdeñoso movimiento hacia las piezas-. Yo me refería a algo más que a un simple tablero -los ojos azules se hicieron profundos, como si a ellos asomase un mundo escondido-. Yo me refería a la vida misma, a esos otros sesenta y cuatro escaques de negras noches y de blancos días de los que hablaba el poeta… O tal vez sea al revés: de blancas noches y de negros días. Depende a qué lado del jugador dejemos o no la imagen… De dónde, puestos a hablar en términos simbólicos, situemos el espejo.
Julia observó que César no la miraba, aunque continuamente, mientas le hablaba a Muñoz, parecía dirigirse a ella.
– ¿Cómo supo que era él? -le preguntó al ajedrecista, y entonces el anticuario pareció sobresaltarse por primera vez. Algo en su actitud cambió de pronto; como si Julia, al compartir en voz alta la acusación de Muñoz, acabara de romper un pacto de silencio. La reticencia inicial se desvaneció en el acto, y la sonrisa devino en burlona mueca amarga.
– Sí -le dijo al jugador de ajedrez, y esa fue su primera claudicación formal-. Cuéntele cómo supo que era yo.
Muñoz ladeó un poco la cabeza hacia Julia.
– Su amigo cometió un par de errores… -dudó unos segundos sobre el sentido de sus palabras y después le dirigió al anticuario un breve gesto, quizá de disculpa-. Aunque calificarlos de errores sería inadecuado, pues en todo momento supo lo que hacía y cuáles eran los riesgos… Paradójicamente, usted misma lo hizo delatarse.
– ¿Yo? Pero si no tuve la menor idea hasta que…
César movió la cabeza. Casi con dulzura, pensó la joven, espantada de sus sentimientos.
– Nuestro amigo Muñoz habla en sentido figurado, princesa.
– No me llames princesa, te lo suplico -Julia no reconoció su propia voz; incluso a ella le sonaba con insólita dureza-. Esta noche no.
El anticuario la observó unos segundos antes de inclinar la cabeza en señal de asentimiento.
– De acuerdo -dijo, y parecía costarle retomar el hilo de las palabras-. Lo que Muñoz pretende explicar es que tu presencia en la partida le sirvió de contraste para observar las intenciones de su adversario. Nuestro amigo es un buen jugador de ajedrez; pero además ha resultado ser mejor sabueso de lo que yo mismo creía… No como ese imbécil de Feijoo, que ve una colilla en un cenicero y, como mucho, deduce que alguien ha fumado -miró a Muñoz-. Fue alfil por peón en lugar de dama por peón D5 la que lo puso alerta, ¿verdad?
– Sí. O al menos, uno de los indicios que me hicieron sospechar. En el cuarto movimiento, el jugador negro había desaprovechado ya la oportunidad de comerse la dama blanca, lo que hubiese decidido la partida a su favor… Al principio pensé que se trataba de jugar con el gato y el ratón, o que Julia era tan imprescindible para el juego que no podía ser comida, o asesinada, hasta más tarde. Pero cuando nuestro enemigo, usted, escogió alfil por peón en lugar de dama por peón D5, movimiento que habría implicado forzosamente un cambio de damas, comprendí que el jugador misterioso nunca había tenido intención de comerse la dama blanca; que estaba, incluso, dispuesto a perder la partida antes que dar ese paso. Y la relación de esa jugada con el spray del Rastro, ese presuntuoso puedo matarte pero no lo hago, era tan evidente que ya no me cupo la menor duda: las amenazas a la dama blanca eran un farol -miró a Julia-. Porque usted jamás corrió peligro real en esta historia.
César asentía, como si lo que se estuviera considerando allí no fuese su actuación, sino la de una tercera persona cuya suerte no le daba frío ni calor.
– También comprendió -dijo- que el enemigo no era el rey, sino la dama negra…
Muñoz movió los hombros sin sacar las manos de los bolsillos.
– Eso no fue difícil. La relación con los asesinatos era evidente: sólo aquellas piezas comidas por la dama negra simbolizaban muertes reales. Me apliqué entonces a estudiar los movimientos de esa pieza, y obtuve conclusiones interesantes. Por ejemplo, su papel protector respecto al juego de las negras en general, extensivo además a la dama blanca, su principal enemigo, y a la que sin embargo respetaba como si fuese sagrada… La proximidad espacial con el caballo blanco, yo mismo, ambas piezas en casillas contiguas, casi en buena vecindad, sin que la dama negra resolviera clavar su aguijón envenenado hasta más tarde, cuando no hubiese otra alternativa… -miraba a César con ojos opacos-. Al menos tengo el consuelo de que me habría matado sin odio, incluso con cierta finura y cómplice simpatía; con una disculpa a flor de labios y solicitando mi comprensión. Por imperativos de puro ajedrez.
César hizo un gesto dieciochesco y teatral con la mano e inclinó la frente, agradecido por la aparente precisión del concepto.
– Tiene toda la razón -apuntó-. Pero dígame… ¿Cómo supo que usted era el caballo, y no el alfil?
– Gracias a una serie de indicios; unos pequeños y otros importantes. El decisivo fue el rol simbólico del alfil como pieza de confianza junto al rey y la reina, al que me he referido antes. Usted, César, ha jugado en todo esto un papel extraordinario: alfil blanco travestido de reina negra, actuando a uno y otro lado del tablero… Y esa misma condición es la que lo ha vencido, en una partida que, curiosamente, inició justo para eso: para terminar siendo vencido. Y el golpe de gracia lo recibe de su propia mano: el alfil blanco se come a la dama negra, el anticuario amigo de Julia delata con su propio juego al jugador invisible, el escorpión se clava la cola… Le aseguro a usted que es la primera vez en mi vida que presencio, logrado con tan alto nivel de perfección, un suicidio sobre el tablero.
– Brillante -dijo César, y Julia no supo si se refería al análisis de Muñoz o a su propio juego-. Pero dígame una cosa… ¿En qué se traduce, a su juicio, esa identificación mía con la dama negra y con el alfil blanco?
– Imagino que detallarlo nos llevaría toda la noche, y discutirlo semanas enteras… Sólo puedo referirme ahora a lo que he visto sobre el tablero. Y he visto una doble personalidad: el mal, oscuro y negro, César. Su condición femenina, ¿recuerda?… Usted mismo pidió una vez el análisis: personalidad coartada y oprimida por el entorno, desafío a la autoridad constituida, combinación de impulsos hostiles y homosexuales… Todo ello, encarnado bajo el negro ropaje de Beatriz de Borgoña o, lo que viene a ser lo mismo, la reina del ajedrez. Y frente a eso, opuesto a ello como la luz al día, su amor por Julia… Esa otra condición que en usted resulta igualmente dolorosa: la masculina con los debidos matices; la estética de sus actitudes caballerescas; lo que usted quiso ser y no fue. Roger de Arras encarnado no en el caballo, o en el caballero, sino en el elegante y blanco alfil… ¿Qué le parece?