Así que el ajedrez también era eso, pensó el joven que jugaba con negras. Sobre todo, en último término, la humillación de la derrota inmerecida, el premio a quienes nada arriesgan; ésa era la sensación que experimentaba en aquel momento, ante el tablero que no contenía sólo un estúpido juego de posiciones, sino que era el espejo de la vida misma, con carne y sangre, y vida y muerte, y heroísmo y sacrificio. Igual que los altivos caballeros de Francia en Cr\cy, deshechos en plena inútil gloria ante los arqueros galeses del rey de Inglaterra, el joven había visto los ataques de sus caballos y alfiles, osados y profundos, movimientos bellos, relucientes como golpes de espada, estrellarse uno tras otro, en heroicas pero vanas oleadas, contra la cachazuda inmovilidad de su contrario. Y el rey blanco, aquella pieza odiada, al otro lado de su infranqueable fila de plebeyos peones, observaba desde lejos, a salvo, con un desprecio idéntico al reflejado en el rostro del jugador que lo poseía, el desconcierto y la impotencia del solitario rey negro, incapaz de socorrer a sus últimos peones desbordados y fieles que libraban, en un agonizante sálvese quien pueda, los movimientos de un combate sin esperanza.
En aquel despiadado campo de batalla de fríos cuadros blancos y negros ni siquiera quedaba lugar para el honor en la derrota. Ésta lo borraba todo, aniquilando no sólo al vencido sino también su imaginación, sus ensueños, su propia estima. El joven de la chaqueta gris apoyó el codo sobre la mesa y la frente en la palma de la mano, y cerró los ojos durante un momento, escuchando cómo el rumor de las armas se apagaba lentamente en el valle inundado por las sombras. Nunca más, se dijo. Como los galos vencidos por Roma, que se negaban a pronunciar el nombre de su derrota, así él se negaría, durante el resto de su vida, a recordar lo que descubría ante sus ojos la esterilidad de la gloria. Jamás volvería a jugar al ajedrez. Y ojalá fuese también capaz de borrarlo de su memoria, del mismo modo que, tras la muerte de los faraones, sus nombres eran burilados en los monumentos.
Adversario, árbitro y espectadores aguardaban el próximo movimiento con mal disimulado hastío, pues el final se prolongaba demasiado. El joven miró por última vez su rey acosado y, con una triste sensación de soledad compartida, resolvió que sólo quedaba el acto piadoso de darle digna muerte por su propia mano, evitando la humillación de terminar encajonado como un perro fugitivo, preso en un rincón del tablero. Entonces alargó los dedos hacia la pieza y, en un gesto de infinita ternura, abatió despacio al rey vencido, recostándolo amorosamente sobre los escaques desnudos.
XV. FINAL DE DAMA
«La mía originó mucho pecado, así como pasión, disensiones, palabras ociosas -si no mentiras- en mí mismo, en mi antagonista o en ambos. El ajedrez me impulsó a descuidar mis deberes para con Dios y para con los hombres.»
The Harleyan Myscellany
Cuando César terminó de hablar -lo había hecho en voz baja, mirando un punto indeterminado de la habitación- sonrió de un modo ausente y giró despacio hasta observar el ajedrez de marfil que estaba sobre la mesa. Después encogió los hombros, como si con aquel gesto diese a entender que nadie es capaz de escoger su pasado.
– Nunca me habías contado eso -dijo Julia, y el sonido de su voz le pareció una absurda intrusión, fuera de lugar en aquel silencio.
César tardó un poco en responder. La luz de la pantalla de pergamino iluminaba sólo parte de su rostro, dejando la otra mitad en sombra. Eso acentuaba las arrugas en torno a los ojos y la boca, realzando el perfil aristocrático, la nariz fina y el mentón del anticuario, como un nítido cuño de medalla antigua.
– Mal hubiera podido hablarte de lo que no existía -murmuró con suavidad, y sus ojos, o quizá el brillo de éstos amortiguado en la penumbra, se posaron por fin en los de la joven-. Durante cuarenta años me apliqué cuidadosamente a la tarea de creer que así era -la sonrisa adquirió ahora un matiz burlón, dirigido sin duda hacia sí mismo-. No volví a jugar al ajedrez, ni siquiera a solas. Nunca.
Julia movió la cabeza, asombrada. A duras penas lograba creer todo aquello.
– Tú estás enfermo.
La carcajada fue breve y seca. La luz se reflejaba ahora en los ojos del anticuario, que parecían de hielo.
– Me decepcionas, princesa. Al menos de ti esperaba el honor de no caer en recursos fáciles -miró pensativo su boquilla de marfil-. Te aseguro que estoy cuerdo. ¿Cómo, si no, habría podido construir tan minuciosamente los detalles de esta bella historia?
– ¿Bella? -lo miró, estupefacta-. Estamos hablando de Álvaro, y de Menchu… ¿Bella historia, dices? -se estremeció de horror y desprecio-. ¡Por el amor de Dios! ¿De qué maldita cosa estás hablando?
El anticuario sostuvo su mirada, imperturbable y después se volvió a Muñoz, como en demanda de auxilio.
– Hay aspectos… estéticos -dijo-. Factores extraordinariamente originales que no podemos simplificar de modo tan superficial. El tablero no es sólo blanco y negro. Hay planos superiores desde los que contemplar los hechos. Planos objetivos -los miró con una súbita desolación que parecía sincera-. Confiaba en que os habríais dado cuenta.
– Sé lo que quiere decir -comentó Muñoz, y Julia se volvió a mirarlo, sorprendida. El jugador de ajedrez seguía inmóvil, de pie en mitad del salón, con las manos en los bolsillos de la gabardina arrugada. En un extremo de la boca había aparecido aquella vaga mueca, su apenas esbozada sonrisa, indefinible y distante.
– ¿Lo sabe? -exclamó Julia-. ¿Qué mierda puede saber usted?
Apretó los puños, indignada, conteniendo el aliento que resonaba en sus oídos como el de un animal al término de una larga carrera. Pero Muñoz permaneció imperturbable, y Julia observó cómo César le dirigía una tranquila mirada de agradecimiento.
– No me equivoqué al escogerlo -dijo el anticuario-. Y lo celebro.
Muñoz no quiso responder. Se limitó a mirar a su alrededor, los cuadros, muebles y objetos de la habitación, asintiendo despacio con la cabeza, como si de todo aquello extrajese misteriosas conclusiones. Al cabo de unos instantes señaló a Julia con un gesto del mentón.
– Creo que ella tiene derecho a conocer toda la historia.
– También usted, querido -apuntó César.
– También yo. Aunque aquí sólo oficio como testigo.
No había censura o amenaza en sus palabras. Era como si el jugador de ajedrez conservase una absurda neutralidad. Una neutralidad imposible, pensó Julia, porque habrá un momento, tarde o temprano, en que se agotarán las palabras y será necesario tomar una decisión. Sin embargo -concluyó, aturdida por la sensación de irrealidad de la que no lograba liberarse- ese momento parecía aún demasiado lejano.
– Empecemos, entonces -dijo, y al escuchar- se comprendió, con insospechado alivio, que retornaba la serenidad perdida. Miró a César con dureza-. Háblanos de Álvaro.
El anticuario hizo un gesto afirmativo.
– Álvaro -repitió, en voz baja-. Pero antes debo referirme al cuadro… -compuso de pronto un mohín de fastidio, como si hubiese olvidado algún deber de elemental cortesía-. Aún no os he ofrecido nada, y eso es imperdonable. ¿Tomaréis algo?
Nadie respondió. César fue hasta un antiguo arcón de roble que utilizaba como mueble bar.
– Vi ese cuadro por primera vez un día que estuve en tu casa, Julia. ¿Recuerdas?… Lo habían llevado unas horas antes y estabas alegre como una chiquilla. Durante casi una hora te observé mientras lo estudiabas con todo detalle, explicándome las técnicas que pensabas aplicar para, cito literalmente, convertirlo en el más bello trabajo de tu carrera -al tiempo que hablaba, César escogió un vaso estrecho, de valioso cristal tallado, y puso hielo, ginebra y zumo de limón-. Me maravilló verte feliz, y la verdad, princesa, es que yo también lo era -se volvió con el vaso en la mano y, tras probar cautamente la mezcla, pareció satisfecho-. Pero lo que no te dije en aquel momento… Bueno. La verdad es que incluso ahora resulta difícil expresarlo con palabras… Tú estabas maravillada por la belleza de la imagen, el equilibrio de la composición, el color y la luz. Yo también, pero por causas distintas. Aquel tablero de ajedrez, los jugadores inclinados sobre las piezas, la dama que leía junto a la ventana, habían despertado en mí el eco dormido de la vieja pasión. Imagina mi sorpresa cuando, creyéndola olvidada, zas, la vi retornar como un cañonazo. Me sentí a un tiempo febril y aterrado; parecía que acabase de rozarme el soplo de la locura.