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El anticuario calló un instante, y la mitad de su boca que permanecía iluminada compuso una mueca maliciosamente íntima, como si hallara especial placer en saborear aquel recuerdo.

– No se trataba sólo de ajedrez -continuó-. Sino de la sensación personal, profunda, de ese juego como lazo con la vida y la muerte, entre la realidad y el ensueño… Y mientras tú, Julia, hablabas de pigmentos y barnices, yo escuchaba apenas, sorprendido por el estremecimiento de placer y de exquisita angustia que me recorría el cuerpo, sentado junto a ti en el sofá, mirando no lo que Pieter van Huys pintó sobre la tabla flamenca, sino lo que aquel hombre, aquel maestro genial, tenía en la mente mientras pintaba.

– Y resolviste que el cuadro tenía que ser tuyo…

César miró a la joven con irónica reconvención.

– No simplifiques, princesa -bebió un breve sorbo del vaso y esbozó una sonrisa que reclamaba indulgencia-. Lo que resolví de pronto fue que me era imprescindible agotar la pasión. No se vive para nada una larga vida como la mía. Sin duda por eso yo capté en el acto, no el mensaje, que estaba en clave como después se demostró, sino el hecho cierto de que allí había un enigma fascinante y terrible. Tal vez, fíjate que idea, el enigma que, por fin, me daba la razón.

– ¿La razón?

– Sí. El mundo no es tan simple como quieren hacernos creer. Los contornos son imprecisos, los matices cuentan. Nada es negro o blanco; el mal puede ser un disfraz del bien o la belleza, y viceversa, sin que una cosa excluya la otra. Un ser humano puede amar y traicionar a la persona amada, sin que por eso pierda realidad su sentimiento. Se puede ser padre, hermano, hijo y amante al mismo tiempo; víctima y verdugo… Pon los ejemplos que gustes. La vida es una aventura incierta en un paisaje difuso, de límites en continuo movimiento, donde las fronteras son artificiales; donde todo puede acabar y empezar de nuevo a cada instante, o terminar de golpe, como un hachazo inesperado, para siempre jamás. Donde la única realidad absoluta, compacta, indiscutible y definitiva, es la muerte. Donde sólo somos un pequeño relámpago entre dos noches eternas y donde, princesa, tenemos muy poco tiempo.

– ¿Y qué tiene que ver eso con la muerte de Álvaro?

– Todo tiene que ver con todo -César levantó una mano pidiendo paciencia-. Además, la vida es una sucesión de hechos que se encadenan unos a otros, a veces sin que medie la voluntad… -miró el contenido del vaso al trasluz, como si flotase allí la continuación de su razonamiento-. Entonces, me refiero a aquel día en tu casa, Julia, decidí averiguar todo lo referente al cuadro. Y lo mismo que tú, la primera persona que me vino al pensamiento fue Álvaro… Jamás lo quise; ni cuando estabais juntos ni después. Con la importante diferencia de que yo jamás perdoné a ese miserable haberte hecho sufrir como lo hizo…

Julia, que había sacado otro cigarrillo, detuvo el gesto a medio camino, mirando a César con sorpresa.

– Ése era asunto mío -dijo-. No tuyo.

– Te equivocas. Era asunto mío. Álvaro había ocupado un lugar que yo jamás podría ocupar. En cierta forma -el anticuario vaciló un instante, sonriendo con amargura- era mi rival. El único hombre capaz de apartarme de ti.

– Todo había terminado entre él y yo… Es absurdo relacionar una cosa con la otra.

– No tan absurdo; pero dejemos la cuestión. Yo lo odiaba, y punto. Naturalmente, esa no es razón para matar a nadie. De ser así, te aseguro que no habría esperado tanto para hacerlo… Este mundo nuestro, el del arte y los anticuarios, es muy limitado. Álvaro y yo habíamos tenido algún contacto profesional de vez en cuando; eso era inevitable. Nuestras relaciones no podían calificarse de cálidas, por supuesto; pero a veces el dinero y el interés hacen extraños compañeros de cama. La prueba es que tú misma, al plantearte el problema del Van Huys, acudiste a él… El caso es que fui a verlo y le pedí un informe del cuadro. No por amor al arte, desde luego. Ofrecí una cifra razonable. Tu ex, que en paz descanse, siempre fue un chico caro. Carísimo.

– ¿Por qué no me dijiste nada de eso?

– Hubo varias razones. La primera es que no deseaba ver reanudarse vuestra relación, ni siquiera en lo profesional. Nunca podemos tener la certeza de que bajo las cenizas no queden rescoldos… Pero había algo más. El cuadro se relacionaba con sentimientos demasiado íntimos -señaló con un gesto el ajedrez de marfil sobre la mesita de juego-. Con una parte de mí a la que yo había creído renunciar para siempre. Un rincón en el que a nadie, ni siquiera a ti, princesa, podía permitirle entrar. Eso habría significado abrir la puerta a cuestiones que nunca tendría el valor de discutir contigo -miró a Muñoz, que escuchaba en silencio, manteniéndose aparte-. Supongo que nuestro amigo podría ilustrarte bien sobre el tema. ¿No es cierto? El ajedrez como proyección del ego, la derrota como frustración de la líbido y cosas así, tan deliciosamente cochinas… Esos movimientos largos y profundos, en diagonal, de alfiles deslizándose por el tablero -pasó la punta de la lengua por el filo de su vaso y se estremeció suavemente-. En fin. El viejo Sigmund habría tenido mucho que decir sobre eso.

Suspiró en homenaje a sus propios fantasmas. Después hizo un lento brindis en dirección a Muñoz y, sentándose en una butaca, cruzó las piernas con desenvoltura.

– No entiendo -insistió la joven- qué tiene que ver todo esto con Álvaro.

– Al principio, poca cosa -reconoció el anticuario-. Yo sólo quería una información histórica sencillita. Algo que, como te he dicho, estaba dispuesto a pagar bien. Pero las cosas se complicaron cuando también tú decidiste acudir a él… Eso no era grave, en principio. Pero Álvaro, haciendo gala de una prudencia profesional digna de encomio, se abstuvo de comentarte mi interés, pues yo había exigido máxima discreción…

– ¿Y no le extrañó que tú investigases el cuadro a mis espaldas?

– En absoluto. Y si fue así, no dijo nada. Tal vez creyó que yo quería darte una sorpresa, aportando datos nuevos… O quizá pensó que yo te preparaba una jugarreta -César reflexionó seriamente-. Y ahora que lo pienso, la verdad es que sólo por eso habría merecido que lo mataran.

– Intentó alertarme. El Van Huys está de moda últimamente, dijo.

– Infame hasta el final -opinó César-. Con esa fácil advertencia se cubría ante ti, sin quedar mal conmigo. Nos satisfacía a todos, cobraba el dinero y, además, mantenía una puerta abierta para rememorar tiernas escenas de antaño… -enarcó una ceja mientras soltaba una breve risa-. Pero te estaba contando lo que ocurrió entre Álvaro y yo -miró el interior de su vaso-. A los dos días de mi entrevista con él, fuiste a decirme que el cuadro tenía una inscripción oculta. Procuré disimular lo mejor que pude, pero me produjo el efecto de una corriente eléctrica; confirmaba mis intuiciones sobre la existencia de un misterio. Me di cuenta en el acto de que también significaba muchísimo dinero, multiplicar la cotización del Van Huys, y recuerdo que así te lo dije. Aquello, unido a la historia del cuadro y sus personajes, abría perspectivas que en ese momento juzgué maravillosas: tú y yo compartiendo la investigación, adentrándonos en la resolución del enigma. Era como en los viejos tiempos, ¿te das cuenta? Como buscar un tesoro, pero esta vez un tesoro real. Para ti la fama, Julia. Tu nombre en publicaciones especializadas, en los libros de arte. Para mí… Digamos que eso ya lo justificaba todo; pero además, adentrarme en aquel juego suponía un complejo reto personal. Lo que sí te aseguro es que la ambición no contaba en esto para nada. ¿Me crees?